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antes incluso de que usted naciera.

      Sin saber adónde quería llegar, Abby se encogió de hombros.

      –Quizá. Sé muy poco acerca de su juventud.

      –Era abogado, ¿verdad? –inquirió Sam Turner, todavía sin volverse y aparentemente entregado al estudio de los volúmenes de la biblioteca.

      –Sí.

      –¿Qué edad tenía cuando murió?

      –Sesenta y dos. ¿Ayuda eso a su investigación? –inquirió con tono mordaz.

      –Gracias por el café.

      –Y las pastas –añadió Abby cuando se marchaba–. No se olvide de las pastas.

      Sintiéndose todavía más inquieta que antes, regresó a la cocina. No le gustaba que le preguntaran por su padre, y todavía menos que lo hiciera un hombre como Sam Turner. ¿Y cómo era posible que un hombre tan bueno, cariñoso y eficiente como su padre hubiera dejado sus cosas en tan completo desorden? Supuestamente no había podido saber con antelación que sufriría un ataque al corazón, pero sí habría podido prever algún problema con su salud. Y luego estaba aquella carta en la que le había dejado instrucciones precisas para que se la entregara a alguien en… Gibraltar. Esperaba que no fuera otra deuda, pero sospechaba que lo era: por eso le había encargado a ella personalmente que la entregara. Esperaría a que la casa estuviera vendida antes de ir a Gibraltar.

      Torturada por aquellas preocupaciones que no la dejaban en paz, y necesitando algo que hacer, se dirigió al pueblo a comprar algo para la cena. No volvió a ver a Sam Turner durante el resto de la tarde, y él se marchó sin avisarla. Abby pensó que quizá la estuviera evitando. Ciertamente, y por lo que a ella se refería, lo mejor sería rehuir su presencia. Pero aun así no dejó de pensar en todo momento en él.

      A la mañana siguiente, cuando entró en el despacho, se dio cuenta de que estaba silencioso y taciturno. La familiar ironía no brillaba en sus ojos. Le dejó el café en el escritorio y se marchó.

      Pensó que Sam Turner estaba ocupando su mente de manera obsesiva. ¿Y por qué? Era desdeñoso, irónico, no del tipo de hombres que le gustara o se sintiera cómoda con ellos. Entonces, ¿por qué reaccionaba de esa forma ante él? Se le ocurrió limpiar y ordenar la cocina, y su dormitorio, tirando toda la basura que habían acumulado con los años. No, no era basura; eso ya lo había tirado hacía catorce años. Pero seguía habiendo ropa que ya no le sentaba bien, o libros… Todas las cosas que realmente había necesitado se las había llevado a su piso de Londres. «¡Así que hazlo, Abby!», intentó decirse, pero no lo hizo. No estaba de humor para ello.

      Lo oyó irse a la hora de comer, y casi sin pensarlo se encontró paseando en su despacho… y pensando en su oferta. Que probablemente a esas alturas ya habría sido retirada.

      No tenía mucha experiencia en el arte del flirteo, si acaso él había estado flirteando realmente con ella. De hecho, no tenía ninguna experiencia en absoluto. Tantos años fingiendo ser la «mujer de hielo» no le habían dejado oportunidad alguna de flirtear. ¡Probablemente era la única virgen de veintiocho años que quedara sobre la tierra! Y no quería seguir siéndolo. No era que se sintiera avergonzada de ello: era que, hasta ese momento, no había conocido a nadie con quien hubiera querido hacer el amor. Él probablemente sería un gran amante… «Sí», asintió pensativa. Pero no para ella. Aquel hombre era inflexible, despiadado.

      Apoyó una mano en uno de los libros que todavía cubrían el escritorio; estaba lleno de polvo. ¿Cuándo había sido la última vez que alguien había limpiado allí? Y si los libros estaban así, ¿cómo estarían las estanterías? Sin detenerse a pensar, fue a buscar la escalera plegable. Podría terminar de limpiar antes de que él llegara, ya que habitualmente se ausentaba durante una hora.

      Provista de un plumero, se subió a la escalera. Abstraída en su trabajo no oyó que la puerta se abría, y cuando Sam Turner le preguntó qué estaba haciendo allí, se sobresaltó tanto que perdió el equilibrio.

      Unas fuertes manos le rodearon la cintura, ayudándola a bajar. No la soltó; sino que se la quedó mirando fijamente.

      –Ha vuelto antes de tiempo –lo acusó Abby, sin aliento.

      –No tenía apetito –contestó sencillamente–. Bueno, ¿qué es lo que estaba haciendo?

      –Buscando un tesoro escondido –respondió, irónica.

      –¿Ha encontrado alguno?

      –No.

      –No, claro –esbozó una lenta y deliciosa sonrisa, comprendiendo el alcance de su comentario–. Su madre me dijo que era usted muy inteligente.

      Abby pensó que su madre hablaba demasiado.

      –Una mujer de hielo, siempre tan controlada… con una voz sedosa que podría poner de rodillas a un hombre.

      –Pero no a usted –replicó ella.

      –No, no a mí –con los ojos fijos en los suyos, le preguntó tuteándola de repente–. ¿Eres realmente tan fría, Abby?

      Iba a besarla, pensó aterrada. O casi aterrada. Pero no forcejeó para liberarse, ni hizo ninguna de las cosas que habría sido de esperar que hiciera. De hecho, hizo justamente lo contrario. Posando la mirada en sus labios, sin poder evitarlo, lo besó… y la invadió una enorme oleada de emoción. Nada en toda su vida la había preparado para ese momento. Nada.

      –No soy fría –musitó desorientada, sin comprender lo que estaba diciendo–. Lo quiero todo.

      Y todo fue lo que estuvo a punto de conseguir. El beso que le dio Sam Turner fue sencillamente abrasador. No fue delicado; tampoco había pretendido serlo. Pero su intensidad y maestría la dejaron sin aliento. Era un beso que recordaría durante el resto de su vida. Podía sentir el latido de su corazón contra el suyo, la fuerza de sus brazos, el contacto de sus muslos llenándola de un creciente anhelo…

      Hasta que de repente se apartó. La agarraba con fuerza de los hombros, clavándole los dedos en su piel. A Abby la impresionó ver que aquellos ojos del color de un cielo de verano la miraban, sorprendentemente, con una violenta furia.

      –¿Sam? –susurró alarmada.

      –No –negó, colérico.

      Sin comprender nada, con su cuerpo reclamando, necesitando más, fija la mirada desesperada en sus ojos, empezó a deslizar las manos por su cálido pecho.

      –¡Abby!

      Con un pequeño estremecimiento, volvió la cabeza y vio a su madre contemplándola asombrada desde el umbral.

      –¿Qué diablos estás haciendo? –le preguntó con tono escandalizado–. ¡Pero si estás comprometida!

      –¿Comprometida? –inquirió mareada.

      –¡Sí! ¿Dónde está tu anillo?

      –Me lo quité. Sam y yo…

      –No –la interrumpió él, apartándose y rompiendo todo contacto con ella–. No –repitió.

      –¿Sam? –confundida, consternada, Abby extendió una mano hacia él.

      Sam la ignoró. Y después de recoger su maletín del escritorio, salió de la habitación.

      –¡Sam! –habría corrido en su busca, pero su madre la detuvo.

      –Sabía que ese hombre te daría problemas. ¡Lo sabía! No debí haberte dejado sola con él. ¡No puedes ir tras él!

      –Sí, tengo que… –interrumpiéndose, miró fijamente la puerta cerrada y luego otra vez a su madre–. ¿Por qué se ha puesto tan furioso? –susurró.

      –Lo estabas besando –exclamó su madre.

      –Sí –«y él me besó a mí», añadió en silencio.

      –Él no es lo que yo deseo para ti –sollozó

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