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del botón que llaman PTT –Push To Talk– y esperó hasta escuchar respuesta. «Las seis en punto», comprobó. Entre tanto, tembloroso de su mano diestra por su enfermedad, ayudándose de la otra mano para no verterlo, vació en su pocillo el último tercio de café negro que le quedaba en el termo. Enseguida, a modo de respuesta, escuchó tres interferencias corridas que procedían del lado de su interlocutor y entonces lanzó un mensaje en clave:

      –Por la vereda dos pollitos.

      Por unos segundos reinó un silencio absoluto, durante el cual solo se escuchaba el sonido sibilante de su asma, crónica desde sus cuarenta, y el cacareo de dos gallinas, otrora libres, que Marcelino, su protegido indígena, le había traído como obsequio y que ahora él guardaba en un gran jaulón metálico contra una de las esquinas del patio interior de la casa.

      Sorbió café nuevamente hasta apurarlo convencido de que aquel brebaje era un buen remedio natural contra todos sus achaques. Al rato, una voz concreta y solemne respondió con cierta velocidad a través de aquel equipo transistor:

      –Copiado.

      De seguido volvieron a escucharse otras tres interferencias que fueron contestadas por don Basilio con otras dos pulsaciones sobre el mismo botón. Lo hizo al compás de los vaivenes del dichoso Parkinson, dando tirones sobre aquel cable rizado que, como si fuera una goma, aguantaba todos sus meneos con entereza.

      Decidió quedarse en casa. Un café.

      Recordó que aún no había probado el de aquel año, el último que había tostado con la ayuda de Paola y de Marcelino. Se preguntó qué sería de ellos en aquellos momentos. Lo hizo al tiempo que abría uno de los botes metálicos que reutilizaba para guardar su café. Utilizó la punta roma de un cuchillo de alpaca que procedía de la dádiva que recibió por la boda de Violeta Mejías y Julio Espinosa. Hacía ya casi dieciocho años de eso. «Cómo pasa el tiempo», pensó.

      Recordó también que solo un año más tarde Elvira Vélez y Emilio Rincón, los padres de Paola, fueron los padrinos en el bautizo de Fabián, y los vio otra vez acompañando a Julio Espinosa y Violeta Mejías, todos como una familia, y también se vio él mismo echando el agua bendita de la sierra sobre la cabeza de aquel bebé alzado en los brazos de su madre sobre la pila bautismal de Arellano que ahora se decía piloto del coronel Evaristo Arias.

      Frunció el ceño y se quedó pensativo intentando recordar lo que iba a hacer en aquel momento. Recayó en el café y entonces metió la nariz en el bote para volver al presente. Respiró hasta agotar la inspiración y se volvió a maravillar con aquel suave aroma del mejor café del mundo, del centro del mundo exactamente. Chupó también su dedo índice y lo impregnó con una ligera muestra de aquel grano molido artesanalmente hasta alcanzar el mismo tamaño de los granos de azúcar y se lo llevó a la punta de la lengua. El sabor amargo le resultó exquisito. Le recordó ligeramente a la leña de guamo que utilizaron para tostarlo y ahumarlo a la vez en una especie de parrilla con campana cerrada que él mismo había ingeniado utilizando una plancha fina de fierro acerado procedente de una máquina de esas de abrir caminos que había abandonada a tres kilómetros del pueblo, de cuando el Ejército colaboró para eliminar los cultivos de marihuana, y entonces recordó que también tenía otro bote idéntico, pero tostado con leña de quina roja y un tercero con eucalipto. Concluyó que los sabores serían sutilmente distintos y que la mezcla que se le había ocurrido con los humos del eucalipto sería más útil contra su asma, así que decidió servirse mejor de ese otro, discurriendo que procedía de la primera cosecha que en mucho tiempo se había dado apenas sin roya porque al parecer el verano había sido especialmente largo.

      Tomó un pequeño sorbo y se quedó pensativo mientras lo saboreaba y leía en el periódico, un tanto contrariado, que los caficultores temían la inminente llegada de los enfrentamientos a la sierra. Concluyó que eso espantaría a los recolectores y que la mano de obra que se necesitaba para la cosecha sería insuficiente. Pensó también en el futuro de los indígenas en medio de aquel conflicto, ajeno a ellos pero que acababa jugándose en su propia casa, y volvió a tomar otro sorbo de aquel café: «Este es el futuro de la sierra» se dijo en alto.

      En el mismo estado de pensamiento agarró la vieja olla de barro que alguien le había traído de un viaje a la capital y se preparó lo que acabó siendo un café largo y solo para él, reflexivo, a fuego lento, con agua de panela y tres clavos de olor. «Hoy mejor dulce y condimentado con giroflé –se dijo en alto–, que ya la vida se nos ha vuelto suficientemente amarga y demasiado seria ella sola».

      Por primera vez después de tantos años en la misión comenzó a sentirse cansado.

      3

      El veterinario de Arellano era un hombre bajito, grueso y de avanzada edad –casi setenta años–, y tal vez por eso se había vuelto despistado. Su verdadero nombre era don Fausto, pero todos le llamaban Chanchito, ese aspecto tenía.

      Chanchito jamás tuvo un despiste tan grave como el de aquella noche. A las veintidós horas del 28 de julio del año en que Paola cumplía cinco, Emilio Rincón pidió a su mujer que fuera urgentemente en su busca; había decidido sacrificar a Libertadora. La yegua se había roto la cadera hacía un mes al resbalar por la única calle empedrada de Arellano. Iba cargada con tres costales de café. Desde entonces el animal había pasado los días levitando a diez centímetros del suelo sostenida de cuatro sogas amarradas a las vigas de la cuadra. En aquella postura, el animal básicamente dormía y, cuando no, se quejaba del profundo dolor en la cadera y de las propias heridas que las cinchas le hacían en el vientre. Había perdido el apetito y mucho peso.

      Elvira no dudó en seguir la orden de su marido; agarró en brazos a la niña y enfiló la calle en busca del veterinario. Su marido se quedó con el animal, apenado, enfadado con el mundo, acariciando a aquella pobre yegua con los ojos llorosos, los dos, animal y hombre. A través de ella leía su propio pasado y de alguna manera su propio futuro. Libertadora había vivido con él veintitrés años, era suya desde mucho antes de casarse con Elvira. Con una vida tan larga, el animal era parte de la familia y la única yegua que había en la casa. Con aquel animal arreó su primer lote de café. Como muchos otros en Arellano, Emilio y Elvira eran hijos de colonos llegados a la sierra, a ese y otros poblados que ni siquiera eran municipios; simples corregimientos, pedanías levantadas sobre la marcha lejos del conflicto guerrillero del interior del país. En aquel éxodo muchos hombres y mujeres vieron su futuro en la sierra. Muchos vinieron con lo puesto; si tenían un animal eso era un tesoro, por eso Libertadora era tan importante en la vida de Emilio Rincón. Ahora que se le moría aquel animal, que más bien era un emblema al esfuerzo y al coraje de su familia, a través de ese terrible momento sintió la angustia de la incertidumbre: muertos sus padres y siendo hijo único quedó convencido de que con ello se acababa del todo una parte de su vida. Se consolaba pensando que por suerte tenía a Elvira y a Paola a su lado.

      A los pocos minutos, Elvira regresó con Chanchito, este cargado con su maletín de cuero. Ambos se percataron del estado de Emilio. Estaba nervioso y no parecía que fuera capaz de ayudar. Con el rostro desencajado, descompuesto e indispuesto, parecía que el mundo se tambaleaba y que él caería desmayado en cualquier instante.

      –Vamos, Emilio. Anímate, es ley de vida.

      –No es la yegua, Chanchito.

      Con el animal gimiendo, don Fausto se acercó a palpar la cadera. Enseguida concluyó que aquello no había soldado ni soldaría ya en condiciones y entonces le ordenó a Elvira que le acercase el maletín y que saliera corriendo a buscar a otro hombre para ayudarles a descolgar a la yegua una vez muerta.

      –¡Este hombre y sus ánimos! –exclamó Elvira–. Se me ha hecho un viejito.

      –¿Qué es lo que tienes entonces? –preguntó el veterinario.

      –Que las desgracias nunca vienen solas, Chanchito. Ni sabemos cuándo empieza una mala racha.

      –¡Qué actitud es esa! Así más bien la mala racha la empiezas tú, no es que ella tenga que hacer mucho para venirte

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