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Se lo ruego, ya me ve —dice—. Por favor, suélteme. Déjeme atados los pies, pero las manos se me hinchan.

      Se inclina hacia delante y se sopla en la piernas. Al parecer, intenta aliviar el escozor de las heridas.

      —Quizá te perdone la vida, pero no me toques los cojones —le dice Johnson, que lleva un reloj de oro en la muñeca. Juguetea con él mientras contempla al presidente sentado en el suelo. Una mujer le seca la cara con un trapo. Detrás de él, los retratos de Jesús y el de Arafat. De hecho, el interrogatorio tiene lugar en la misma estancia donde acaban de celebrarse la rueda de prensa y el concierto de himnos reggae. El presidente está en el suelo, en el lugar que ahora ocupan las guitarras y los amplificadores. En la pantalla, el mariscal de campo se abre otra Bud.

      —Todos somos iguales —suplica Doe. Un muchacho le coloca una pistola en la cabeza. Un coro de voces confusas lo acusa de asesinato y corrupción—. Déjenme que les diga algo —dice jadeando—, lo que sea que ocurrió fue por mandato de Dios.

      —Cortadle las orejas —ordena Johnson, y dos de los muchachos sujetan al presidente, que rompe a gritar mientras otro le corta la oreja con un cuchillo de montaña y se la arroja en el regazo—. ¡He dicho que le cortéis las orejas! —repite Johnson. Doe forcejea como un poseso y chilla mientras le cortan la otra oreja. El muchacho de la pistola apoya el pie sobre el cuello doblado del presidente.

      De pronto, se va la electricidad. Los generadores se paran, el televisor se apaga. Los insectos zumban por todo el complejo y, al instante siguiente, los generadores vuelven a camuflar el rumor de la jungla al encenderse de nuevo. Pero el televisor no funciona.

      Uno de los hombres examina el enchufe de la pared y el cable de la extensión. Llama a otro hombre, que repite el proceso, y luego se marchan juntos y regresan con otro cable. Nada parece funcionar. El televisor no se enciende. Debe de ser el enchufe. El chófer de los periodistas parece ansioso por marcharse.

      —No se puede estar aquí después de la una —les dice— porque todo el mundo se emborracha y puede ocurrir cualquier cosa.

      Pero los periodistas quieren quedarse.

      Alguien encuentra un cable más largo. Hay que cambiar de sitio varias lámparas y demás equipos para liberar un enchufe. Al cabo de veinte minutos, el televisor vuelve a encenderse. En ese momento, aparece un asistente que saca la cinta del reproductor de vídeo.

      —Vengan afuera —ordena.

      Fuera, el mariscal de campo Johnson está dirigiéndose a cincuenta o sesenta de sus hombres. «Violad —grita—, ¡y os mato!» ¡Sí, señor! «Saquead, ¡y os mato!» ¡Sí, señor! «Robad, ¡y os mato! ¡Joded a alguien, y os jodo yo a vosotros!» ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! De pronto, hace gala de una elocuencia inesperada, los exhorta a aguantar, a aceptar su misión, «a estar dispuestos a arriesgar la vida para que vuestro nombre pase a la historia…».

      Finalmente, se despide y se marcha de forma abrupta, sonriendo. Dentro, se reanuda el concierto. «Oh, how I love Jesus —cantan los rebeldes—, because he first loved me…» («Oh, cómo amo a Jesús, porque él me amó antes a mí.»)

      ¿Y qué pasa con la cinta?, le preguntan los periodistas al oído, mientras él no deja de cantar y rasguear la guitarra. ¿Vamos a ver el resto de la cinta?

      Acto seguido, empieza otra rueda de prensa. Johnson se sienta en el mismo escritorio desde el que interrogó al presidente Doe.

      —Creemos que ahora no es el momento de ver el resto de la cinta —explica.

      —¿Qué van a decir sobre el mariscal de campo en sus artículos? —quiere saber su agregado de prensa.

      Con delicadeza, los periodistas tratan de hacerle ver que, digan lo que digan, dará mala impresión que no les haya mostrado el resto de la cinta. Corren rumores de que al presidente le faltaba algo más que las orejas.

      —No le cortamos los genitales —insiste Johnson—. No lo fusilamos. Lo encerré en el baño, atado. Se pasó toda la noche gritando, pidiéndome que lo soltase. Pero él era un hombre con formación militar. Esas tácticas no funcionan con gente así. A las tres y media de la noche, falleció.

      Efectivamente, Max Hill, uno de los médicos de la clínica Island, adonde se llevó el cadáver, confirmó que Doe murió de resultas de las heridas o de miedo. Que no fue ejecutado.

      —En la cinta no se ve nada más —insiste el agregado de prensa—. Solo las últimas preguntas que le hicimos.

      Aun así, dicen los periodistas, aun así… Habría que verla entera.

      Johnson se pone en pie y abandona la estancia.

      —Veremos el resto —anuncia el agregado.

      La cinta pasa rápidamente a otro momento del interrogatorio, varias horas más tarde. Doe está desnudo, a excepción de un taparrabos de trapo húmedo, le faltan las orejas, sigue atado como antes y está sentado a orillas de un río. Cada dos por tres pierde el conocimiento y la cabeza se le cae sobre el pecho ensangrentado.

      —Si me aflojan las ataduras… —repite todo el rato—, si me aflojan las ataduras…

      —Podemos desatarte los codos —le dice un ayudante—, pero no las manos.

      Prince Johnson no parece hallarse presente en esa parte del interrogatorio.

      —¿Qué hiciste con el dinero del pueblo de Liberia? —siguen preguntándole.

      —Me duele todo, me duele todo —responde el presidente.

      —¿Qué le hiciste a la economía? —repiten ellos.

      —Por favor, séquenme la cara —dice, y un joven rebelde le enjuga la cara y el cuello con un paño. Esto hace enfurecer al ayudante.

      —¿Por qué lo secas? —pregunta.

      —No lo sé —dice el muchacho.

      —¿Por qué lo has hecho? —dice el ayudante.

      —Lo siento —dice el muchacho. Parece incapaz de recordar los asesinatos y la depravación que le han acarreado la ruina al presidente.

      —¿Por qué le has secado la cara a ese hombre? —inquiere el ayudante.

      Pero hasta el ayudante parece caer en la cuenta de que esa persona, despojada de sus herederos, de su cargo, de su ropa, privada de su orgullo y hasta de algunas partes de su cuerpo, ya no es el criminal Samuel K. Doe, sino un hombre reducido a una esencia anónima e inocente. El presidente pierde el conocimiento, le echan agua en la cabeza con un cubo y continúa suplicando: «Si me perdonan la vida, se lo contaré todo…».

      Es ya bien entrada la tarde. Sirven un almuerzo en cuencos de plástico que los periodistas sostienen entre las manos con cierto recelo.

      Esa noche no llueve nada. Se acerca la estación seca. Pronto se acabará el agua y la situación será desesperada de verdad. Es cuestión de días que la CEDEAO vaya a por Charles Taylor. Es difícil predecir el destino de Prince Johnson, pero a poco que Liberia recupere la cordura, no cabe esperar que sobreviva, a menos que salga del país.

      Ha oscurecido, pero el retronar de las armas no cesa. Ha terminado un breve alto el fuego. En Mamba Point, para no ponerse en el camino de las balas, los periodistas se alojan en un piso sin agua ni luz, como todos los pisos, pero bien arreglado, un apartamento de lujo abandonado por el personal de la embajada estadounidense. Escuchan los noticieros internacionales con sus transistores; el mundo entero está en guerra, o preparándose para la guerra, o tratando de salir de alguna guerra: guerras civiles, guerras tribales, incluso, en Oriente Próximo, por fin, la Tercera Guerra Mundial; disputas fronterizas, choques entre facciones, bombardeos de castigo, guerras santas; conflictos que hay que fotografiar, catalogar, monitorear, sacar a la luz, solo que en los periódicos no hay espacio para cubrirlos todos, ni siquiera la mitad. La cuota de tiempo que Liberia tiene en las ondas es más bien escasa. Aun así, los periodistas se acurrucan junto a sus pequeños equipos

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