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a rastras por los soldados de Johnson y de la cual no ha vuelto a saberse; también ejecutó a un saqueador disparándole en la cara a bocajarro con una pistola. Hoy, día 29 de septiembre, Prince Johnson ha dado un paso más al abrir las puertas de su cuartel general a la prensa: ha invitado a una pareja de periodistas estadounidenses y a un equipo de la televisión francesa, recién llegados en el River Oil.

      La base del mariscal de campo se encuentra en las afueras de la capital, en el complejo residencial de la Bong Iron Ore Mining Company, U. N. Drive arriba, pasado el puerto libre; pasado el concesionario de BMW, donde actualmente se aloja un pelotón de la CEDEAO; pasada la Liberian Nail Factory y el Templo de la Cura de Fe de Jesucristo y la Liberian Marble and Terrazzo Tile, Inc.: todo destrozado, quemado, saqueado, con algunos de los rebeldes de Johnson en el balcón del segundo piso lanzando botellas de cerveza Star a la acera; pasados los puntos de control de la CEDEAO y el INPFL, donde las tropas ghanesas inspeccionan los vehículos o los muchachos de Johnson, morenos, rubios o pelirrojos, observan desde detrás de sus flequillos artificiales e introducen el cañón de sus fusiles en los coches; siguiendo por una pista de tierra y dejando atrás la granja de café Caldwell y la Iglesia y Escuela Misionera de la Nueva Vida, donde solo hay un aula. Ahí empiezan la docena de edificios de la compañía minera. El centro de operaciones de Johnson se encuentra en un edificio de viviendas de hormigón rodeado de equipos de artillería, soldados ociosos, tiendas y coches. La estructura, no mayor que la casa media americana, parece flotar en un mar de vehículos, sobre todo sedanes Mercedes con el capó levantado. Fuera, en los campos, suena el estampido de los fusiles —se dice que el INPFL ejecuta a varios liberianos todos los días—, y en el interior del edificio, los bajos amortiguados de un altavoz.

      Dentro, el mariscal de campo Johnson celebra uno de sus conciertos matutinos. El amplio salón principal está lleno de soldados con boinas rojas, y en el centro se encuentra Prince Johnson, que sostiene una guitarra acústica mientras canta «Rivers of Babylon», una versión en reggae criollo del salmo 137. Lo acompañan otros guerrilleros con las congas, dos guitarras eléctricas y un viejo órgano eléctrico algo tronado. Tocan bien. Podrían ganarse la vida en algún club nocturno de Los Ángeles. «And then we wept —canta Johnson—, when we remembered Zion.» («Y entonces lloramos cuando nos acordamos de Sion.») El grupo que lo rodea se mueve y da palmas al ritmo de la música, haciendo un coro a cinco voces, balanceando los AK mientras las máscaras de gas rebotan contra sus caderas y sus bandoleras destellan bajo las potentes luces del equipo de vídeo de Johnson, que graba la actuación. El mariscal no deja de tocar cuando entran los visitantes, sino que sonríe y asiente vigorosamente, arrastra los pies a lo Michael Jackson y clava una rodilla en el suelo a lo Elvis Presley; los soldados lo aclaman. Es un hombre de constitución mediana, de un metro ochenta, fornido y con una voz aguda de tenor que parece incongruente con su persona, algo gritona, como de cantante de blues. Su boina no es roja, sino de camuflaje, como el uniforme. En el pecho luce una Cruz por Servicio Distinguido, un escorpión de plata y una placa de sheriff verde y dorada. Da otro paso de baile para animar a la tropa. Calza unas botas amarillas, de piel de lagarto.

      El campamento funciona con generadores y el salón dispone de aire acondicionado, pero se nota el calor humano y el sudor pegajoso de los eufóricos guerreros adolescentes. El mariscal de campo se seca la cara mientras toma asiento tras un gigantesco escritorio de madera. Los demás apartan los instrumentos y colocan en su lugar unas sillas plegables. Los dos periodistas estadounidenses se sientan juntos delante del escritorio. Johnson tiene un gran martillo de juez, pero no lo usa; en lugar de ello, un joven agregado de prensa los invita a proceder. Empieza así la entrevista, o más bien una rueda de prensa que, al principio, no difiere demasiado de cualquier otra. Johnson parece tener preparadas las respuestas a varias preguntas relativas a sus opiniones, objetivos y conducta. Para contestar a las que no tiene preparadas, se hace el tímido: «Eso ya se verá» o «Sin comentarios». Cuando se explaya con alguna respuesta, tiende a introducir frases en criollo. Cuando los periodistas insisten sobre algún punto, actúa como si no lo hubieran entendido; elabora y reelabora explicaciones sobre asuntos elementales: explica la diferencia entre la guerra y un alto el fuego, entre los soldados y los políticos, entre un presidente en funciones y uno electo. Varias mujeres uniformadas dan vueltas por la sala con cestos repletos de latas de cerveza; Prince Johnson deja su puro en uno de los numerosos ceniceros con publicidad de los cigarrillos Kool. Detrás de él, en la pared, cuelgan dos retratos de Jesús y un pequeño dibujo a plumilla de Yasir Arafat. En el centro de la estancia hay un león de madera de medio metro de alto en el que alguien ha pegado un par de chicles de color rosa. Johnson se ofende cuando sus invitados le preguntan de dónde sale la cerveza.

      —¿Se creen que la hemos robado? ¿Le preguntarían a George Bush de dónde saca las cosas que tiene en el despacho?

      Entrega a cada periodista estadounidense una camiseta en la que pone: QUEREMOS A PRINCE PARA QUE HAYA PAZ y GLORIA A DIOS EN LAS ALTURAS Y PAZ PARA LIBERIA y BRAVO INPFL. «Charles Taylor mató a mi madre y a mi padre. Mató a mi tío, a mi hermana y a mi hija —dice—, pero esa no es la cuestión. El motivo de nuestras diferencias es una diferencia estratégica. Taylor quiere librar una guerra de nervios. Yo prefiero luchar con balas.» Tilda a Charles Taylor de «inmaduro». Dice que nadie busca venganza, pero que «hay que perseguir» a los krahns, la tribu del presidente. Habla del difunto presidente.

      —Su cadáver estuvo en la clínica Island casi un mes. Justo ayer tuvimos que enterrarlo porque ya olía.

      El cadáver, asegura, está sepultado «en alguna parte». Insiste en que Doe murió a consecuencia de las heridas sufridas durante su captura. No fue ejecutado. Simplemente lo interrogaron. ¿Que qué le preguntó a Doe? La mirada de Johnson denota cierta confusión.

      —Le pregunté por el dinero del pueblo de Liberia. Le pregunté muchas cosas. Y sí —agrega—, le corté las orejas y lo obligué a comérselas.

      Los periodistas creen no haber oído bien. ¿Que lo obligó a qué?

      —Tengo el interrogatorio grabado en una cinta de vídeo —dice Johnson de repente—. ¿Les gustaría verlo?

      Sacan las sillas afuera, a la terraza, donde está el televisor. Los hombres de Johnson se apelotonan delante del aparato. La Budweiser vuelve a correr. Durante unos minutos, Johnson permanece de pie ahí cerca, visionando la cinta con una amplia sonrisa en el rostro, pero luego lo llaman para que vaya a conferenciar con Varney, su segundo de toda la vida.

      En la pantalla, Samuel K. Doe, presidente de Liberia, está sentado en calzoncillos en el suelo, con la camisa abierta, las manos atadas a la espalda, las piernas ensangrentadas extendidas delante, atadas con fuerza a la altura de los tobillos. Le han pegado un tiro en la rodilla derecha y presenta un tajo considerable en el muslo izquierdo, resultado, según parece, de un segundo balazo. Es un hombre fofo y con el pelo raleante, pestañea con frenesí por culpa de las luces, la cámara y el sudor que se le mete en los ojos, y, desesperadamente y sobre todo, intenta sonreír: Sí, hay una guerra en marcha, un terrible malentendido, sí, hemos estado matándonos, pero intentemos acercar posturas y hacerlo todo más agradable. Mueve la cabeza de un lado para otro cada vez que sus captores lo golpean con los fusiles.

      —Tengo algo que decir —repite todo el rato.

      —¡Dilo! ¡Dilo! —gritan a su alrededor, pero, sea lo que sea, no le dejan decirlo.

      —¿Qué has hecho con el dinero del pueblo de Liberia?

      El que ha hablado es Prince Johnson, y la cámara se gira para enfocarlo sentado detrás de una mesa. En lugar de medallas, luce dos granadas en el pecho. Delante tiene una Budweiser.

      —¿Dónde está? ¿Dónde está el dinero? —gritan sus seguidores.

      —Si me aflojan las ataduras —insiste el presidente, pestañeando y sonriendo—, podré hablar. Me duele todo, me duele mucho —explica.

      Le echan cerveza en la cabeza y le arrancan la camisa.

      —¿Qué? —dice una y otra vez, tratando de entender lo que le preguntan, escrutando las caras que lo rodean, mirando arriba, abajo, a derecha, a izquierda—. ¿Qué? Perdón, ¿qué?

      —Te

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