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de un momento vendrá alguien a atenderla.

      A Dora estuvo a punto de caérsele la bolsa de viaje que llevaba en la mano al oír aquella voz de hombre, profunda y bien modulada. Miró con cautela hacia la habitación que había a la derecha de la puerta principal, pensando que estaba desierta.

      De pie junto a la chimenea había un hombre vestido de negro; tan solo el tono dorado de sus largos cabellos aliviaba en cierto modo la oscuridad de su atuendo. Dora no sabía de dónde había salido, pero estaba segura de que, al mirar hacia la habitación momentos antes, no estaba allí.

      Lo miró con inquietud.

      –¿Dónde están los demás huéspedes? –preguntó Dora con voz apagada.

      Y no era para menos. No solo había retrocedido en el tiempo, sino que lo había hecho con aquel gigante rubio que la miraba con esos ojos verdes de mirada serena.

      –No sabría decirle –el hombre se encogió de hombros, quitándole importancia–. ¿Ha reservado habitación? No parece que tengan demasiados huéspedes en estos momentos, con lo cual no importará si no lo ha hecho, pero…

      –La reservé –se apresuró a decir Dora–. Soy la señorita Baxter.

      El hombre se fue tras el mostrador y hojeó el enorme libro encuadernado en cuero rojo que yacía abierto sobre la mesa.

      –Sí –asintió con la cabeza–. Señorita I. Baxter –alzó la cabeza y la miró con esos ojos tan persuasivos–. ¿La I es inicial de qué nombre?

      –Isadora –reconoció de mala gana–. Pero mi familia siempre me ha llamado…

      –Izzy –añadió el hombre con satisfacción mientras salía de detrás del mostrador, saboreando aquel nombre al pronunciarlo–. Me gusta –asintió, ladeó la cabeza y la miró pensativo–. Le va bien –murmuró finalmente.

      Menos mal, porque sin darse cuenta Dora había estado aguantando la respiración hasta escuchar su comentario siguiente. Nadie la había llamado nunca Izzy… Siempre había sido Isadora si sus padres estaban disgustados con ella, y Dora si no lo estaban. Pero, cosa rara, sintió que le gustaba el apelativo de Izzy. La hacía sentirse distinta, más en sintonía con el carácter surrealista de aquella posada campestre.

      –Griffin Sinclair –Dora le tendió la mano y él la estrechó con firmeza–. Mi madre me llamó así en recuerdo de su tío menos favorito –añadió como explicación, al tiempo que hacía una mueca–. El que menos le gustaba, pero el que más dinero tenía –añadió en tono seco–. ¿Le traigo algo de beber mientras espera? –le ofreció.

      –Lo siento mucho –Dora le sonrió–. No pensaba que trabajaba aquí.

      –No lo hago –le aseguró alegremente–. Yo también soy un huésped, pero me encantaría traerle algo de beber.

      Dora frunció el entrecejo. ¡Qué hombre más peculiar! Pero desde luego no le hacía falta tomar nada; de hecho ya se sentía ligeramente mareada, como si hubiera bebido.

      –Esperaré y tomaré un café después, gracias –contestó algo aturdida mientras miraba a su alrededor–. ¿No le parece algo… extraño que no haya nadie aquí en recepción? –murmuró.

      –Es parte del encanto del hostal –Griffin se encogió de hombros de nuevo y se sentó en uno de los taburetes que había delante del mostrador–. Descubrirá que eso es algo que sobra en este lugar –añadió con satisfacción–. Incluso hay un pasadizo secreto que lleva directamente a la playa. Para los contrabandistas –añadió al ver que lo miraba con perplejidad–. Solía ser un negocio bastante lucrativo por esta zona.

      ¿Pasadizo secreto…?

      –La entrada no estará en esta habitación, ¿verdad?

      Dora tenía sus dudas; después de todo aquel hombre tenía que haber salido de algún sitio.

      Griffin sonrió, seguramente adivinando la razón de su desasosiego inicial.

      –Detrás de la armadura –dijo y señaló con la cabeza hacia una hornacina que había en un rincón de la habitación, donde estaba colocada una armadura–. Uno de los paneles es movible. Se bajan unas escaleras y luego se recorre un pasillo que lleva hasta una cueva por donde se sale a la playa, a unos cuatrocientos metros.

      Como no era muy amante de los sitios oscuros y cerrados, Dora no se imaginó a sí misma haciendo esa excursión en particular. Además, solo estaba allí para pasar la noche. Tenía que ver al vendedor ese mismo día, horas más tarde, y a la mañana siguiente conduciría de vuelta a Hampshire, donde vivía.

      –No creo… ¡Santo cielo! –exclamó Dora al ver uno de los perros más grandes que había visto en su vida, sentado tranquilamente junto a la puerta–. ¡Griffin! –se echó a sus brazos lo más rápido que su miedo le permitió.

      ¡Desde luego Griffin era muy real! Dora sintió el calor de su torso musculoso bajo la mejilla y aspiró el aroma masculino de su cuerpo.

      Griffin la rodeó con sus brazos con toda naturalidad al tiempo que se echaba a reír con una risa ronca y aterciopelada que le retumbó por el pecho.

      –Pero si no es más que Derry –dijo–. Reconozco que tiene una pinta muy fiera, pero en realidad es de lo más gentil. Más que un perro, es una gatita.

      A pesar de que Dora, horrorizada, no le quitaba ojo, el perro caminó hasta la chimenea y se dejó caer delante de ella; apoyó la cabeza entre las patas delanteras y se puso a mirar hacia las llamas, despreocupándose totalmente de los humanos.

      Pero a Dora le dio la impresión de que el perro no se quedaría tan tranquilo si alguno de los dos decidiera moverse. ¿Qué clase de hotel era aquel?

      Sin embargo, mucho se temía que iba a tener que moverse en algún momento. Seguía aún entre los protectores brazos de Griffin Sinclair, tremendamente consciente de la calidez de su cuerpo.

      Pero antes de que le diera tiempo a apartarse de él, una mujer alta y rubia de unos cuarenta años entró tranquilamente en la habitación. Vaya, parecía que todo el mundo hacía todo con calma en aquel hotel; la eficiencia del servicio dejaba mucho que desear. Pero, a pesar de ello, todo estaba limpio y a punto, desde las chimeneas hasta los jardines que rodeaban la posada.

      Aun así, a Dora no le hizo ninguna gracia el comentario que hizo la mujer al verlos.

      –Al final has encontrado una amiga para compartir tu cama con dosel, Griffin –dijo en tono agradable, mientras sonreía a Dora, deteniéndose a acariciarle la cabeza al perro antes de meterse tras el mostrador.

      –¿Os apetece tomar algo? Invita la casa, por supuesto.

      Dora se apartó de él con indignación y a Griffin le dio la risa.

      –Esta es la señorita Izzy Baxter… tu nueva huésped –añadió, claramente divertido con el malentendido que se había producido–. Y ya ha rechazado mi invitación a tomar algo. Izzy, esta es la dueña de Dungelly Court, Fiona Madison.

      Ambas mujeres se miraron ya con otros ojos; Fiona Madison adoptó una expresión más formal, y Dora puso cara de pocos amigos. Griffin había dicho que también estaba allí hospedado, pero él y Fiona Madison parecían tener bastante confianza…

      –Siento lo de antes, Izzy –dijo Fiona, echándose a reír desdeñosamente–. Pensé… Bueno, da lo mismo –dijo enérgicamente mientras Dora no dejaba de mirarla con serenidad–. ¿Quiere firmar en el registro? Luego le enseñaré su habitación. ¿Ha hecho un viaje muy largo? –continuó charlando mientras Dora firmaba.

      ¿Un viaje muy largo? Estando allí, parecía que había retrocedido cientos de años en el tiempo.

      Fiona se echó a reír de nuevo al observar la expresión atolondrada de Dora.

      –Este lugar es especial, ¿verdad? –dijo con cariño–. Mi difunto esposo se pasó los últimos cinco años de su vida restaurándolo

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