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actor?

      –¿Qué te hace pensar eso?

      –Utilizaste todas tus artes de seducción con Poppy, pero fuiste muy serio y respetuoso con Annie. Si eres capaz de cambiar tan rápidamente, debes de ser actor.

      –¿No deberíamos serlo todos? –preguntó él, examinando una caja que había encima de la mesa–. ¿Cuántos papeles tienes tú?

      –Sólo el que ves –replicó ella, abriendo la caja para mostrarle un par de pistolas de duelo–. No funcionan. Ahora ya son sólo adornos.

      –Son preciosas –dijo él, admirando las culatas, incrustadas de madreperla, como la tapa de la caja.

      Cuando ella le estaba contando para quién se habían hecho, oyó un coche. Al dirigirse a la ventana, vio que era su abuelo, por lo que ella esperó a que él entrara en la casa. Tanto si habría perdido en las carreras como si no, sería el mismo de siempre, con una alegría de vivir inmutable, a pesar de que tenía mucho más de setenta años.

      –He visto a ese idiota de Darby. Todavía sigue apoyando a los perdedores –dijo el hombre.

      –Bueno, pues tengo alguien más que presentarte –respondió ella alegremente, mientras el abuelo sonreía afablemente al joven –. Éste es Nathan Coleman, mi abuelo, el conde Kosovic.

      El conde, un hombre de constitución muy fuerte, cruzó la habitación hacia la mesa donde Nathan todavía tenía la pistola de duelo en la mano. Se produjo un silencio mientras Isolda esperaba que alguno de los hombres hablara. Entonces, el conde tomó la otra pistola y miró a Nathan fijamente.

      Aquello era tan ridículo que Isolda casi se echó a reír. Le había parecido ver el principio de un duelo. Entonces, Nathan volvió a colocar la pistola en la caja y el conde se sentó pesadamente en un sillón, dejando su pistola encima de la mesa.

      –Es un placer conocerle –dijo Nathan.

      –Abuelo, ¿te encuentras bien? –preguntó Isolda, alarmada, al ver que su abuelo levantó la mano con mucho esfuerzo.

      –Perfectamente.

      –Es mejor que me marche –dijo Nathan.

      –Buenos días –replicó el conde.

      Isolda salió con él, y le acompañó a recoger a la perra.

      –Está cansado por el día en las carreras –se disculpó Isolda–. Algunas veces se me olvida lo mayor que es.

      –Tu abuelo es muy agradable –respondió Nathan, intentando enganchar la correa al collar de la perra.

      –Espero que Baby se comporte bien. ¿Qué hemos hecho?

      –Nada, comparado con lo que vamos a hacer.

      En aquel momento comprendió lo que Poppy había querido decir cuando le confesó el efecto que Nathan habría tenido en ella si hubiera sido treinta años más joven. Isolda sentía un cosquilleo en la piel que la hizo temblar. Luego se despidió de ellos y volvió a la casa rápidamente. Estaba preocupada por su abuelo. A pesar de estar tan en forma, de repente le había parecido muy cansado. Tal vez pudiera persuadirlo de que se fuera un rato a la cama, pero no estaba segura de ello. Cuando entró en el salón, él estaba todavía sentado y unas profundas lineas le surcaban el rostro.

      –¿Has tenido mala suerte con los caballos? –bromeó ella.

      –No.

      –¿Qué te pasa? –preguntó ella, acercándose a él con una sonrisa.

      –Acabo de tener una conmoción –dijo él muy lentamente, como si le sorprendieran sus propias palabras.

      –¿Por conocer a Nathan? ¿Por qué? ¿Es que lo habías visto antes?

      –No hasta el día de hoy. La conmoción fue el darme cuenta de que hay ciertas cosas que nunca se olvidan. Siempre tuve un sexto sentido cuando mi vida dependía de ello –explicó el anciano, muy lentamente–. Acabo de descubrir que todavía puedo reconocer a un enemigo cuando lo veo.

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