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después aprendimos, puras manos que se movían y salían de los barrotes altos a nuestro encuentro. Sentimos el abrazo de la historia, una historia a la que todas pertenecíamos. El personal penitenciario nos identificó, nos revisó y anotó que nos recibían con esos golpes y magullones. Nos metieron a todas en un inmenso pabellón donde no había nada. Más tarde nos tirarían unos colchones en el suelo. Pedíamos agua a los gritos, ¡Agua! Estábamos deshidratadas. Por fin una celadora accedió a llevar un balde de limpiar el piso con un jarro; nos organizamos en una cola para poder recibir todas un poco de agua, para distribuirla solidariamente. Y así, sin comer, acomodamos en el piso los colchones y las diecisiete intentamos dormirnos. Serían las dos o las tres de la madrugada cuando escuchamos tiros y explosiones. Alguien atinó a gritar: “¡Chicas!, ¡cuerpo a tierra!, ¡meterse debajo de la cama!” En medio de esa escena, esa orden abstracta nos movió a risa: no había camas. No supimos qué fueron esas explosiones, quizás sólo para amedrentarnos aún más, para hacernos sentir que nada fácil nos esperaba en el nuevo lugar de prisión. Al día siguiente empezó la rutina en Devoto. Desde entonces la cárcel se fue poblando con grupos de mujeres trasladadas de los más lejanos rincones del país. Se fue convirtiendo en la cárcel de concentración de mujeres prisioneras políticas.”

      IRMA ANTOGNAZZI

      *

      “Fui arrestada el 24 de septiembre de 1975. Llegué a la Alcaldía de Mujeres, a uno de los dos pabellones que había en el sótano del edificio. En uno había presas comunes. En el otro, políticas. Me mandaron al de las comunes porque ése era el lugar en el que aislaban a las nuevas detenidas políticas hasta que declararan en el Juzgado Federal. Se evitaba así que recibieran consejos y asesoramiento de las compañeras que ya habían pasado por esa experiencia. Estuve allí alrededor de dos meses. Durante ese tiempo cayeron muchas más compañeras que también iban al pabellón de comunes. Recuerdo que nos enteramos por el diario, que todavía nos era permitido ver, de la muerte del dictador español Francisco Franco (20 de noviembre). Festejamos con gran despliegue de alegría, y cantamos todas las canciones de la Guerra Civil Española que conocíamos. Inmediatamente después me trasladaron, junto a otras compañeras, al pabellón de las “brujas”, como nos llamaban las celadoras, para indicar que éramos las “más peligrosas”. Éramos alrededor de treinta compañeras, provenientes de diferentes organizaciones.

      Reunirme con compañeras que conocía de afuera fue para mí un motivo de gran alegría, ya que se hacía obvio que no íbamos a recuperar la libertad en un plazo corto. Había que enfrentar una etapa que se percibía difícil, de manera que estar juntas iba a ser de gran ayuda.

      Ese pabellón, de unos 12 metros de largo por 5 de ancho, estaba lleno de camas cucheta de dos y tres pisos, la mayoría ya ocupadas. En el fondo estaba lo que llamábamos “cocina”, separada del área de las camas por una angosta puerta de rejas, que se mantenía abierta. En la cocina había dos calabozos de cemento donde, hasta que la cocina nos fue clausurada, limábamos los huesos rescatados de la grisácea sopa, para convertirlos en anillos, colgantes, llaveros, que tallábamos con unas agujas que escondíamos, con la asistencia del elemento más corrosivo del que disponíamos: la saliva. Esto todo hecho pensando en nuestros familiares. También en uno de los calabozos manteníamos los pocos libros que nuestros familiares podían alcanzarnos, así que le llamábamos “biblioteca”.

      Había una mesa larga de madera muy, muy vieja y astillada, y bancos largos, también de esa madera, en los que nos sentábamos a comer. Los bancos estaban completamente invadidos por las chinches, que nos picaban las piernas. Había, también, ratas y cucarachas. Todavía puedo ver a María Caria aparecer desde el área de la cocina con una escoba o un secador en una mano y, en la otra, una ratita que exhibía, triunfante, agarrada por la cola.

      Con luz de tubos fluorescente las 24 horas del día y sin contacto con el aire exterior, las que fuimos trasladadas a Devoto en noviembre de 1976 permanecimos un año más en esa situación de total precariedad.

      La atención médica prácticamente no existía, y menos aún la odontológica. Las requisas eran extremadamente violentas. Nos sacaban del pabellón y nos depositaban en el de enfrente (que en un momento fue vaciado de presas comunes y dispuesto para recibir más presas políticas) dejando en el nuestro a dos compañeras para que presenciaran la requisa y para hacerlas responsables de lo que encontraran, y cuando regresábamos el desorden y la destrucción eran tales que pasábamos muchos días tratando de volver a una cierta normalidad. Cuando se produjo el golpe de Estado, de inmediato nos hicieron una requisa en la que nos quitaron todo lo que habíamos tenido hasta ese momento, nos cancelaron la cocina (por lo que perdimos muchísimo espacio físico), cayeron elementos indispensables como la única radio a transistores que era nuestro puente al exterior y, a partir de allí, dejó de haber visitas y correspondencia. En esta situación se llevaron del Sótano a las dos compañeras que habían elegido ese día para que presenciaran la requisa y, ya de regreso en el pabellón y en medio del caos y la destrucción totales, y al ver que no habían vuelto las dos compañeras, las demás reaccionamos pidiendo por ellas, haciendo responsables a las celadoras por lo que pudiera sucederles, gritando por las ventanas del sótano para que las chicas pudieran oírnos y contestarnos, hasta que vimos acercarse por la calle interna de la Jefatura a los policías con las caras tapadas y pistolas lanzagases. Estábamos golpeando los platos y los jarros metálicos y reclamando a los gritos que devolvieran a las compañeras cuando los policías perforaron el alambre tejido de las ventanas y, haciendo entrar los caños de las pistolas a través de las rejas, tiraron dos o tres bombas de gases lacrimógenos. Nos cubrimos con toallas mojadas, como pudimos, tratando de respirar los gases lo menos posible, pero en un sótano, y de espacio tan reducido, los gases se metieron hasta en el rincón más escondido, y aún un mes después seguíamos oliéndolo entre las ropas. En medio del escenario de yerba nadando en kerosén, de detergente desparramado por el piso y mezclado con azúcar, de lo poco que teníamos para comer arruinado y mezclado con cúmulos de ropa desgarrada –todo como producto de la acción de los y las policías de requisa– y de la preocupación por el paradero de las dos compañeras, de pronto escuchamos sus voces diciéndonos que las habían llevado de regreso al sótano y las habían dejado, ahora, en el pabellón de enfrente. Pasado un tiempo las llevaron otra vez con nosotras, porque necesitaban el espacio para nuevas detenidas políticas que iban cayendo. Con el tiempo supimos que, cuando nuestros familiares fueron a dejar los paquetes de siempre, les dijeron que estábamos todas heridas y les pidieron todo tipo de elementos de primeros auxilios y medicamentos, con lo que no sólo les robaron una vez más sino que los pusieron en una situación de desesperación y tortura psicológica. De esas celadoras-policía recuerdo a la más violenta: alta, muy corpulenta, de pelo lacio y más o menos rubio. Se llamaba Elsa. Y otra, muy baja, rubia y de pelo muy enrulado, con manos huesudas, de la que se decía que era excelente en el manejo de armas de fuego. Este episodio fue muy importante porque a partir de este momento nuestra situación en el Sótano se volvió muy vulnerable y precaria. Hubo un intento de matar a la mitad de nosotras por parte de la Gendarmería como respuesta a una bomba que había sido colocada contra el Jefe de Policía, Feced, y que no había llegado a matarlo a él pero sí a ocho gendarmes de su guardia. Nos dieron la orden de que nos eligiéramos entre nosotras, quince de un pabellón y quince del otro. Por supuesto que nadie eligió a nadie y, por el contrario, resistimos obstruyendo la reja de entrada con cuchetas, y nos mantuvimos despiertas y bajo las camas toda la noche. El intento no llegó a concretarse por una contraorden superior. Nuestra salud se deterioró muchísimo, perdimos peso, y redoblamos los esfuerzos por sobrevivir haciendo uso del ingenio que sólo estas condiciones despiertan en uno, y consolidamos la ya ejercitada solidaridad, sin saber si lograríamos algún día salir de ese lugar.

      Cuando nos trasladaron del Sótano a Villa Devoto nos despertaron a las cinco de la mañana y nos ordenaron que nos preparáramos con una muda de ropa. Nos esposaron de a dos. En un colectivo del Servicio Penitenciario Federal nos llevaron al aeropuerto, en el que nos subieron a la plataforma de un avión militar, nos hicieron sentar a lo Buda y nos engrillaron al piso de metal. Durante el vuelo debíamos estar con las cabezas bajas. Si intentábamos espiar, y lo hacíamos, nos pegaban con los borceguíes en la cabeza. Las compañeras que estaban en las orillas de la plataforma, contra las paredes del avión, eran las que más golpes recibían, porque

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