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expresión a esto? Sí, hay expresión en la medida en que el artista, no tanto en su obra acabada cuanto en el proceso de ejecutarla, aspira a algún sentido, trata de ex-poner con ella algo de sí mismo. Y ahí tenemos la sinonimia de expresar y exteriorizar, o exponer. Ex-presión, resultado de echar fuera, acto y efecto de ejercer una presión sobre alguna cosa dirigiéndola hacia el exterior. La presión-hacia-fuera, ese apremio sin estribo, se manifiesta en un hacer genérico que particulariza el habla, la actitud y la gesticulación, e incluso el comportamiento; en fin, todo aquello que llama la atención y deja (o es susceptible de dejar) impronta. Porque, asociado al trazo, a la huella, viene el estilo, stylos o el latín stilus, punzón para la escritura, estilete, pero también stimulus, aguijón que pincha, instiga, estimula, aviva. Estilo, es decir, demarcación, aunque no en el sentido de una definición formal y menos aún permanente. ¿Añadiremos a la expresión el estilo personal, o, mejor dicho, haremos de la expresión una pantalla singularizadora sobre la cual todo acto añadido aparece inscripto y, por consiguiente, de-marcado para la significación? Tal vez. Pero dejemos por ahora la demarcación, volveremos a ella.

      Baste con decir que, a diferencia del lenguaje natural, y de la escritura en particular, en una obra plástica es casi imposible –salvo por comparación– distinguir por vía empírica, y separar como principios diferentes, la expresión y el estilo.

      Admitamos, pues, por el momento, que en un bosquejo como el precedente hay una gran dosis de indulgencia con la realidad. Porque creyendo válido lo dicho para el arte en general, aún habrá que poner en duda esa creencia para admitir que el estilo-demarcación en un sentido literal es indetectable en ciertas aportaciones contemporáneas que tienden a identificar lo hecho con lo dado, o la obra con la naturaleza.

      ¿Habría que aportar otro concepto capaz de compensar ese título ausente? ¿Un estilo fluctuante, mudable, incluso inexistente? ¿Y luego? Quizá una expresión azarosa, sin autor, quién sabe si no será en el límite de la materia abandonada a sí misma.

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      Con el pretexto aquí de echar un vistazo a la Recreación, me permito una digresión que contribuirá a mejorar el contexto principal de la Expresión que nos concierne. El creador se recreará con las palabras, con las formas plásticas, con el movimiento corporal, con los sonidos. Pero también puede recrear con su quehacer algo de lo creado con anterioridad, sea arte, artesanía o producto industrial. El caso tópico es Fountain, de R. Mutt, (el urinario de Marcel Duchamp), aquella especie de cometa en el cielo de una contemporaneidad artística que nos advierte de que la brillantez artística puede concentrarse en su larga cabellera sin dejar nada para su cabeza. Si la Recreación, en este sentido de táctica extrema, puede indicar la resplandeciente decadencia de la Creación, y en ocasiones su más claro ocaso (el arte cool de Jeff Koons), también puede dar un nuevo empuje a un plano preexistente de Expresión creadora. A eso parece referirse Anzieu cuando inspecciona la manera que tiene Samuel Beckett de hacerse poco a poco un lugar propio en el campo literario (mediante una expresión con «estilo»), al cambiar de residencia –de Irlanda a Francia–, de lengua –del inglés al francés– y, sobre todo, después de leer «con pasión» a Ferdinand Céline. Una conversión como la de Beckett, «transposición la llama Anzieu, requiere un trabajo propiamente estético de re-creación» (1996: 127). Luego es más que posible, aunque improbable, que el estilo venga a la expresión por medio de un acto recreador, como de quien se apodera de algo ajeno –una apostura, una planta, una traza, sea un estilo, unas maneras en el hacer– y lo rehace para sí.

      Evitemos la idea según la cual la Recreación, en el sentido en que empleo el término, es un fenómeno limitado a nuestro tiempo. Porque es todo lo contrario. Eugenio D’Ors escribió sobre el Barroco –ubicado por la historiografía en el siglo xvii con mayor o menor razón– para mostrar que era un «estilo» anhistórico, presente como un natural devenir de las formas llevadas a una proliferación que era antesala de la muerte a causa de un desgaste energético desmedido. Luego también la Recreación es una táctica detectable en todo momento, que no un estilo necesariamente. En el cine americano, el remake hace mucho que se emplea como recurso «creador» de primera categoría.

      Nadie negará los beneficios obtenidos por una mirada retrospectiva hurgando en el almacén del pasado en busca de unos modelos dignos de ser redimidos, o incluso de aquellos modelos que, sin haberse acreditado, piden hoy, vistos con otros ojos, una reconsideración (un reciclado) mediante «interpretación», «apropiación» o «adaptación». No en vano la antigua Roma, puesta la mirada en la cultura griega en beneficio propio, aludía con el término contaminatio a su particular interpretación de su teatro como modelo para sí. También el «renacimiento» del siglo xv, con su amalgama de griego y romano, el barroco en el teatro francés del siglo XVII o el neoclasicismo del siglo XVIII, agitado éste por la particular personalidad romántica de Winckelmann, son claros ejemplos de recreación cuyo número no tendría fin.

      Pero lo que nos interesa más en todo esto es su telón de fondo, al que me referiré sin extenderme. Detectada con la investigación lingüística la existencia hipotética de un modelo de lenguaje natural «puro», referido a la realidad en su inmediatez, sin afeites de ningún tipo, parecía obligatorio distinguirlo de otro lenguaje «impuro», como de segunda mano, que tendría al primero por objetivo y punto de partida. A éste lo llamaba Roland Barthes lenguaje-objeto y daba como ejemplo el «lenguaje de la revolución», como diciendo que el acto revolucionario es significativo en sí mismo y sin otras extensiones. Acto seguido, reflexionaba acerca de un segundo medio de comunicación, el metalenguaje. El problema consistió después en distinguir un lenguaje-objeto del metalenguaje, una distinción tan operativa como imposible de detectar en la realidad. Aun sin solución, ese problema es útil en la medida misma en que nos lleva a tomar conciencia de una efectividad, a saber, que la realidad lingüística está en la universalidad de los metalenguajes, esos lenguajes segundos derivados de un primer lenguaje –quién sabe si no sería adámico– que, pegado a la realidad y sin impurezas, sólo existe en la imaginación.

      ¿Dónde está, en todo esto, la mecánica del concepto Recreación? En el metalenguaje. No importa a qué nos refiramos: sea al lenguaje natural con palabras o al ficticio de las formas en el arte, el contenido de la Recreación siempre es un metalenguaje que tiene por antecedente y sostén otro lenguaje, metalingüístico a su vez, como he expuesto en otra parte (Salabert, 1997: 312 s.). ¿Le pondremos el re- de la simple repetición o el neo- de una acción actualizadora? Poco importa, los ejemplos son inacabables.

      El material que he calificado de materno, libro inacabado o inacabable e improcedente ya por su extensión, debía trazar el largo camino de las diversas opciones en el trenzado de los lenguajes artísticos a caballo de otros lenguajes anteriores. Lo haría con la esperanza, o la creencia, de que la mirada proyectada hacia atrás, sea con ojos cándidos o quizá astutos, equivale a reparar un futuro de renovación. Es lo que tenemos en Winckel­mann, quien, fascinado por el pasado, abre la vía a un arte por venir. No me refiero a la intención de llegar a la Recreación como el lugar donde todo lenguaje recicla otro lenguaje, en el que todo decir gorronea otro decir anterior en el tiempo o diferente en su proyección (v. gr., Andy Warhol). Se trataba más bien de alcanzar un estadio en el que el arte, el artista creador en suma,

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