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estar claro que iban a pasar juntos el resto de su vida; hasta la noche en que todo cambió. Con el paso de los años, Kate había revivido la noche de la fiesta una y otra vez en su cabeza, imaginando que todo acababa de un modo diferente. Si se hubieran marchado diez minutos antes, o si no hubieran bebido. Pero, claro, no podía cambiar la realidad. Lo había perdido en cuestión de unas pocas horas. Cuando fue a su casa pocos días después del funeral, se encontró con las persianas bajadas. Había periódicos atrasados en el porche de la entrada y el buzón estaba lleno. Al final, sus padres y sus dos hermanas acabaron mudándose.

      Continuó por el pasillo hasta su dormitorio para prepararse para irse a la cama, aunque sabía que no podría dormir. Entró en el dormitorio, se desabrochó el vestido negro del funeral y lo tiró al suelo, sabiendo que nunca más podría volver a ponérselo. Cuando encendió la luz del cuarto de baño y se miró en el espejo, vio que tenía el pelo lacio y los ojos rojos e hinchados. Al acercarse para mirarse mejor, advirtió algo oscuro por el rabillo del ojo y se quedó helada. Empezó a sudar y a temblar sin control mientras retrocedía horrorizada. Iba a vomitar.

      —¡Simon! ¡Simon! —gritó—. ¡Ven aquí, deprisa!

      A los pocos segundos Simon apareció a su lado mientras ella seguía mirando los tres ratones muertos, colocados en fila en el lavabo, con los ojos arrancados. Y entonces vio la nota.

      Tres ratones ciegos,

      tres ratones ciegos.

      Mira cómo corren,

      mira cómo corren.

      Buscaban una vida con dinero,

      pero él les sacó los ojos con un cuchillo de carnicero.

      ¿Alguna vez habías visto algo tan maravilloso

      como tres ratones ciegos?

      4

      Blaire había imaginado muchas veces su reencuentro con Kate a lo largo de los años; lo que le diría, cómo Kate le rogaría volver a ser su amiga, y su cara de desconsuelo cuando ella le dijera que era demasiado tarde. Entonces le tocaría a Kate sentir el dolor de la traición, igual que lo había sentido ella cuando la echó de su boda tras la terrible pelea de aquella mañana. Y después había ascendido a Selby de simple dama de honor a dama de honor principal para sustituirla. La verdad era que Blaire nunca se había olvidado de Kate a lo largo de los años; había oído noticias suyas a través de otras amigas y había podido ver retazos de su vida en las fotos de Facebook de estas. Pero, dado que Blaire consideraba que ella era la parte injuriada, no tenía ninguna intención de volver arrastrándose; o eso pensaba. La muerte de Lily había cambiado eso. Lo había sabido en cuanto Kate la llamó. Había ido a presentar sus respetos a Lily. Y, una vez allí, supo que tenía que hacer todo lo posible por ayudarles a encontrar al asesino.

      Ahora que había vuelto, no solo se daba cuenta de que había estado en lo cierto con Simon, sino también de que ocurría algo entre Kate y él. Blaire siempre había estudiado a la gente; era una de las cosas que contribuía a su éxito como escritora. Los pequeños detalles contaban la historia; las miradas que se cruzaban dos personas, la elección de una frase, un sentimiento no correspondido. Desde su posición en la comida del funeral, había podido verlos a los dos con claridad y había visto a Kate dar un respingo como si se hubiera quemado cuando Simon acercó la mano a la suya, apartándola antes de colocarla en su regazo. Y luego, por supuesto, estaba la morena de la falda corta.

      Se situó junto a la ventana y contempló el puerto de Baltimore, el sol bajo de diciembre que brillaba en el agua y formaba un deslumbrante puzle geométrico. Cuando llamó para reservar en el Four Seasons, le dijeron que estaban completos, estando tan cerca de las vacaciones de Navidad. Pero, en cuanto preguntó por la suite presidencial y les dio su nombre, aquella voz plana del otro lado del teléfono se volvió animada, se disculpó de inmediato y le hizo la reserva. Había evolucionado mucho desde aquella chica joven que no encajaba en ninguna parte.

      Blaire seguía en contacto con algunas de sus amigas del colegio en Maryland. Al principio había sido duro; se conocían todas desde el jardín de infancia y ella llegó en octavo curso. Su padre le había dicho que debería alegrarse por haber sido aceptada en una escuela tan maravillosa, que le abriría muchas puertas. Enid, su nueva esposa, decía que estaba perdiendo el tiempo en su colegio público, que tendría mejores oportunidades si asistía a una de las escuelas privadas más prestigiosas del país. Intentaron que pareciera que lo hacían por ella, pero Blaire sabía la verdad: Enid la quería lejos, estaba cansada de discutir con ella por cada pequeño detalle. Así fue como se marchó a Maryland, donde no conocía absolutamente a nadie, a diez horas de su casa en Nuevo Hampshire. Y, para colmo de males, Mayfield insistió en que repitiera octavo curso, dado que había faltado a muchas clases el año anterior cuando tuvo mononucleosis. Era ridículo.

      Pero, cuando llegó a Mayfield, hubo de admitir que la escuela era preciosa; un césped tan verde que parecía de mentira, unos edificios de estilo georgiano que otorgaban al espacio un aspecto de universidad. Y las instalaciones eran asombrosas. Tenían una piscina enorme, establos, un gimnasio con todas las innovaciones y una residencia con habitaciones de lujo. Sin duda era un paso hacia delante. Además, su casa ya no era suya. El toque de Enid estaba por todas partes, con todas esas manualidades absurdas por la cocina y el salón.

      Su primer día en Mayfield, la directora le mostró las instalaciones. Era una mujer de edad indeterminada que llevaba el pelo recogido en un moño apretado, pero tenía una cara amable y una voz suave, y de pronto Blaire deseó quedarse con ella.

      La directora abrió la puerta de una clase y, cuando la profesora las invitó a pasar, la sala quedó en silencio y todas las chicas se giraron para mirarla. Llevaban uniforme: camisa blanca de botones, falda de cuadros, calcetines blancos, mocasines brillantes y chaquetas de lana azul marino. Al fijarse bien, apreció las diferencias sutiles; pendientes de plata o de oro, collares de cuentas, finas pulseras de oro. Blaire cerró los puños para ocultar sus uñas rosas descascarilladas. La directora ya le había informado de que solo se aceptaba el esmalte transparente, pero dijo que aquel día lo pasaría por alto.

      Cuando se fijó en las demás chicas, vio a Kate por primera vez. Melena rubia y brillante recogida en una elegante coleta. Un sutil brillo de labios. Ojos azules del color del Caribe; o al menos del color que mostraba en las fotos. Se dio cuenta de inmediato de que Kate era la clase de chica que caía bien a todo el mundo.

      —Bienvenida, Blaire —le dijo la profesora, y le señaló a aquella chica tan guapa—. Ve a sentarte junto a Kate Michaels. —Kate le dirigió una sonrisa y golpeó con la mano el escritorio vacío junto a ella.

      Más tarde, durante la comida, le presentó a su círculo de amigas. Todas ellas imitaron a Kate y se mostraron amables y cercanas. Selby se mostró correcta, aunque lo primero que le dijo al presentarse fue: «Soy Selby, la mejor amiga de Kate». Blaire le sonrió. «No por mucho tiempo», pensó. Y así había sido. Al poco tiempo, Kate y ella se habían vuelto inseparables.

      Las demás chicas de la escuela tardaron un poco más en aceptarla completamente. Al principio era tan ingenua como para creer que el dinero la convertiría en una igual. Su padre había ganado mucho, pero lo había hecho vendiendo neumáticos en un concesionario que había fundado veinte años antes. En Nuevo Hampshire, habían sido una de las familias más ricas de la ciudad, patrocinaban equipos de la liga infantil y el programa de mochilas de la escuela. Pero en Baltimore ya no era un pez gordo. Había tardado tiempo en entender que había una diferencia entre el dinero viejo y el dinero nuevo, entre la educación y la herencia. Pero Blaire aprendía rápido; a los pocos años, nadie que la conociera habría imaginado que no había nacido en aquel mundo.

      Pese al trágico motivo de su regreso, no podía negar que se sentía bien, muy bien, al ver que todos la miraban de un modo distinto. Ya no era una doña nadie del quinto pino que no sabía lo que era un cotillón. Gracias a la serie de detectives de Megan Mahooney que había creado con Daniel, era más famosa de lo que jamás habría imaginado. Siempre había soñado con convertirse en escritora, de modo que se había licenciado en Inglés

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