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cuidar de sí misma y de él; le hacía sentir adulta y responsable. Pero entonces todo cambió con la llegada de Enid Turner.

      Enid era una representante de ventas en la empresa de su padre que de pronto empezó a venir a cenar a su casa entre semana. Seis meses después, su padre se sentó frente a ella con una sonrisa y le preguntó:

      —¿Qué te parecería tener una nueva madre?

      Blaire había tardado solo un segundo en entenderlo.

      —Si estás hablando de Enid, no, gracias.

      —Sabes que le tengo mucho cariño —le dijo él estrechándole la mano.

      —Supongo.

      Su padre siguió hablando con esa sonrisa estúpida.

      —Bueno, le he pedido que se case conmigo.

      Blaire se levantó del sofá de un brinco y se plantó frente a él con lágrimas en los ojos.

      —¡No puedes hacer eso!

      —Pensé que te alegrarías. Tendrás una madre.

      —¿Alegrarme? ¿Por qué iba a alegrarme? ¡Nunca será mi madre! —Su madre, Shaina, era preciosa y glamurosa, con la melena larga y pelirroja y los ojos deslumbrantes. A veces jugaban a disfrazarse. Su madre fingía ser una gran estrella y ella su ayudante. Le había prometido que algún día irían juntas a Hollywood y, aunque al final se fue sola, Blaire creía que su madre volvería a buscarla cuando se hubiese asentado.

      Esperaba cada día una carta o una postal. Buscaba la cara de su madre en los carteles de cine y en los programas de televisión. Su padre no paraba de decirle que se olvidara de Shaina, que se había marchado para siempre. Pero Blaire no podía creerse que la hubiese abandonado. Tal vez estuviera esperando a triunfar antes de volver a por ella. Pasado un año sin saber de ella, empezó a preocuparse. Debía de haberle sucedido algo. Le rogó a su padre que la llevase a California a buscarla, pero él negó con la cabeza y una mirada de tristeza en la cara. Le dijo que su madre estaba viva.

      —¿Sabes dónde está? —le preguntó sorprendida.

      —No lo sé —respondió él tras una breve pausa—. Solo sé que cobra el cheque de la pensión todos los meses.

      Blaire era demasiado joven para preguntarse por qué su padre seguía pagando las facturas después de divorciarse. En su lugar, le culpó, se dijo a sí misma que estaba mintiendo para mantenerlas separadas. Su madre no tardaría en ir a buscarla, o incluso si Hollywood no era lo que ella se esperaba, tal vez volviera a vivir en casa.

      Así que, cuando su padre le dijo que había decidido casarse con Enid, Blaire se fue corriendo a su habitación y echó el pestillo. Le dijo que se negaría a comer, a dormir o a hablarle de nuevo si seguía adelante con eso. De ninguna manera la sosa de Enid Turner iba a mudarse a su casa para decirle lo que tenía que hacer. No permitiría que le arrebatase a su padre. ¿Cómo podía mirar a Enid después de haber estado casado con su madre? Shaina era animada y fascinante. Enid era vulgar y aburrida. Pero, en cualquier caso, un mes después se casaron en la iglesia metodista local con ella como testigo.

      No tardaron en convertir el cuarto de estar, donde las amigas de Blaire solían ver la tele o jugar a los dardos, en una sala de manualidades para Enid. Enid la pintó de rosa y después colgó en las paredes su «arte», una colección de simples y horribles dibujos de perritos, mientras que todos los juguetes y juegos de Blaire acabaron en el sótano.

      La primera noche tras la reconversión de la habitación, cuando Enid y su padre se quedaron dormidos, Blaire se coló en su antiguo cuarto de estar. Sacó un rotulador de la cómoda y le dibujó gafas al cocker spaniel, un bigote al golden retriever y un puro en la boca al labrador negro. Empezó a reírse en silencio, temblando con todo el cuerpo por el esfuerzo de contenerse.

      A la mañana siguiente, los gritos de Enid llevaron a Blaire hasta la habitación. Tenía los ojos rojos e hinchados.

      —¿Por qué has hecho esto? —le preguntó Enid, visiblemente herida.

      Blaire abrió mucho los ojos y puso cara de inocencia.

      —No he sido yo. A lo mejor eres sonámbula.

      —No soy sonámbula. Sé que has sido tú. Has dejado muy claro que no me quieres aquí.

      —Seguro que lo has hecho tú solo para poder echarme la culpa a mí —dijo Blaire levantando la barbilla.

      —Escúchame, Blaire. Puede que a tu padre lo engañes, pero a mí no. No tengo por qué caerte bien, pero no toleraré faltas de respeto o mentiras. ¿Entendido?

      Blaire no dijo nada y ambas se quedaron mirándose.

      —Vete —dijo Enid al fin—. Fuera de aquí.

      Cada vez que ocurría algo después de aquello, Enid la culpaba a ella. La devoción de su padre pasó de Blaire a su nueva esposa; no había hecho nada por defender a su hija, y Blaire no tardó en rechazar la idea de volver a casa, de modo que hacía cualquier cosa para evitarlo. Resultó ser una bendición que la hubieran enviado lejos; vivir con Enid durante más de un año había sido suficiente. Volvió a casa a pasar el verano después de octavo, pero en su segundo año en Mayfield, Lily la invitó a pasar el verano con ellos en su casa de la playa en Bethany, Delaware. Estaba segura de que su padre no lo permitiría, pero Lily hizo una llamada telefónica y quedó todo arreglado.

      Blaire se enamoró de aquella casa la primera vez que la vio; la vivienda de tablas de cedro tenía porches y terrazas blancas que contrastaban con la madera oscura, igual que las molduras blancas en las puertas y ventanas. Era muy diferente de la aburrida casa colonial en la que se había criado ella, donde las habitaciones eran rectángulos sosos con todos los muebles a juego. La casa de la playa estaba llena de habitaciones espaciosas de paredes blancas y enormes ventanales que daban al océano. Los sofás y sillones floreados estaban estratégicamente situados para que la vista pudiera disfrutarse estando en pequeños grupos. Pero lo más embriagador de todo era el sonido de las olas al romper y el aire con olor a mar que entraba por las ventanas abiertas. Jamás había visto una casa tan asombrosa.

      Kate le había dado la mano y la había llevado al piso de arriba. Tenía cinco dormitorios, y el de Kate, una habitación grande junto al dormitorio principal, estaba pintado de un verde mar pálido. Unas puertas de cristal daban acceso a un pequeño balcón con vistas a la playa. Toda la ropa de hogar era blanca —el dosel de la cama, las cortinas, los cojines del sillón— salvo la colcha, de un rosa intenso con sirenas bordadas. Las paredes habían sido decoradas con dibujos de sirenas y una de las estanterías rebosaba figuritas de sirena. El nombre de Kate aparecía escrito sobre su cama con un deslumbrante vidrio marino. Kate lo tenía todo; unos padres que le daban lo que deseaba, incluyendo esa casa de la playa. De pronto Blaire sintió que no podía respirar, la soledad y el vacío de su vida le robaban el aire.

      —Tu habitación es genial —logró decir.

      —No está mal —respondió Kate encogiéndose de hombros—. Bueno, soy ya un poco mayor para las sirenas. No paro de pedirle a mi madre una colcha nueva, pero a ella siempre se le olvida.

      Blaire se quedó helada. ¿Kate tenía todo aquello a su alcance y se quejaba por una estúpida colcha? Antes de que pudiera decir nada, Kate le agarró la mano.

      —Aún no has visto la tuya —le dijo. Sus ojos brillaban de emoción.

      —¿La mía?

      —Vamos. —La llevó hasta la habitación situada frente a la suya y señaló el nombre escrito sobre la cama con vidrio marino: Blaire.

      Se quedó sin habla, sin saber qué pensar o qué sentir. Nadie había hecho nunca nada tan generoso y amable por ella.

      —¿Te gusta? Mi madre vino la semana pasada y se ocupó de todo.

      Corrió hacia la ventana, abrió la cortina y se quedó decepcionada. Claro, no podía tener vistas al océano; estaba en frente del cuarto de Kate, de modo que daba a la parte delantera. Disimuló

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