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decir que le das miedo a los hombres?

      Clare dudó un momento, alterada por la proximidad del hombre. Pero tenía que reconocer que le gustaba. Se sentía cómoda al lado de Lachlan. Le gustaba sentir su brazo alrededor y oler su colonia. Le gustaba tanto que hubiera deseado estar incluso más cerca.

      –Es posible. Aunque eso nunca me ha preocupado –dijo, sinceramente.

      –A mí no me asustas. Todo lo contrario –susurró él.

      Y entonces, Lachlan la había besado por primera vez.

      El deseo que los dos habían tenido que controlar durante doce meses parecía haberse desatado y tuvieron que hacer un esfuerzo para romper aquel beso.

      El roce de la curtida piel del hombre, la fuerza de sus brazos rodeándola, su aroma masculino, todo ello la hacía sentir un deseo loco y desconocido. Lachlan encendía en ella una llama que la hacía olvidarse de todo.

      Cuando se separaron, Clare no sabía qué decir.

      –No esperaba…

      –¿Que hubiera fuegos artificiales? –bromeó él–. Yo sí.

      Dos semanas más tarde se habían convertido en amantes.

      Volviendo al presente, Clare se movía incómoda en el sillón de su despacho.

      Habían pasado seis meses desde entonces. Seis meses en los que había sido muy feliz. Seis meses en los que la atracción que sentían el uno por el otro seguía sorprendiéndola.

      Él seguía llamándola Flaca, pero sólo en momentos de intimidad, momentos en los que experimentaban una pasión que Clare había creído imposible para ella.

      Había nacido, además, una buena amistad entre ellos. Se reían de las mismas cosas y disfrutaban saliendo a pasear por la playa o subiendo hasta la cima de Lennox Head para contemplar los barcos desde allí. Pero entre ellos no había ataduras. Clare seguía trabajando tanto como antes y, si no podía salir, él no se quejaba. Y viceversa.

      Clare había visitado a menudo Rosemont, la mansión de la familia Hewitt y había conocido a Sean, el hijo de Lachlan, y a su tía May. Y a Paddy y Flynn que eran, efectivamente, del tamaño de dos ponies y tan buenos y suaves como ellos.

      Por un acuerdo mutuo del que ni siquiera habían hablado, ella nunca se había quedado a dormir en Rosemont, aunque Lachlan dormía a menudo en su apartamento. Y Clare lo prefería así. No se hubiera sentido cómoda de otra forma.

      Sin embargo, había momentos en los que, aún estando entre sus brazos, le parecía que algo no iba bien. Era extraño que un embarazo no deseado pareciera cristalizar aquel sentimiento, se decía.

      En ese momento, Clare empezó a hacerse preguntas que quizá debería haberse hecho antes. Hacia dónde iba su relación con Lachlan, por ejemplo.

      ¿Habría deseado ella, sin darse cuenta, algo más que una relación sin ataduras?

      ¿Qué ocurriría si él daba por terminada la relación, si lo que había habido entre ellos hubiera sido simplemente un paréntesis en la vida de Lachlan después de su divorcio?

      Y, por supuesto, la pregunta del millón de dólares. ¿Qué habría ocurrido para que Lachlan quisiera divorciarse de una mujer como Serena Hewitt?

      Apoyándose en el respaldo del sillón, Clare empezó a estudiar su nueva situación; una en la que no hubiera creído poder estar nunca. Porque nunca había sido capaz de creer que algún día se enamoraría tan profundamente.

      Y sabía que estaba enamorada de Lachlan, aunque no había querido admitirlo hasta aquel momento.

      Pero tenía una semana para pensar en ello con tranquilidad, se decía, mientras él estaba en Sidney de viaje.

      El teléfono sonó en ese momento y Clare se frotó la cara. Había pasado media hora y seguramente tendría cientos de llamadas que atender.

      Pero era Lachlan.

      –Clare, ¿cenamos juntos mañana? Sigo en Sidney, pero he cambiado de planes y vuelvo mañana por la tarde.

      –Claro –dijo ella.

      –¿Ocurre algo?

      La sorprendió que él fuera capaz de descubrir una nota de tensión en su voz a través del teléfono.

      –No –contestó Clare–. Nos veremos en mi apartamento, como siempre.

      –¿A las ocho?

      –Sí. Estoy… deseando verte. Adiós –dijo antes de colgar. La semana que había creído tener para pensar las cosas tranquilamente había quedado reducida a veinticuatro horas.

      Y el teléfono volvió a sonar y seguiría sonando durante toda la tarde.

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