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simpatía que tenía por ellos contrastaba con el sentimiento de rebeldía que le acometía al pensar en el gobierno al que representaba.

      Con grandes esfuerzos callaba, pero en ocasiones no controlaba sus comentarios, a pesar de saber el delito del que se le podía acusar, pero ser testigo del trato que el ejército daba a los detenidos como supuestos zapatistas lo rebasaba. Los acostaban en los camiones con las manos amarradas por detrás como si fueran animales para venta en el mercado y los encerraban en un cuarto para pacientes especiales en la enfermería bajo la vigilancia de la Policía Militar.

      Una noche se dio sus mañas para platicar con algunos de ellos. Al hablar tzeltal, se ganó su confianza. Le aseguraron no ser zapatistas y que los habían detenido sólo por su apariencia, sin orden de aprehensión ni culpa alguna demostrada. Su delito era, en realidad, ser indígenas.

      El solo portar uniforme verde olivo le incomodaba, pero debía usarlo. No tenía alternativa. Sobre todo por haber sido asignado a una base de operaciones del 20o Batallón de Infantería en el municipio de Simojovel, Chiapas, adonde se trasladó como comandante del agrupamiento de labor social.

      La mayoría de la población era tzotzil y lo primero que observó era que su trabajo serviría para las fotografías que el ejército necesitaba como propaganda en la prensa nacional e internacional. “Es un auténtico fraude”, concluía.

      Las condiciones en que daba su consulta médica eran dolorosas; no había medicamentos, y para una población que no tenía ni para comer, resultaba ofensivo, pues dejaban sus problemas de salud sin resolver. Los indígenas que acudían a consulta llegaban de muy lejos. Algunos caminaban por más de dos horas y les resultaba ominoso e incómodo estar en las instalaciones militares, por lo que al correrse la voz entre la población de la falta de medicinas, dejaron de ir. Como consecuencia, la consulta era mínima.

      Patricio se la pasaba murmurando y reprochando a cualquiera que escuchara sus inconformidades, sin darse cuenta de que la tropa y los oficiales no compartían su pensar. En su obsesión, y pasando por encima del teniente coronel de Infantería comandante de la base de operaciones, pidió enviar un radiograma a las autoridades militares solicitando dar consulta en el pueblo. Lo más alejado posible de su base, pero jamás recibió respuesta porque su petición no fue enviada.

      Decidió entonces acudir, sin autorización, al centro de salud donde le fueron proporcionadas algunas medicinas y donde los encargados del dif municipal le brindaron las facilidades para dar consulta en sus instalaciones. Entusiasmado, se entrevistó con el sacerdote de Simojovel para que se difundiera la noticia de que habría consulta médica y odontológica gratuita. El pueblo se desbordó sin miedo. Sin el temor que imponía el ejército, llegaban indígenas de lejanas rancherías y poblaciones. Patricio ordenaba a su personal no retirarse hasta terminar de atender al último paciente del día. Regresar tarde a la base era causa de discusiones con el comandante por incorporarse después de la hora de novedades vespertinas.

      Algunos pacientes se presentaban con credenciales que los identificaban como priistas exigiendo pasar primero, pero Patricio les mencionaba con enfado que todos eran iguales y que sus inclinaciones políticas no les daban prioridad. Las actitudes de Patricio eran interpretadas por sus superiores como irreverentes y disgustaban aún más al comandante, por lo que harto ya de ese “medicucho”, con gran enfado le dijo:

      —Mayor médico Rodríguez, siga así y se hará acreedor a un parte informativo que no le ayudará en nada.

      Patricio no imaginó que cumpliría su amenaza, pero así fue: el teniente coronel mandó un informe en el que lo acusaba de simpatizar con los zapatistas y bajar la moral de las tropas con sus comentarios. El fundamento de la acusación era en realidad brindar servicio médico a los indígenas a pesar de habérselo prohibido.

      A pesar de los inconvenientes originados por sus decisiones, la consulta aumentaba y cada día atendía a unas 60 personas que lo dejaban agotado física y emocionalmente. Con sentimientos de impotencia, derrotado y deprimido. El dolor de sus enfermos iba más allá de cualquier medicamento. Cada consulta era un encuentro en carne viva con la miseria humana y en sus ganas de llorar se reflejaba la injusticia social de su país.

      La mayoría de las veces se requería de un intérprete que el sacerdote de Simojovel le facilitó; una religiosa que preguntaba en tzotzil e inmediatamente traducía al español:

      —Cuusi ip chavaí, ¿qué tienes, de qué estás enfermo?

      O bien:

      —Cusii a belán, ¿cómo has estado? Cuchaal chabat a vontón, ¿por qué estás triste?

      —Ip contón.

      —Le duele el corazón.

      Patricio, acto reflejo, auscultaba el precordio y tomaba la presión arterial sin saber que, en realidad, al paciente le dolía el alma. Ésa era su enfermedad, su profunda tristeza.

      Al finalizar la labor social, Patricio regresó a Villahermosa para continuar con su trabajo en el Hospital Militar y fue ahí cuando, una tarde, mientras miraba las noticias en la televisión de la sala de espera, se anunció que el entonces presidente de México, Ernesto Zedillo, daría una importante noticia en cadena nacional.

      Todo el personal permanecía expectante mientras aparecía en pantalla el máximo jefe de la nación. Cuando finalmente la cámara captó su rostro con una fuerte mirada, el país entero escuchó: “Acabamos de descubrir la identidad del líder de los zapatistas”. Como respaldo a sus palabras se presentaron dos fotografías del susodicho, una de su etapa de estudiante y una segunda que se empalmó sobre la primera en la que aparecía con el pasamontañas que lo identificaba como el jefe del movimiento insurgente.

      El comandante supremo de las fuerzas armadas justificó entonces una nueva ofensiva militar diciendo: “Por este levantamiento armado miles de niños se han quedado sin asistir a la escuela y eso no lo toleraré”. Patricio veía la escena como si fuera en cámara lenta y de pronto, sin empacho y sin darse cuenta, dijo lo que pensaba en voz alta: “¿Escuelas? ¿Cuáles escuelas? Esto es injustificable, Zedillo fue secretario de Educación Pública antes de ser presidente y, por lo tanto, debería de saber que en Chiapas el analfabetismo es ancestral”.

      Patricio criticaba constantemente las afirmaciones pronunciadas en aquella emisión televisiva, así como las que más adelante continuaron difundiendo diversos medios de comunicación. Como resultado de su análisis, se sentía cada vez más desligado del ejército. Día a día confirmaba que el presidente Zedillo no tenía ni la más mínima idea de lo que sucedía en Chiapas y concluyó que “sus asesores, al igual que él, no saben nada y, por ende, lo malinforman”.

      Su razonamiento iba más allá. Quedaba claro que los comentarios distorsionados del jefe del Ejecutivo, así como de los miembros de su gabinete y de otros funcionarios, repercutían no sólo en las políticas del país, sino en la trayectoria de personas que dedicaban su vida a las poblaciones indígenas, como su amigo Mardonio y don Samuel Ruiz, a quien el presidente, durante una gira de visita a Sabanilla, Chiapas, en mayo de 1998, llamó “teólogo de la violencia” como parte de un discurso al que agregó: “A esos que creen que esa teología justifica la violencia, hay que decirles que están equivocados. Que rectifiquen si es que tienen una buena misión que cumplir en la Tierra”.

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