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      Por si fuera poco, el pathos humano se manifestó con profunda rabia cuando se estableció como sentencia que «nadie debe comunicarse con él [Spinoza], de palabra o por escrito, ni demostrarle cualquier caridad, ni estar con él bajo un techo, ni entrar en su compañía, ni leer ninguna composición hecha o escrita por él».89 En ese sentido, Spinoza había escrito muchos años antes que «quien investiga las verdaderas causas de los milagros y procura, tocante a las cosas naturales, entenderlas como sabio, y no admirarlas como necio, es considerado hereje e impío, y proclamado tal por aquellos a quienes el vulgo adora como intérpretes de la naturaleza y de los dioses».90 A pesar de semejantes sentencias, Spinoza mantuvo su gallardía y presteza, sin mostrar nunca «el más leve prejuicio o amargura personal por su nacionalidad, a pesar de su excomunión y de los recuerdos heredados de centurias de persecución y fanatismo».91

      Las opiniones en torno a Spinoza suelen ser muy dispares, pero siempre existe un tono de juicio riguroso respecto a su obra. Kaplan mostró cierta sintonía con la propuesta espinosista de exaltar el conocimiento y amor de Dios como motivo central al cual debe encaminarse el esfuerzo humano; no obstante, se separó conceptualmente de Spinoza al señalar que «cuando identificó a Dios con sustancia y trató la sustancia como sinónimo de toda la realidad, sobrepasó todos los límites».92 Además, reprochó al filósofo sefardita que «tuvo que negar la realidad del mal y hacer de la salvación un sinónimo de resignación estoica y de pasividad intelectual, conceptos que no están calculados para el progreso social del mundo».93 En ese sentido, de manera consecuente, la negación de un mal sustancial equivale al olvido de la opción de Dios como Salvador del mundo. Si no existe una contraparte esencial del bien, entonces el bien personalizado carece de valor en función de que no constituye una defensa, o no sirve para equilibrar a lo que es contrario de sí. De esto se desprende que se acuse al pensamiento de Spinoza por pretender una «lógica cruel en la que cada cosa simple en el universo cae dentro de un sistema causal que es Dios».94 Esta desvinculación de Dios con el hombre, así como la sepultura de la opción de una alianza con un Dios que solo habla en la naturaleza espacial, fueron aspectos claves del divorcio de Spinoza con el judaísmo más ortodoxo.

      Una opinión diversa es la que aporta Deleuze, para quien Spinoza es un intelectual que «dispone de un aparato conceptual extraordinario, extremadamente trabajado, sistemático y científico».95 Para Spinoza no había algo inapropiado en su concepción natural de la divinidad; incluso, denunció que «aquellos que desprecian completamente la razón y rechazan el entendimiento, como si estuviera corrompido por naturaleza, son precisamente quienes cometen la iniquidad de creerse en posesión de la luz divina».96 El Dios de Spinoza tendría que entenderse como un concepto concreto, el cual tampoco debe ser tomado al pie de la letra como si se tratase de la cognición más elaborada en torno a la deidad. De hecho, eso es justo lo que cada persona tiene que juzgar en relación con cualquier concepción sobre lo divino; es fundamental cuidar que nuestra cosmovisión egocentrista no distorsione la forma en que se pretende comprender a Dios, obstruyendo así la intuición o la abierta disposición al diálogo y al debate.

      V

      La elección por el pathos divino tendría que focalizar el riesgo de convertir a Dios en una imagen del hombre. En ese sentido, son diversas las condenas hacia la antropomorfización de Dios en ámbitos distintos al judaico. Según anuncia Nishitani, «para una investigación fundamental de la existencia humana, el punto de vista antropocéntrico, es decir, la concepción en la que el hombre se coloca a sí mismo en el centro, ha quedado superado».97 El filósofo de la escuela de Kioto, promotor de una filosofía centrada en la vacuidad, tampoco admite una visión lineal de la historia ni la supremacía de un pueblo sobre otro en razón de sus creencias. En sus palabras, «de acuerdo con la visión de la historia del pensamiento judaico occidental, el tiempo histórico es lineal y todo el proceso está gobernado por un ser personal. La historia está caracterizada básicamente como algo que puede ser determinado y que puede cobrar significado gracias al intelecto y la voluntad».98 En su obra La religión y la nada, Nishitani ofrece interesantes argumentos para distinguir entre las ideas de Dios y la esencia de la deidad.

      Por otra parte, desde su enfoque holístico, Wilber señala que «cualquier grupo que pretenda salvar al mundo es potencialmente problemático y, aunque muestre una apariencia altruista o idealista, está basado en un narcisismo arcaico egocéntrico, primitivo y dispuesto a lograr fines primitivos utilizando medios igualmente primitivos».99 Esto suena y es dispar a la consideración de que «el judaísmo es la fe de un pueblo y, como religión, se caracteriza, entre otras cosas, por tener fe en un pueblo, en la importancia del papel que los judíos han desempeñado y desempeñarán en la historia de la humanidad».100 Ahora bien, si la intención fuese que más personas se salven, o que se promueva de manera multitudinaria la noción de que Dios es Uno y que nos ama a todos, ¿sería procedente promover la conversión de los creyentes para que pertenecieran al judaísmo y formaran un ejército de voluntarios dispuestos a semejante y noble función? Desde luego que no, la actitud cotidiana del judío ha sido hermética respecto a su práctica, si bien lo cual puede entenderse como una elección prudente ante la constante persecución sufrida. Aun en tal consideración, ser minoría resulta conveniente en este orden de ideas, pues así se preserva la identidad de los judíos como un pueblo distinto, más aún si así lo exige la emocionalidad de Dios.

      Uno de los argumentos centrales de la defensa del judaísmo es que el supuesto egocentrismo del que se lo acusa no tiene sostén si se considera que la elección judía por el cumplimiento del plan divino representa una superación del afán personal, no solo una superación del ego, sino un reconocimiento de la trascendencia de la misión colectiva por encima de la individual. En contraposición, Nishitani señala lo siguiente:

      En la religión del pueblo de Israel, el egocentrismo del hombre como quien se antepone a Dios es rechazado como pecado. Pero el hombre que ha desechado su egocentrismo ante Dios, obedeciéndole incondicionalmente y siguiendo su voluntad sumisamente, acto seguido recobra la conciencia de ser el pueblo elegido en relación con los demás hombres. En suma, el egocentrismo aparece una vez más en este momento y en un plano más elevado como la voluntad del yo respaldada por la voluntad de Dios.101

      Visto en ese orden de ideas, la noción del pathos divino puede ocultar una clara intención de manifestar la importancia sublime de una colectividad por encima de otra, sobre todo si, desde esa óptica, la voluntad de Dios lo dispone de ese modo. Por ello, la postura que se elija luego del asombro ante lo absoluto tendría que ser sometida al análisis, si bien ningún escrutinio puede desmenuzar la experiencia de sentirse elegido de manera particular. Si la convicción de la elección sustenta todo un patrimonio cultural, será mayor la dificultad de alejarse de la consabida fe. El juicio de Nishitani es particularmente duro en este tópico: «Bajo el concepto de una elección divina se oculta la proyección directa sobre Dios del deseo del pueblo de Israel de que Dios sea severo en sus juicios con los demás pueblos. La petición inconsciente del yo de condenar a los otros pueblos se proyecta en Dios. Dicho crudamente, aquí hay un resentimiento que llega en la forma de un egocentrismo que pasa por Dios para así llegar a ser religioso».102 Puestos en esta disyuntiva, se tiene la opción de tomar lo que el judaísmo refiere como una verdad o, en su caso, según denuncia Nietzsche, reconocer su «arte de mentir santamente».103

      Varias críticas similares fueron escuchadas por Heschel en su tiempo, pero él se mantuvo en la idea de que la elección de Dios hacia Israel es verdadera; además, aseguró que «un hecho no deja de ser un hecho porque trascienda los límites del pensamiento y la expresión».104 Si bien el místico polaco sabía de las incongruencias que en el interior de su pueblo se habían vivido, mantuvo su convicción de que «a pesar de todas las faltas, las culpas y los pecados, seguimos siendo parte del Pacto».105 Por su parte, medio milenio antes, la protagonista del Elogio de la locura, obra escrita por Erasmo de Rotterdam, sentenció con frialdad que «los judíos siguen esperando todavía con suma complacencia a su Mesías, fanáticamente aferrados a su Moisés hasta hoy».106 A pesar de este tipo de críticas, Heschel consideraba que la verdad de la experiencia de los profetas hebreos no tendría que ponerse en duda, en función de que esta «no surge de un sentimiento repentino,

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