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en lo terrenal, sino por encima de la categoría de las cosas. En concreto, el Dios de los salmistas y de los profetas no podía ser equiparable a la naturaleza, sino que su posición es mucho más alta y sublime.

      La historia de los judíos está saturada de situaciones complejas y de momentos difíciles o acuciantes para el pueblo. No obstante, eso ha favorecido la germinación de un sentimiento de unión entre sí, así como de una voluntad y una solidaridad capaces de sobreponerse a pesar de las más grandes pruebas. En ese sentido, el conocimiento del sufrimiento ha forjado una íntima noción de identidad colectiva que ha persistido a lo largo de varias generaciones. Asimismo, «aunque los judíos tuvieron la capacidad de encontrar significativo su sufrimiento, entendieron que el significado no terminaba allí. Su punto culminante sería el mesianismo».4 Por tanto, la convicción de que las obras humanas son una mediación de la voluntad divina ha posicionado en cada judío convencido la notable disposición a cualificarse y a emprender caminos de mejora personal que terminan siendo fructíferos para la comunidad. De igual forma, «han continuado existiendo, pese a las increíbles desventajas y adversidades que tuvieron que confrontar y, en proporción a su número, han hecho más contribuciones que ningún otro pueblo a la civilización».5

      Tal como puede observarse, «de comienzo a fin […] la historia de los judíos es única»;6 por ello, conviene situar la atención en una de varias cuestiones que ha propiciado discusiones, disputas y debates, incluso entre los mismos judíos.

      II

      Una de las más claras aceptaciones del pathos divino se encuentra en los escritos de Abraham Joshua Heschel. En opinión del rabino polaco, considerado uno de los más encomiables pensadores judíos del siglo XX, «en el judaísmo es necesario creer en Dios, creer que la revelación de Dios está en la Torá».7 Además, en uno de los volúmenes de su trilogía titulada Los profetas, Heschel defiende el concepto del pathos divino aludiendo que «no debemos olvidar que el Dios de Israel es más sublime que sentimental, ni debemos asociar lo bondadoso con lo apático, lo intenso con lo siniestro, lo dinámico con lo demoníaco».8 Por tanto, su primer argumento a favor de la emocionalidad de Dios consiste en desmitificar la emoción misma, destituyendo las opiniones que hacen de ella algo inferior o poco propio para la divinidad.

      El prominente rabino conocía el argumento de Filón, consistente en que «las Escrituras describen al Ser divino en términos humanos para educar al hombre»,9 lo cual explicaría la descripción emocional que Moisés realizó al referirse a Dios. Sin embargo, si bien podría comprenderse el recurso didáctico del primer liberador del pueblo hebreo, en Heschel la noción del pathos divino no se limita a una especie de metáfora, sino que constituye el lazo esencial que vincula a los profetas con Dios. Visto así, «no hay una fusión real del profeta con lo divino, solo una identificación emocional con el pathos de Dios».10 La identificación de los profetas con la emoción de Dios no es de orden intelectual, sino que genera en ellos un arrebato pasional que difícilmente podría ser reducido al ámbito conceptual.

      La resonancia de la emoción divina en los profetas no se restringe a la experiencia de emociones agradables, sino que «hay […] muchas y variables formas de pathos, tales como amor e ira, dolor y alegría, misericordia y cólera».11 Asumir la emocionalidad de Dios llevó a Heschel a encontrar el conector entre lo divino y los profetas; en tal punto, era menester defender el acto profético, así como su mensaje. En palabras del pensador judío, «la experiencia profética es la experimentación de una experiencia divina, o el darse cuenta de haber sido experimentado por Dios».12 No se trata, por tanto, de una elección personal o de hacer distintas cosas para volverse un profeta, sino que existe una elección divina que, en ocasiones, puede no resultar tan placentera para el elegido.13 Aun así, la experiencia profética, consistente en la convergencia con el pathos divino, no palidece el ejercicio pensante del profeta, quien «agobiado por la mano de Dios puede perder el poder de la voluntad, pero no el de la mente».14

      Según lo percibe Heschel, la crítica al papel de los profetas, así como los pronunciamientos en torno a su eventual desquicio mental, están delineados por el error de no conducirse de manera respetuosa ante su legado. El filósofo hebreo defiende su postura al afirmar que «la apreciación estética se convirtió en un sustituto de la creencia en la inspiración divina»,15 como si el hecho de conmoverse ante algo que nos parece bello no tuviese un sustento en una instancia transpersonal. Además, Heschel alude a que el «momento de la actividad artística en que de un vago estado de ánimo creador surge repentinamente, como si fuera por iluminación, la clara conciencia de los caracteres esenciales de la obra proyectada»,16 no puede explicarse como algo que se delimita en la estructura física de nuestro cerebro.

      Ante la crítica de que los profetas eran eficientes oradores que no ofrecían un mensaje derivado de una instancia transpersonal, el rabino cuestiona: «¿Es históricamente correcto ver al profeta como un demagogo que no vaciló en condenar a otros por proclamar en nombre de Dios palabras que surgieron de su propia mente, mientras que él mismo estaba utilizando el mismo artificio?».17 Con esta pregunta, el rabino intenta validar la autoridad moral de los profetas, al tiempo que señala que el argumento central de sus críticos no es comparable al que los profetas utilizaban para señalar las artimañas de los que se proclamaban intérpretes de la palabra divina. En todo caso, los profetas ofrecían un tipo de mensaje alternativo y no se contentaban con desacreditar; por su parte, la crítica que se ha hecho a los profetas no ofrece ningún mensaje que sustituya el que ellos presentan, puesto que se centra en proclamar la imposibilidad de cualquier tipo de profecía.

      De acuerdo con la apreciación de Levenson, en relación con el punto de partida de la teología de Heschel, «uno no puede dejar de detectar el regreso de poderosos fragmentos de la piedad jasídica de sus orígenes, solo que ahora aparecen en el lenguaje del pensamiento occidental para una realidad social y religiosa occidental».18 En su labor académica y religiosa, Abraham Joshua mostró un claro interés por los alcances de otros judíos que, así como él, habían incursionado en el mundo de la filosofía occidental. Uno de ellos fue Maimónides, a quien incluso dedicó un ensayo completo.19

      III

      Heschel consideró a Rabí Moisés Ben Maimón (Maimónides) como «uno de los más grandes eruditos de la ley de todos los tiempos».20 El primero manifestó de manera constante una amplia admiración hacia la obra del segundo y admitió que «las obras que vieron la luz entre los años 1135-1204 resultan tan increíbles que casi sentimos la tentación de creer que Maimónides fue el nombre de toda una academia de eruditos y no el nombre de un solo individuo».21 Entre las principales cosas que Heschel rescata del pensamiento del filósofo sefardita se encuentra la convicción de que «la contemplación y el conocimiento son las causas del amor»,22 de modo que en la medida en que se tiene un mejor y más agudo conocimiento de la realidad, de las personas y de la vida, más puede amarse a cada una de ellas. Del mismo modo acontece con la vivencia del amor a Dios, la cual resulta proporcional a la captación o conocimiento del amor de Dios hacia lo humano.

      Enfatizando la importancia de vincular el estudio con la piedad, Heschel expresó de Maimónides que «su vida interior estaba llena de búsqueda, indagación, esfuerzo y autocuestionamiento».23 Esto es congruente con la base del credo maimonideano, el cual encuentra sustento en la certeza de que «la realidad última cobra expresión en las ideas».24 Por ende, para Rabí Moisés Ben Maimón, los profetas generaban su nexo íntimo con Dios a partir de cierta comprensión de Él. Si bien Maimónides no creía que los profetas fueran intelectuales superdotados, tampoco negó la importancia de su raciocinio. Así, «lejos de suponer la cesación de la facultad de razonamiento, destacó, por el contrario, el papel de la capacidad intelectual del profeta».25 Ningún individuo podría estar facultado para comprender la profundidad de Dios. Según lo piensa Maimónides, y lo reitera Heschel, «el hecho de que el hombre se encuentre dentro de un cuerpo impide que la mente capte lo que está por encima de la naturaleza».26 Este sería, en efecto, un aspecto que Maimónides llevó al extremo y lo persuadió de que Dios no podría tener cuerpo, puesto que, de ser así, se encontraría tan limitado como el hombre, por derivación de la imperfección de su corporalidad y la lejanía que esta

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