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      LOS MOTIVOS DE AURORA

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      ERICH HACKL

      LOS MOTIVOS DE AURORA

      TRADUCCIÓN DE JOSÉ OVEJERO

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      SENSIBLES A LAS LETRAS, 58

      Título original: Auroras Anlaß, 1987

      Primera edición en Hoja de Lata: enero del 2020

      © Diogenes Verlag, 1987

      © de la traducción: José Ovejero, 2019

      © de la imagen de la portada: Puri Salví, 2019

      © de la fotografía de la solapa: Gustav Eckart

      © de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2020

      Hoja de Lata Editorial S. L.

      Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]

      [email protected] / www.hojadelata.net

      Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.

      Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

      ISBN: 978-84-16537-75-4

      Producción del ePub: booqlab

      La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

      Un recurso terrible contra las personas extraordinarias consiste en hundirlas tan profundamente dentro de sí mismas que sólo puedan volver a emerger con una erupción volcánica.

      GUNTRAM VESPER,

      Al norte del amor y al sur del odio

      1

      Un día, Aurora Rodríguez comprendió que tenía que matar a su hija. Entró en el dormitorio, sacó de la mesilla de noche una pistola que había comprado meses atrás por si debía proteger la vida de Hildegart, cargó el arma, quitó el seguro y se dirigió sin titubear a la habitación de la hija. Cerró suavemente la puerta a sus espaldas, tanteó en la oscuridad para encontrar la lámpara, que estaba junto a la cama, sobre una mesita baja atestada de libros y periódicos, y realizó cuatro disparos. Los dos primeros proyectiles, mortales ambos según el ulterior dictamen de los forenses, atravesaron el corazón de Hildegart; los dos últimos los disparó desde tan cerca que quemaron la piel de la sien derecha y chamuscaron un rizo de los cabellos castaños de su hija. Antes de abandonar la habitación, Aurora apagó la luz y subió las persianas. Entonces introdujo la pistola en el bolso, se vistió y salió de su casa.

      En la escalera se encontró con Julia Sanz, la criada, que media hora antes había salido a pasear los perros de su señora. Aurora Rodríguez le dijo que no iba a regresar y que ella, Julia, tal como habían acordado unos pocos días antes, debía dejar a los perros esa mañana al cuidado de la señora Carbayo Orenga. Julia Sanz no concedió mayor importancia a las palabras de la mujer, ya que supuso que se iba con su hija a Mallorca, un viaje que habían mencionado últimamente con frecuencia. Sólo preguntó si la vecina había recibido el dinero que le correspondía por ocuparse de los animales (cuatro pesetas al día). Aurora Rodríguez asintió y acarició a los perros antes de proseguir su camino. En cuanto abrió la puerta de la casa, a Julia Sanz le llamó la atención el fuerte olor a pólvora.

      Aurora Rodríguez se dirigió sin demora al bufete de un abogado al que conocía bien y confesó su crimen. Completamente atónito, el abogado, un destacado político socialista radical que pocos meses después sería nombrado Ministro de Justicia, accedió a acompañarla al Juzgado de Guardia, donde Aurora Rodríguez se entregó a las autoridades.

      A pesar de sus dudas sobre la veracidad de la autoinculpación —dudas alimentadas por lo notorio de la estrecha y armónica relación entre Aurora y su hija Hildegart—, el juez fue a la casa de la mujer, acompañado por el forense que estaba de servicio. Allí se encontraron ya con dos policías, a los que había llamado la criada que, muy trastornada, sollozaba sin parar.

      Aurora Rodríguez fue internada después de los primeros interrogatorios en la cárcel de mujeres de Quiñones, en el centro de Madrid; era hija de Aurora Carballeira, una maestra que sin embargo no ejerció jamás su profesión. La madre, de acuerdo con las declaraciones realizadas durante el juicio, nunca le dio muestras de cariño; había muerto veintinueve años antes, después de lo cual Aurora fue la única de los cuatro hermanos que se quedó en la casa familiar. Allí pasó los tres años siguientes en compañía del padre, hasta que la muerte se llevó también a su último pariente cercano.

      Este, abogado y procurador de los tribunales, estaba muy considerado en Ferrol, importante ciudad portuaria en el noroeste del país, aunque sus vecinos no podían negar que tendía a hacer afirmaciones algo excéntricas. Por ejemplo, parece que en las tertulias en las que participaba con sus amigos y conocidos en el Casino de su ciudad había expresado comprensión hacia las ansias de libertad de los pueblos de Latinoamérica que se encontraban bajo administración española. También había adoptado una postura sobre la guerra naval contra los Estados Unidos que de ninguna manera podía compartir la mayoría de los ciudadanos, mucho menos los ediles y los notables de la ciudad. Es cierto que consideraba que aquella potencia enemiga suponía un peligro no sólo para la seguridad nacional, también para la humanidad en su conjunto, pero al mismo tiempo señalaba que sus simpatías no recaían sobre la armada española, sino sobre los grandes héroes libertadores Maceo y Rizal. Cuando por ese motivo sus contertulios le acusaban de falta de patriotismo, él respondía que todos los grandes hombres de la Historia, daba igual de qué origen, siempre habían puesto la libertad por encima de las mezquinas disputas entre naciones.

      Además, no entiendo que se defienda con tal vehemencia la razón de Estado precisamente en Galicia, una de las regiones más pobres y deprimidas. Y son precisamente los hijos de esta tierra, sus agricultores y pescadores, quienes sirven a la patria como carne de cañón frente al enemigo.

      Entonces los otros hombres callaron, y también enmudeció Francisco Rodríguez. Intuía vagamente que se había atrevido a pisar un terreno en el que era aconsejable la cautela.

      Cuando en 1898 los restos de la derrotada flota española atracaron en Ferrol, después de la pérdida de las colonias de ultramar Cuba y Filipinas, Aurora pudo acompañar a su padre al muelle. Se mantuvo temerosa y en silencio ante los altos costados de los buques, y tuvo una sensación extraña cuando Francisco Rodríguez se quitó el sombrero antes aquellas figuras demacradas y andrajosas. Salvo ellos y unas mujeres vestidas de negro, campesinas del interior que aguardaban desesperadas a ver aparecer a uno de sus hijos, nadie había ido a recibir a quienes regresaban de la guerra.

      De desagradecidos está el mundo lleno, dijo el padre. Que Aurora se grabase bien ese día en la memoria; porque ella viviría tiempos, o al menos así lo esperaba, en los que los humillados obtendrían justicia. En los que tendrían que rendir cuentas los banqueros que se habían enriquecido con esa guerra, los obispos que bendijeron los buques, y los almirantes que daban sus órdenes a la Armada estando ellos a cubierto en Madrid.

      La muchacha buscaba la cercanía del padre. Francisco Rodríguez había renunciado a dirigir los asuntos de su propia casa para permitirse el ocio necesario, al terminar su jornada, para reflexionar sobre sus ideales respecto a cómo mejorar el país. La madre era impaciente, dura y malhumorada. Se afanaba por llevar una vida acorde con el modelo de otras familias, como las de médicos, oficiales de alto rango y terratenientes. Los domingos obligaba a sus cuatro hijos a ir a misa, encargaba a los criados tareas

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