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que es fuente, origen, principio y raíz del valor. Figura ejemplar de la democracia relativista y vacía: eso es Pilato. Como tal desdeña apoyarse en la verdad o en el bien. Su único sostén son los procedimientos. A Kelsen no parece inquietarle que el demócrata Pilato, que obra con pulcra exquisitez democrática, sin remilgos morales, atento solo a las formas, se lleve por delante la vida de un inocente. Como no existe más verdad ni más bien que los de la mayoría, carece de sentido preguntarse si son justos o legítimos. Para enviar a un justo a la muerte tan solo hace falta contar con el beneplácito mayoritario, es decir, tener apoyos suficientes. Kelsen llegó al extremo de defender la necesidad de imponer, con sangre y lágrimas si hiciera falta, la certeza relativista. Es preciso creer firmemente en la necesidad de no creer en nada. He ahí el superficial imperativo democrático[3].

      Muy parecida es la actitud de Rorty. Es tan relativista como la de Kelsen y aún más huera. Al valor le resulta imposible levantar cabeza, ahogado ahora en un mar de frivolidad, futilidad, ligereza, insubstancialidad e intrascendencia. Tras el ocaso de la utopía comienza a propagarse un frívolo nihilismo de funestas consecuencias. Spaemann cree que Rorty es el principal defensor de la utopía banal y el más encendido propagador de un tipo de sociedad liberal en la que no tienen cabida los valores absolutos, las convicciones firmes y los principios incondicionados. El único valor incuestionable es el bienestar. La invitación paulina «aspirad a los bienes de arriba», es sustituida por la nietzscheana «permaneced fieles a la tierra».

      Kelsen y Rorty propugnan una democracia y una libertad vacías. La primera no tiene otro cometido que asegurar la división y transmisión del poder, y la segunda persigue crear un ámbito social sin obstáculos que permita al individuo moverse en todas las direcciones posibles. Aquella renuncia a llenarse de contenido comprometiéndose con la dignidad del hombre y los derechos humanos. Esta repudia su entraña ética, se abastarda y envilece, se convierte en una actitud de permanente indecisión —cree que si se usa se gasta— y desiste de convertirse en estilo de vida. Se entiende la inquietud de Hölderlin cuando pregunta «¿quién comprende esta palabra?».

      La artificiosa enemistad entre moral y democracia descansa en un profundo desconocimiento de la esencia de la ética, que es la forma genuinamente humana de habérselas con el tiempo. El hombre es ético por ser constitutivamente temporal. Contemplada como singularidad impar de la existencia temporal, la ética es el modo humano de ganar tiempo. Vivir éticamente significa sentirse calurosamente invitado a no retrasar innecesariamente la tarea de llegar a ser lo que somos, a no dejarlo pasar lerdamente —actitud que suele ir acompañada del deseo banal de recuperarlo—, a no gastarlo en cosas inútiles para realizar la gran faena de la existencia. La ética es el modo humano de vencer el tiempo y contrarrestar la erosión causada por su curso imperturbable, la forma de usar el tiempo para desarrollarse completamente y desplegar todas las dimensiones humanas. El crecimiento orgánico acaba. Buena parte ocurre ya durante la embriogénesis, en el periodo que va desde la formación del cigoto hasta el nacimiento. En el seno de la madre el niño se dedica a ganar tiempo haciéndose a sí mismo. Después de nacer, el crecimiento continúa durante muchos años. Se adiestra el cuerpo, se robustecen los músculos, se agilizan los miembros y se adquieren reflejos para gobernarlo con maestría. Se cultiva el lenguaje, se fortalece la imaginación, se aprehende la belleza y se descubre el amor. Más tarde o más temprano el crecimiento biológico se acaba. La formación de circuitos neuronales termina y el desarrollo muscular también. Pero el perfeccionamiento del hombre como hombre es infinito. La tarea de llegar a ser el que somos es interminable. Cuando no se renuncia a cumplirla, no se arroja la toalla ni se declara el fin de las ilusiones, la vida humana progresa, se avalora, evoluciona, madura, se agranda, se despliega y crece. Es, pues, constitutivamente ética. La eticidad humana convierte al hombre en un ser abierto a un amplísimo futuro cargado de posibilidades, activo y audaz para encauzar originalmente su vida por sendas inéditas, alejadas de lo trillado y consabido, y singular para rebelarse contra cualquier caprichosa regla obligatoria.

      Lo bueno, el valor en general, es un horizonte de incondicionalidad. Su carácter absoluto se trasluce en la imposibilidad de reemplazarlo por cualquier otra cosa. Al enfrentarse con el problema de la bondad de las acciones. Platón se limitó a decir que son buenas por la bondad, es decir, incurrió en tautología inevitable. Por su parte, el filósofo inglés Moore, que se ocupó esmeradamente de traducir «bueno» por otro contenido equivalente, acusó a los intentos en tal sentido de cometer falacia naturalista por su impotencia para sustituir adecuadamente «bueno» por cualquier otra propiedad. La razón de la incompatibilidad está en que el punto de vista moral no es una perspectiva nueva que se añada a las demás, sino la que establece la correcta ordenación de todas ellas. El punto de vista moral abre un horizonte de incondicionalidad que marca la frontera de los pactos posibles. Condenar al inocente, torturar al prisionero, utilizar en beneficio propio las posibilidades inmensas del poder, quitar la vida a un hombre o privarlo de sus derechos inalienables —aquellos que le pertenecen por su condición de ser personal— son acciones reprobables de suyo. Ninguna situación histórica, particularidad cultural o razón política pueden eliminar su ignominia.

      Despojar a la bondad

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