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aprendían a nadar y a sumergirse, familiarizándose con el agua. Como se ve, entre los antiguos helenos la natación era una actividad tan popular que para indicar que alguien era un rústico, un salvaje sin cultura, lo que hoy denominamos analfabeto, se decía despreciativamente de él: «no sabe nadar ni leer». Y vemos que Platón (355 a. C.) en su capítulo Leyes (III, 689) dice: «¿Debería confiarse un cargo oficial a personas que son el contrario de gente culta, los cuales, según el proverbio, no saben ni nadar ni leer?».

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       Figura 1.6.

       Nadador griego. (Camiña et al., 2000)

      En Esparta, jóvenes laconios realizaban un violento espectáculo en el que, aun no siendo la principal parte de la actuación la natación, era preciso saber nadar. Colocados dos bandos en un puerto rodeado de canales, se abalanzaban uno contra otro atacándose bravamente y luchaban a manos limpias tratando de echar a los contrarios, uno detrás de otro, al agua; esta competición terminaba con el triunfo del bando en que quedaban más luchadores sin ser arrojados al agua.

      Tisandro, hijo de Cleócrito, fue un célebre pugilista que vivió en uno de los promontorios de la isla de Naxos y, según Pausanias, uno de los eternos vencedores de los Juegos Olímpicos (Olimpiadas 61, 62 y 63, del 540 al 528 a. C.) que conservaba su salud y se mantenía en plena forma por nadar diariamente hacia el mar abierto, extendiendo los brazos que, ejercitados así, se conservaban en buen estado, ágiles y flexibles, lo mismo que su cuerpo, para su deporte favorito. Añade Filóstrato (Gimn. XLIII) que estos atletas antiguos, para adquirir, incrementar y conservar la salud y hacerse resistentes se bañaban en arroyos y fuentes, y dormían al aire libre sobre la tierra, atenuando su dureza con pieles y hierbas cortadas.

      Herodoto (VIII, 89), hablando de la batalla de Salamina (480 a. C.), dice: «En aquella tan dura batalla murió el general Ariabignes, hijo de Darío y hermano de Jerjes; murieron igualmente muchos oficiales de renombre, tanto de los persas como de los medos y demás aliados. Pero a pesar de que el encuentro fue desfavorable para los griegos, perecieron bien pocos helenos, porque éstos sabían nadar bien, y si alguna de sus naves se hundía, los que no perecían en la propia acción llegaban a Salamina o a alguna de sus pequeñas islas próximas nadando, mientras que muchos bárbaros, por no saber nadar, fallecieron ahogados».

      Los griegos, una vez que llegaban a Salamina o a otra isla, descansaban y se volvían a convertir en combatientes y enemigos, y volvían a luchar. Jenofonte, en su libro sobre la expedición de Ciro el Menor, dice que la maestría de la natación ha sido exaltada entre los griegos y en general así ha sido en todos los países conquistados.

      Los atenienses, y sobre todo los habitantes de la isla de Delos, fueron considerados durante largo tiempo como los mejores nadadores. La habilidad de estos últimos, sobre todo, se hizo proverbial. Sócrates, un día, viéndose ante sus alumnos en dificultades para explicar unos pasajes del filósofo Heráclito, tan raros y liados, exclamó: «Para poder orientarse entre tanto atranco haría falta ser nadador de Delos». Y es así mismo bien conocida la poética historia de Leandro y Hero. Esta famosa leyenda helénica nos transmite la que tal vez sea la primera noticia de una hazaña de natación de fondo. Leandro, por nacimiento, no podía considerarse un nadador de Delos, pero demostró serlo, hasta quizá mejor. Se había enamorado de una hermosa sacerdotisa dedicada a Venus a quien contemplara en una de las ceremonias anuales a la que él había acudido. Ambos, aunque eran griegos, vivían a cada lado del Helesponto; ella resultaba ser europea, de Systos, y él asiático, de Abydos; casi vecinos enfrentados, y sólo separados por un brazo de mar. Este buen brazo de mar será para nosotros objeto de especial atención, así como el amor (uno muy fuerte debió ser) ha sido el que preocupó y sigue preocupando hasta nuestros días a los poetas, empezando por inspirar al griego Antipatros, Virgilio (25 a. C.), y después a Publio Ovidio Nasón, unos versos en su Heroidas (10 d. C.), a Marco V. Marcial (70 d. C.), y a muchos otros.

      La familia de Hero se oponía a esos amores, y también su condición de sacerdotisa. Leandro cada anochecer atravesaba el estrecho a nado, guiado por una antorcha que su amada encendía cada noche en lo alto de una torre, donde ansiosa lo esperaba. Y volvía de su aventura antes de cada amanecer. Llegado el invierno y los malos tiempos, Hero ponía especial atención en cubrir la antorcha con su manto, con el fin de que el violento viento no la apagase. Pero una noche, funesta noche, bien porque no la encendiera por olvido, bien porque se apagara por negligencia o se acabara el aceite, y azotado por tempestuosas olas y agotado de luchar, sin norte, en la oscuridad, Leandro sucumbió. Aquella noche no subió a la torre. Inútilmente esperó Hero por él durante el resto de ella. Sólo con los primeros rayos de luz del día vio con horror a su amado Leandro flotando al pie de la torre, ahogado. La infeliz y bella mujer se percató de lo que había sucedido y, alocada en su terrible desesperación, se precipitó desde lo alto de la torre hundiéndose en el mar. Se dice que ambos cuerpos aparecieron juntos. Así después de la muerte lograron los dos amantes unidos verse como antes, burlando su infausta suerte. Esta leyenda también inspiró obras de bastantes artistas (grabadores, pintores, numismáticos, etc.); entre ellas citaremos la pintura mural de Pompeya (80 a. C.) y así mismo el hermoso bajorrelieve de Gasc que se puede admirar en el museo de Luxemburgo, de París.

      Los judíos, vecinos de los fenicios, utilizaron las habilidades y artes marineras de éstos.

      El polígrafo deportivo español Lladó afirma que los antiguos íberos (vascones) en alguna ocasión son mencionados por los historiadores como buenos nadadores y que los cartagineses y los romanos los emplearon en sus legiones por tal habilidad.

      El pueblo cartaginés, que trajo de cabeza al Imperio Romano durante muchos años, era, además de muy comerciante, eminentemente guerrero, y a medida que se desenvolvía y realizaba conquistas fue formando una flota comercial importante y otra no menos de marina de guerra, para lo cual fue necesario realizar obras de construcción de grande envergadura y dragar puertos, con el objeto de que sus barcos no sufrieran averías o se hundieran al entrar o salir de los lugares de embarque y desembarco, así como también los que escogían para refugio seguro. Según el escritor romano Apiano (150 d. C.), sabemos que existían en Cartago dos puertos vaciados por el esfuerzo humano, el puerto comercial y el militar, y en medio de los dos existía una isla donde estaba instalado el Almirantazgo. El Estado estimulaba a la juventud para que practicara los ejercicios náuticos que servían de preparación a futuros marineros hábiles y audaces, hombres sanos y robustos. De entre éstos, tras realizar estudios especiales, salían los componentes de los formidables equipos de buceadores que eran nadadores y trabajadores de agua; los mejores de ellos terminaban siendo los profesores de los nuevos aspirantes del genio marítimo de la brava pequeña nación: Dido, los Amílcar, Asdrúbal y Aníbal. Los nadadores-buceadores con su destreza y valor debían suplir los trabajos de superficie y los submarinos, lo mismo en los bloqueos que en los asaltos de puertos de mar. También sus enemigos, los sicilianos, dieron prueba de su buena clase como nadadores en la guerra contra Dionisio, el antiguo tirano de Siracusa, que tirados al mar para no caer en las manos del general Himilcon (399 a. C.) fueron muchos, al parecer, los que alcanzaron a nado las costas de Italia.

      Entre los romanos la natación formaba parte de la educación de los jóvenes de ambos sexos. Eran así mismo buenos nadadores, serios, sin fantasía y sobrios soldados. Su sentido de lo útil nunca los llevó a una dedicación tan intensa a otros ejercicios atléticos que fueron de predilección para los griegos. Ellos entendían el lado práctico de la natación y la ejercitaban con asiduidad y entusiasmo. En el siglo III a. C., instalaron una piscina a la que llegaba el agua conducida por acueductos.

      Los romanos aprovecharon siempre que pudieron la destreza de los bárbaros en la natación, llevándolos en el ejército en el cuerpo de vanguardia y utilizándolos en los ataques, desembarcos y otras difíciles y peligrosas acciones.

      Sorano (117 d. C.) fue el más famoso nadador bárbaro entre

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