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y cortés hacía lo posible por entablar conversación. Ya le había enseñado a su tía el lugar donde habían encontrado el erizo muerto y el arbusto en el que había anidado el zorzal la pasada primavera, de modo que cuando se acercaban al mojón, le explicó que el rumor lejano que se oía era el tren pasando por el viaducto.

      —Tía Jenny —dijo él—. ¿Cómo es Oxford?

      —Bueno, hay muchos edificios viejos, iglesias y universidades adonde van los hijos de la gente rica cuando se hacen mayores.

      —¿Y qué cosas aprenden? —preguntó Laura.

      —¡Oh! Latín y griego y cosas así, supongo.

      —¿Todos van allí? —preguntó Edmund con gran seriedad.

      —Pues no. Algunos van a Cambridge, donde también hay universidades. Unos van a una, y los otros, a la otra —respondió la tía con una sonrisa en los labios que parecía decir: «¿Cuál será la próxima pregunta que harán estos chiquillos?».

      El pequeño Edmund, de cuatro años, reflexionó unos instantes, y después preguntó con curiosidad:

      —¿Y a cuál de las dos iré yo cuando crezca, a Oxford o a Cambridge?

      Y su expresión de inocente buena fe impidió a tiempo que su tía se echara a reír.

      —Tú no irás a la universidad, mi pobre hombrecito —le explicó—. Tendrás que ponerte a trabajar lo antes posible, en cuanto acabes la escuela. Pero si dependiera de mí, desde luego que irías a la mejor facultad de Oxford.

      Y durante el resto del paseo los entretuvo contándoles anécdotas sobre la familia de su madre, los Wallington.

      Y, sin embargo, ella era inteligente y había recibido una educación por encima de la media para su posición social. Había nacido y se había criado en una casa junto al cementerio en un pueblo cercano, «exactamente igual que la niñita del poema de Wordsworth Somos siete», solía decirles a sus hijos. Cuando era pequeña y vivía en la casa junto al cementerio, el titular de la parroquia era un hombre muy viejo con el que todavía vivía su hermana, aún mayor que él. La anciana dama, que se llamaba miss Lowe, le había cogido mucho cariño a la preciosa chiquilla de hermosa melena que vivía en la casa junto al camposanto y la invitaba a visitarlos en la rectoría todos los días al salir de la escuela. La pequeña Emma tenía una dulce voz y se suponía que el motivo de sus visitas era recibir clases de canto. Sin embargo, también había aprendido otras cosas, incluidos los modales del viejo mundo y a escribir con una anticuada caligrafía de delicadas letras, con arabescos y alargadas eses, igual que antes lo había hecho su maestra y tantas jóvenes damas instruidas durante el último cuarto del siglo dieciocho.

      La señorita Lowe tenía por aquel entonces casi ochenta años, de modo que llevaba mucho tiempo muerta cuando Laura, con dos años y medio, había acompañado a su madre a visitar al ya muy anciano rector. Aquella visita se convirtió en uno de sus primeros recuerdos, que sobrevivió al paso del tiempo en forma de una nítida imagen del crepúsculo en una habitación de paredes verdes y la rama de un árbol que rozaba el exterior de la ventana. Con más claridad si cabe recordaba también un par de manos temblorosas y surcadas por hinchadas venas que colocaron algo frío, suave y redondo sobre las suyas. Tiempo después supo cuál era aquel objeto frío y redondeado. Al parecer, el anciano caballero le había regalado una jarrita de porcelana que había pertenecido a su hermana en sus días de enfermera. Durante años estuvo colocada sobre la encimera de la chimenea de la última casa, una antigua y delicada pieza decorada con el dibujo de un denso y verde follaje sobre un fondo de translúcida blancura. Tiempo después se rompió; algo que no solía suceder en un hogar tan ordenado. Pero Laura conservó en su memoria el recuerdo del dibujo durante el resto de su vida y a veces se preguntaba si sería esa la causa de su inagotable amor por cualquier combinación del blanco y el verde.

      Su madre les hablaba a menudo a sus hijos sobre la rectoría y también sobre su propio hogar junto al cementerio; y de cómo el coro, en el que su padre tocaba en violín, solía llegar con todos sus instrumentos para practicar allí al anochecer. Sin embargo, prefería contarles historias sobre la otra vicaría donde ella había trabajado como niñera. La vida era austera y el vicario era pobre, pero en aquellos tiempos podían permitirse tener tres doncellas, un cocinero, una joven ama de llaves y a la niñera Emma. Sin duda toda esa gente debía de ser necesaria en una antigua casa tan grande y laberíntica, donde vivían el vicario y su esposa, sus nueve hijos, las tres doncellas y frecuentemente tres o cuatro alumnos. «Pasábamos momentos tan felices allí, tan divertidos —solía contarles a sus hijos—. Todos nosotros. La familia, las doncellas y los alumnos cantando canciones en el salón al caer la noche». Pero lo que más emocionaba a Laura era pensar que por muy poco había estado a punto de no haber nacido. Unos parientes de la familia que se habían instalado en Nueva Gales del Sur estaban de visita en Inglaterra y a punto estuvieron de convencer a Emma para que los acompañara en su viaje de regreso. De hecho, ya estaba todo organizado cuando comenzaron a hablar de las serpientes que, según contaban, infestaban su jardín y los alrededores de su casa en Australia. «Entonces —había dicho Emma—, será mejor que no vaya, porque me aterran esas horribles criaturas». De modo que no se marchó y en lugar de eso se casó tiempo después y se convirtió en la madre de Edmund y Laura. Pero al parecer la atracción que sintió por Australia era auténtica, o en cualquier caso algo tenía que atrajo a sus descendientes, pues de la siguiente generación su segundo hijo varón se convirtió en granjero frutícola en Queensland; y, en la siguiente, un hijo de Laura trabaja actualmente como ingeniero en Brisbane.

      Los pequeños Johnstone siempre fueron usados como ejemplo para los niños de la última casa. Siempre se portaban bien los unos con los otros y eran obedientes con sus mayores, nunca iban sucios ni eran ruidosos o desconsiderados. Quizá tras la partida de Emma empezaron a consentirlos, pues Laura recordaba la ocasión en que su madre la había llevado a conocerlos, antes de que abandonaran la región para siempre, y uno de los niños le había tirado del pelo, no dejaba de hacerle muecas e incluso había enterrado su muñeca bajo un árbol del jardín después de atarle al cuello un mandil del cocinero como si fuera una sobrepelliz.

      Miss Lily, la mayor de las hijas, que tenía entonces unos diecinueve años, las acompañó a pie durante unos kilómetros en su camino de vuelta a casa y después había regresado sola al anochecer (¡de modo que las jóvenes damas victorianas no estaban tan controladas como ahora se suele pensar!). Laura recordaba el leve murmullo de la conversación a sus espaldas mientras iba subida en la parte frontal del carricoche durante un trecho del camino y contemplaba el paisaje con las piernas colgando sobre la rueda delantera. Al parecer, un tal sir George y un tal señor Looker le prestaban «especial atención» en aquella época, y sus respectivos avances y su rivalidad constituían el eje de la conversación entre las dos mujeres. De cuando en cuando miss Lily protestaba: «Pero, Emma, sir George me prodiga muchas atenciones. Mucha gente se lo ha comentado a mamá». Y Emma decía: «Pero, miss Lily, querida, ¿crees que es un hombre serio?». Quizá lo fuera, pues miss Lily era una joven bonita. En cualquier caso, fue así como la señora Looker llegó a convertirse en una especie de hada madrina para los niños de la última casa. Todas las navidades recibían un paquete con libros y regalos. Y, aunque ella nunca volvió a ver a su antigua niñera, ambas seguían carteándose regularmente durante la década de mil novecientos veinte.

      Alrededor de la aldea jugaban muchos niños pequeños, demasiado jóvenes para asistir a la escuela. Cada mañana sus madres los envolvían en algún viejo chal que les cruzaban sobre el pecho y después anudaban con firmeza a la espalda,

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