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lo narrado y el lugar donde sucede, una de esas simbiosis que cuando ocurren tienen algo de invocación y encantamiento.

      Los recuerdos de Xavier se agolpan, se mezclan unos con otros. Comenzó hablándome del cementerio laico y con él retrocedió a sus juegos de infancia, a una fosa común fuera del cementerio en donde se juntaban algunos niños del pueblo para desenterrar huesos. Un juego macabro y una lección inmejorable de biología. Dudo que exista un pasatiempo más eficaz para que un niño comience a comprender lo que significa la muerte. Hoy esas fosas están a salvo, pero la memoria de aquellos juegos perduraba en Xavier. También el acceso al cementerio laico, al que solo podía llegar campo a través. Ahora ambos cementerios están conectados, antes no. En otro tiempo el cementerio laico quedaba fuera del camposanto. Ese era el lugar al que destinaban a los proscritos, a los apóstatas y masones, a los suicidas. Un arrabal de la propia muerte en el que, me explicó Xavier, estaba enterrado su tío, por su decidido anticlericalismo. Me pregunto qué clase de ideas pueden gestarse en un niño que visita a un familiar cuyos restos no forman parte del cementerio común, sino de otra clase de eternidad, una eternidad expatriada, marginal, un segundo destierro que le arroja aún más lejos que el resto de cadáveres. Quizás por eso visité el cementerio laico en primer lugar. Supongo que subí allí directamente por cumplir una especie de tributo, de homenaje. O tal vez porque la historia de Xavier era nueva, y la novedad, cuando está a nuestro alcance, siempre es un buen reclamo.

      Observo ahora unas cuantas fotografías que tomé mientras caminaba por los pocos pasillos del cementerio laico. Las lápidas tienen inscritas símbolos masónicos, dibujos de escuadras y compases cruzados. A su lado, algunas flores y piedras. Todos esos emblemas les proporcionan una existencia distinta, una alegoría de la vida y de la muerte que escapa por algún lado y se dispara hacia un sitio diferente, mucho más recóndito y extraño. Aún más desplazados, más fuera del mundo, como si quedaran sujetos a una duda que no puede resolverse y nos hicieran creer que su espíritu, o lo que quede de ellos, consigue vagar por un lugar remoto, no ausentes del todo, sino manteniendo una presencia difusa, fantasmagórica, etérea, como fosas cavadas en el aire. Bastan unos pocos símbolos para disparar nuestra imaginación, unas pocas inscripciones para difuminar los límites que separan una existencia de otra. Y aunque a mí siempre me haya resultado muy difícil aceptar la posibilidad de una vida ultraterrena, reconozco que revisando esas fotografías y leyendo nuevamente los nombres ahí inscritos me sobreviene algo parecido a la fe, a la esperanza. No una esperanza o una fe que tengan que ver forzosamente con otra vida. Me refiero a una especie de confianza en el ser humano, en su capacidad para crear imágenes que le sirvan de consuelo, en la imaginación que despliega para afrontar aquello que no comprende del todo. Una esperanza que radica en la fabulación, en el mito, en esas leyendas que explican lo inexplicable y nos mantienen un poco más vivos, asumiendo la ficción y la mentira como una fórmula para ser algo mejores de lo que realmente somos. Para alargarnos y extendernos sin final, porque es imposible concluir lo que no tiene origen, lo que carece de un principio concreto, definido, inapelable.

      Estar frente a esas tumbas y detenerme en ellas ahora, en la pantalla del ordenador, es una constatación de eso mismo. La prueba de que si algo hemos aprendido durante tantos años es a perpetuarnos de otra forma. Una manera más humana y también más frágil de no desaparecer del todo, porque ahí reside uno de los cometidos más exclusivos del ser humano, en su voluntad casi obsesiva de evitar que las cosas se evaporen sin que nadie lo note. Como esas lápidas que veo justo en este momento, como los apellidos inscritos sobre el mármol y la piedra: Lloveras, Brugués, Basach, Valls. Alguna de ellas, no sé cuál, es la del tío de Xavier.

      XII

      Supongo que habrá otros muchos cementerios en el mundo que estén situados sobre una colina, otros muchos en los que se pueda divisar la línea de la costa o el semicírculo irregular de una bahía. Sé que el de Portbou no es el único cementerio que tiene unas vistas así, tan magnéticas y espectaculares. Un espacio que no es sólo un lugar para la muerte, sino un espléndido mirador desde el que observar una inmensidad acotada, frente a ese mar con esquinas que es el Mediterráneo.

      En España, si la memoria no me falla, no existen más que dos o tres cementerios con una localización parecida. Acostumbrados a tanta necrópolis de cemento, llena de nichos apilados en bloques de hormigón y pasillos claustrofóbicos, se agradece un lugar como este, porque supone una forma distinta de asumir o de afrontar la muerte. Un territorio que nos inspira mucha más serenidad y mucho más sosiego que otros cementerios del sur de Europa. Un camposanto en el que poder sentir cierta calma, la misma calma que surge cuando aceptamos que la muerte no es más que un proceso inscrito en la propia naturaleza y que, precisamente por eso, su ubicación no puede desligarse de los elementos naturales que la envuelven. Es al separarlos cuando lo ineludible se vuelve, también, inexplicable. Inútil y aterradoramente inexplicable, cuando deja de ser ley para convertirse en accidente, como escribió Jorge Guillén en uno de sus poemas más célebres. Lejos quedan otros cementerios que no reducen su riqueza al tamaño de sus monumentos funerarios, o a la geometría funcional con la que disponen sus nichos. Me vienen a la memoria muchos cementerios del norte de Europa, de Berlín, Copenhague o París, por ejemplo. De entre todos ellos recuerdo uno especialmente, el cementerio judío de Varsovia, ya en las afueras de la ciudad. Si resulta inabarcable no es sólo por la acumulación dispersa y desordenada de sus lápidas, sino por la forma que tiene para introducirse en un bosque y perder de vista los límites que abarca.

      XIII

      Después de aquella visita durante el primero de noviembre, subí varias veces al cementerio, a los dos cementerios. Solía quedarme un buen rato sentado en las escaleras, mirando el mar sobre el tejado y los cipreses, que parecían dividir el agua en dos mitades. Estar allí no era muy distinto a encontrarse en un barco que realza su perfil en el horizonte, como si hubiera estado navegando durante siglos. A la izquierda, los acantilados trazaban ese espacio difuso que separa un país de otro, una tierra de nadie entre dos aguas. Siempre que recuerdo mi paso por el cementerio de Portbou, me viene a la memoria un poema de Charles Simic. Se titula “Cementerio sobre una colina” y parece escrito allí mismo. Cada vez que lo releo surge en mí esa necesidad por ubicar el territorio del poema en alguno de los pasillos del cementerio o sobre alguna plataforma en la que pudiera divisar el mar debajo. Es el mismo viento de enero que aparece en el poema, las mismas lápidas y la misma mala hierba, son los mismos árboles que se inclinan hasta casi romperse, las mismas hojas muertas que voy pisando mientras trato de recomponer las mismas ramas que caen al suelo.

      Sin duda, uno de los paisajes más bellos en los que he estado nunca, como dicen que le ocurrió a Hannah Arendt cuando visitó el cementerio. Buscaba los restos de su amigo Walter Benjamin. Se lo explica a Gershom Scholem en una carta: «Es un cementerio en terrazas, excavado en la roca; a los ataúdes los depositan en nichos abiertos, en los muros de piedra. Es uno de los lugares más fantásticos y más bellos que he visto nunca».

      Por ese motivo estaba yo también en Portbou. Esa era razón por la que me había pasado unos cuantos meses leyendo sus libros, mientras planificaba una visita al lugar donde, según la versión que conocemos, acabó con su vida. Por eso solía subir al cementerio, para encontrarme más cerca de alguien que ya no estaba. Me cuesta creer que bajo las piedras haya algo, ni sedimentos ni vestigios, ni siquiera huesos. La tumba debió cambiar tantas veces de sitio que es casi imposible imaginar que los restos sigan ahí, tanto tiempo después. En realidad, poco importa. Tal vez lo verdaderamente importante esté en el lugar que se erige ahora, el pequeño dolmen que sobresale de la tierra, las piedras que se acumulan y que dejan constancia de otras visitas, o la placa de mármol en la que aparece un fragmento de su libro Tesis de filosofía de la historia: «No hay ningún documento de la cultura que no lo sea también de la barbarie».

      Pienso en esa frase y me digo que sí, que es cierto, que no existe ningún documento, ningún archivo o registro, incluso ningún cementerio que no nos hable del despotismo y la barbarie. Por eso importa poco que bajo esas mismas piedras aún perduren los restos de Walter Benjamin. En el fondo, lo relevante es que exista un lugar que active nuestra memoria y nos haga recordar por qué alguien como él acabó allí

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