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salió de su boca. Sin embargo, bastaron unas pocas palabras, ese ponernos al día, que me casé, me separé y no teníamos hijos; ella que Cecilia era su orgullo, que si la veía no la podría reconocer, que la crisis económica del 95 fue el gran momento para que multiplicaran ella y Enrique sus respectivas fortunas, de cómo Enrique había estado activísimo en el impulso a Vicente Fox que terminó con éste en la Presidencia de México, de cómo ella y la entonces compañera de trabajo de Fox habían hecho excelentes migas y que ya no sabía si la Fundación de la luego primera dama fue idea de cuál de las dos, en fin, apenas bastaron las primeras palabras para que me diera tiempo de observar el cuerpo de aquella mujer al que el ejercicio, alguna dieta y el deseo siempre avivado mantenían tan apetecible que olvidé las arrugas, las pecas, el aburrimiento de nuestros últimos encuentros. Fuimos a comer, nos bebimos durante la ingesta en un restaurante francés una botella de Chateauneuf du Pape y terminamos en un hotelito barato “porque contigo, amor, tiene que seguir siendo así, ¿a poco no?”. Confieso que me puse un poco nervioso y es que yo, más joven que ella, siempre fui consciente de la competencia desleal con respecto a su marido, no porque éste fuera mayor sino, es obvio, porque los amantes crean un ritual y nada tan afrodisiaco como tener tiempo para dar vueltas a la hilacha de la imaginación con el calentamiento sucedáneo a la espera. Me quedaba claro que me la podía tirar una vez a satisfacción y que pretender resucitar las nieves de antaño podía ponerme en evidencia, quiero decir, en ridículo así que le advertí que tenía una reunión a las seis de la tarde con el embajador de los Estados Unidos. Las cosas marcharon bien, creo que tuvimos un orgasmo compartido pero esta vez no la oí susurrar “qué duro, qué duro, es como volver a empezar”. A lo mejor lo del orgasmo compartido fue mera ilusión porque no puso reparo alguno cuando me levanté de la cama por la reunión con el embajador y, sobre todo, porque cuando nos despedimos no me preguntó cuándo nos volveríamos a ver y, simplemente, dijo “fue rico, Aldo, a ver si algún día nos volvemos a encontrar por ahí”. Y ahora, quiero decir, entonces, cuando se acercaba la hora de volverla a ver para planear el rescate de su hija Cecilia, me cubrió, de nuevo, aquella conversión, el odio, y me vi estrangulándola en frío, sin deseo, sin buscar humillarla, en un extraño frenesí de desprecio que nunca antes había experimentado y que aún no alcanzaba a explicar.

      Nos volveríamos a ver en una situación incómoda. Sí, para ellos y para mí. Sobra decir que yo estaba vacunado contra el dolor, uno no es ajeno a lo que hace; en cuanto a ellos, puedo asegurar que su hija y la carabina de Ambrosio les era exactamente lo mismo. ¿Quién asegura que hay una naturaleza humana, un necesario vínculo con los seres a los que nos atarían vínculos de sangre y de convivencia? Mi experiencia me ha enseñado que eso, como todo, depende de la circunstancia histórica y social que se viva.

      El caso es que llegué, una doméstica abrió la puerta y me condujo hasta la biblioteca-bar-saladetelevisión de la casa de los Hoyo del Rincón. No tardó Enrique en aparecer. Cubierto en una bata de felpa, salía del baño, “al mal tiempo buena cara, Aldo, no hay que dejarse caer, ¿qué te sirvo?, ¿como antes un irlandés a lo macho?”. Sin esperar mi respuesta, fue a la barra, tomó la botella de Jameson y me sirvió una cantidad generosa. Él, en una copa coñaquera, escanció una cantidad, a mi juicio un tanto excedida, del XO de la casa Hennessy con que solía beber hasta caerse en tiempos ya lejanos. Brindamos y me preguntó, a bocajarro, cuál sería el sobreprecio en la actual circunstancia y yo que todo dependería, era necesario, añadí, que entrara en contacto con la banda. De una vez le pasé mi tarjeta pidiéndole que me transfiriera la próxima llamada a mi celular. Enrique me preguntó qué tanta esperanza podían abrigar cuando se abrió la puerta y entró, con grititos y sofoco, Elsa. Fue hacia Enrique y lo envolvió en un abrazo al tiempo que se vaciaba en ayes de dolor con una naturalidad que cualquiera que no la conociera hubiera dado por auténticos. “Ay, amor, ¿por qué a nosotros, por qué?, no es justo, Enrique, me cae que no lo es”, repitió no recuerdo cuántas veces. Luego se separó de él, inclinó la cabeza, supongo que diseñó el modo en que había de saludarme y, finalmente, con un sentido exacto de donde yo me encontraba, dio las espaldas al marido, vino hacia mí, fijó sus ojos en los míos, avanzó despacio y con parsimonia hasta donde yo estaba, puso las manos sobre mis hombros, recostó por un momento su cabeza en mi pecho y, tomando distancia, exclamó: “¡Yo sé que nos vas a ayudar!”.

      Les pedí que se sentaran. Lo hicieron en un sofá para dos y yo, a continuación, en una silla. De inmediato, les dije que era esencial cuando los volviesen a llamar, no importaba quién contestase, que aparentaran calma —en realidad, estaban en calma, pero uno debe guardar las apariencias—, y, además, en contrapunto con la gentileza anterior, pregunté si, de veras, querían recuperar, viva, a Cecilia. Ellos protestaron, simularon que se escandalizaban —y en ese momento creo que, en efecto, se habían escandalizado—, así que los tranquilicé, les dije que era una pregunta de rigor, como preguntaría, el médico oncólogo a quien va a visitar una persona que teme el cáncer de colon si ha tenido sangrados. Como de inmediato dijeron que confiaban en mí para recuperar a Cecilia y los dos, como para que no abrigase dudas, comenzaron a ponderar las virtudes de la muchacha, informándome, entre otras cosas, de que ya había terminado su licenciatura en Counseling y había obtenido una beca para cursar un doctorado en San Diego. Me dijeron que estaba llena de ilusiones, que hasta había roto con su novio, a quien tanto quería, un muchacho buenísimo, chef titulado, su restaurante en Polanco de comida francovietnamita ¡una maravilla, de veras!... (Mientras ponderaban las virtudes de Cecilia caí en la cuenta de que, en efecto, dejé de verla cuando era apenas una niña que, a juzgar por la madre y por la madre de Enrique, a quien conocí en una cena de la embajada americana —una americana pennsylvannia dutch— debía ser, cosa que ellos ni siquiera insinuaron, una belleza, altamente apetecible, seguramente violada antes de que… En fin, qué cosas se me ocurrieron, se me vinieron a la mente una detrás de la otra mientras Elsa y Enrique ensartaban lugares comunes.

      Pronto entramos en materia. ¿Cuánto les habían pedido y cuánto estaban dispuestos a dar? Es la pregunta clave, ya que si verdaderamente estaban dispuestos a salvar a su hija no había lugar sino para una respuesta, “todo”, y a partir de ahí llegar a un acuerdo que no les dejase con una mano delante y una detrás, tomando en cuenta que sus posesiones eran numerosas. Y es que Elsa Elizondo había heredado acciones en Vitro, tenía un par de prósperas franquicias en cosas de alimentos, aparte de una cadena hotelera, todas ellas administradas por la empresa X (ya no recuerdo cuál), y, si mi memoria no me traiciona, cuatro edificios de oficinas en zonas privilegiadas de Monterrey y de Guadalajara, en tanto que Enrique era dueño de un conjunto de empresas productoras que, a partir del tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá, había ido cerrando convirtiéndose en distribuidor de marcas norteamericanas, aparte del banco que había sido de su familia por varias generaciones y del que ahora poseía un número importante de acciones. Miré, alternativamente, al uno y a la otra. Elsa rompió el hielo:

      —¿Cuánto crees que van a pedir?

      —Depende de la información que tengan que, no dudo, sea mucha.

      —Ni Enrique ni yo manejamos mucho efectivo.

      —¿Seguro?

      —Bien, habría que sacarlo de… Podría retirar mis fondos en IXE. Sí, no habrá problemas —dijo Enrique.

      —Hay que negociar, Enrique —dice Elsa. Me miró: —Procura que no pase de cinco de millones.

      —Si no hubiere de otra…

      —¡Tú negocia! —Enrique.

      Desde luego, me advirtieron que tenía que ofrecer mucho menos que cinco millones, negarme, en todo caso, a que fuesen veinte millones aunque me quedase en dieciocho. Les dije que procuraría que no pasaran de dieciocho con toda intención: qué cara, coño, qué expresiones las suyas. No exagero al decir que uno y otro quedaron horrorizados y me temo, por no afirmar que estaba seguro, que cuando estuvieran a solas se preguntaran el uno al otro si, de veras, estaban dispuestos a pagar esa cantidad. Bueno, no se lo plantearían así sino que establecerían no pocas hipótesis sobre un auxilio que rescatase a Cecilia sin que perdiesen más que un dinero para untar a los policías y a mí. Pienso, ay, Dios, dicen que el león cree que todos son de su condición, que se habrían dicho en perfecto acuerdo, “con

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