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los últimos preparativos entre bastidores antes de que suba el telón. Esa febrilidad tan especial que precede a la entrada en escena constituye un gran momento. Unida al cálido recogimiento de todos los que participan de cerca o de lejos en esos preparativos con su comprensiva adhesión, da a ese ardiente ambiente un carácter inolvidable. De hecho, todo sucede como si detrás del escenario también se entrara en acción como formando parte del espectáculo. A ese nivel, se construye un verdadero sustrato humano en el cual el artista encuentra su punto de apoyo para lanzarse hacia el fuego de las tablas.

      Estaba maravillado ante la habilidad de mi padre para transformarse en un personaje en breves instantes. Experto en caracterizarse, sabía meterse literalmente dentro del papel que le era otorgado. Lo vi, durante las temporadas de Niza, Ruan, Marsella, Burdeos, Toulouse, o en la Opéra de París, metamorfosearse en cardenal Brogni, en La Juive, o en Mefistófeles, en La Damnation de Faust, de Berlioz, o en el Faust, de Gounod, en Gournemans en Parsifal, o también en Balthazar, en La Favorite, en Marcel de Les Huguenots, en Hagen en Sigurd. Ciertamente, no podría enumerarlo todo. Mi padre estaba orgulloso de contar con ciento diez obras en su repertorio. Eso nos da la medida de lo mucho que sabía sobre canto lírico. Era un artista consumado, concienzudo, escrupuloso, dotado de una voz excepcional; era un bajo impresionante, y sus agudos eran cobrizos. Su metal iba buscado. Durante su vida fue, sin lugar a dudas, uno de los grandes señores de los escenarios.

      Evidentemente yo disfrutaba de los numerosos privilegios que me confería mi estatus de espectador entre bastidores, y no me privaba de llenarme tanto como me fuera posible de música y de canto. Así pude vivir cerca de todos aquellos que dieron vida al arte lírico, por lo menos durante una época, el período que va de 1924 a 1931. Ni qué decir tiene que en ese universo fascinante yo me enriquecía por absorción, por ósmosis, de todo cuanto el teatro sabe transmitir. El repertorio no tenía secretos para mí. De pequeño, era capaz de representar todos los papeles de los cantantes, de recitar tanto sus parlamentos como sus solos. Llegué a seguir con una atención extrema todo lo que podía ocurrir tanto en el escenario como en el foso. Era capaz de decir a mi padre si tal o tal parte había sido omitida o mal colocada. Vuelvo a verme solo cantando todos los papeles y confirmando las réplicas de la orquesta...

      No me sentía impelido a escuchar la radio, que nacía por aquél entonces. Y si la escuchaba, lo hacía como un experto. De esa cultura integrada de forma tan intensa, como sólo un niño es capaz de hacerlo, me quedó el inmenso privilegio de poder amueblar mis silencios con un canto que puedo calificar de permanente.

      Estuve algo más ausente a partir de 1931, cuando mis estudios me obligaron a instalarme en París. Sin embargo, las vacaciones me permitían encontrar de nuevo esos lugares donde había vivido durante mi primera infancia, en esa especie de segundo plano, de penumbra, de universo –bullicioso y hormigueante– en el que los actores, entre candilejas, se preparaban para lanzarse al ruedo, frente al agujero negro de la sala.

      Nunca llegué a pensar que un día podría afrontar un público… como cantante. Sin duda, mis primeros ensayos, tan poco concluyentes, me habían disuadido de ello. Por otro lado, estaba totalmente desprovisto de voz, hasta tal punto que más tarde tuve problemas, en mis estudios, para pasar el examen oral. Tenía la costumbre de decir a la gente que me oía hablar con esfuerzo, que mi padre había acaparado toda la voz y que era el único depositario de la voz de la familia. En cuanto a mi madre, tampoco emitía muchos más sonidos que yo.

      Mi padre, el decimoséptimo hijo de una familia numerosa, había heredado de su propio padre sus excepcionales dones vocales. Mi abuelo tenía, en efecto, una facilidad poco común para cantar y además para expresarse en cualquier registro que le apeteciera escoger. Así que aprovechaba todas las ocasiones para empaparnos de su impresionante repertorio piamontés. Su ardor comunicativo pronto creó a su alrededor un verdadero conjunto coral que él sabía, de manera desconcertante, armonizar y dinamizar con su timbre rico y penetrante. Podía interpretar con la misma facilidad los fragmentos de tenor, barítono o bajo.

      En cuanto a mí, dotado de un gran repertorio y desprovisto totalmente de voz, me metí en una carrera bien distinta nacida de una vocación precoz: la medicina. ¿Qué efecto pudo tener esa primera inhibición inicial del mundo lírico sobre mi orientación hacia la otorrinolaringología? No lo sé. En todo caso, me encontré, como si fuera lógico, naturalmente inmerso en esa especialidad.

      Mi resistencia inicial a querer ocuparme de los cantantes no duró mucho, puesto que me vi empujado desde el principio de mi carrera como médico a examinar a los amigos de mi padre. Durante un tiempo me convertí en uno de los especialistas parisienses de más prestigio entre los cantantes, en lo que se ha convenido en llamar un foniatra, nombre bárbaro y de resonancia desagradable que quiere designar al que se ocupa de las voces enfermas. En resumen, gran parte de mi vida profesional me llevó a vivir desde 1944 en un universo bien particular, junto a aquellos con los que tan regularmente me había sido dado codearme entre los bastidores del escenario lírico. Es necesario decir, sin embargo, que mi paso de otorrinolaringólogo clásico a la foniatría no se produjo sin cierta aprensión. Conocía el universo de los cantantes, o más bien creía conocerlo.

      Además, me encontraba enfrentado a este terrible interrogante: ¿qué sabía realmente del canto? Cierto, era capaz de referirme a las mismas cosas que todo el mundo, a todo lo que cualquiera se habría podido referir después de haber vivido junto a los cantantes. Había tenido tiempo de asimilar su jerga profesional. Así, lo mismo podía hablar de una voz clara, oscura, o entubada, o incluso de sonidos “claros-cubiertos”. Disertaba sobre la respiración holgada y amplia, no forzada. Creía discernir las distintas emisiones, la italiana, la alemana o la rusa. Pensaba tener conocimiento de esos ejercicios mágicos que permiten al cantante colocar la voz “en la máscara”. Los nombres de tal o cual maestro reconocido por saber extraer voces de oro de los terrenos más áridos se habían convertido en familiares. Además, había sido informado de las enseñanzas prestigiosas que habían hecho aflorar las voces más bellas de la época.

      De este modo, había sido inducido a integrar, durante el transcurso de los años pasados cerca de mi padre y de sus amigos del teatro, todo un conjunto de conocimientos sobre el arte del canto, conjunto que, de hecho, me daba una suma harto inconsistente a la hora de visitar un paciente. ¿Qué significaban todos esos términos por otro lado tan evidentes cuando uno se toma la molestia de no profundizar en ellos? ¿Qué se entendía por cantar “en la máscara”, “apoyar la voz en el paladar”, por no “calar”, “no empujar”, en resumen, por todo ese lenguaje tan característico de la técnica vocal?

      Me enfrentaba, pues, a ese saber compuesto enteramente por palabras en el examen de mis primeros “pacientes” vocales. Rápidamente tuve que darme cuenta de que eso era insuficiente. Que cada uno juzgue. Uno de los amigos de mi padre, gran cantante, estaba afectado por un “defecto” bastante molesto. Desafinaba. Desafinaba y lo sabía. Sin embargo, su técnica era buena, su interpretación, excelente. A Dios gracias, sólo desentonaba a partir de un determinado nivel. A partir del medium alto su voz sufría un fenómeno de compresión tonal. A medida que subía, sus dificultades de afinación aumentaban, de tal modo que él cantaba cada vez más “bajo” mientras pretendía cantar cada vez más “alto”.

      La afinación era, en el arte del canto, un parámetro del que se hablaba poco o nada desde el punto de vista técnico. Saber tomar un sonido, colocarlo bien, hincharlo, disminuirlo, todo eso tenía sentido para mí, pese a que posteriormente me hizo falta definir qué era una emisión de buena calidad. Pero la afinación, ¿dónde radica? ¿En qué parte del cuerpo había que introducirse para diagnosticar los defectos inherentes a esta facultad tan particular? Todos los cantantes estaban de acuerdo y todavía ahora lo están, en considerar como una gran virtud la afinación vocal, pero las soluciones propuestas para remediar sus carencias no siempre son satisfactorias. Por otra parte, se sabe cuán molestos pueden ser para el oyente los sonidos “desplazados” o por los que resbalan antes de encontrar su verdadera altura tonal. Produce tal malestar que puede hacer olvidar la emisión, que, por otra parte, puede ser de gran calidad.

      Dicho de otra manera, en principio, me resultó evidente que era posible que un cantante pudiera, después de un determinado aprendizaje, alcanzar

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