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está relacionado con la contextura de las frecuencias sobreañadidas. Por tanto, los “formadores” llevan asociados un abanico de armónicos de importancia variable. De esa superposición y del valor relativo de las intensidades de esas frecuencias sobreañadidas resulta un objeto sonoro que tendrá más o menos color, que será más o menos brillante, más o menos oscuro o claro. Será armónico o inarmónico, triste o alegre, etc.

      Así, la apreciación de un sonido y de su calidad dependerá de los tres parámetros que acabamos de enumerar. Además, tendrá en cuenta el ornamento que acompaña a esa sonoridad. Por regla general, en el ámbito de la música o en el del canto un sonido forma parte de un todo, de una estructura. Es difícil disociarlo del conjunto, analizarlo solo y determinar sus cualidades sin tener en cuenta el entorno y el contexto en el que evoluciona.

      Así pues, un sonido de calidad, después de hacer el análisis y repetirlo, se manifiesta, más allá de la apariencia, como un sonido muy rico en color con respecto a la frecuencia generatriz o primer “formador”. Generalmente nos atrae el color de la sonoridad, y a menudo nuestro criterio enjuicia más esa característica en detrimento de la frecuencia fundamental que, por sí misma, sea cual sea su altura, no está dotada de gran calidad. Por otra parte, esa pobreza estética parece ir a la par con la respuesta, también pobre, que el oído da a los sonidos puros, a los sonidos pobres. En efecto, para que el oído se active, para que se despierte de manera sensible, es necesario que se ponga en juego una solicitación mucho más importante, constituida al menos por tres frecuencias concomitantes. Es al menos lo que hace falta reunir, en el ámbito estético, para que se instaure la noción de calidad.

      La electrónica nos ha permitido sensibilizarnos por primera vez con los sonidos puros, es decir, los sonidos que sólo comprenden una frecuencia más o menos intensa. Esos sonidos tienen un volumen y una forma, pero carecen de color.

      La apreciación de la cualidad sigue siendo, sin embargo, bastante subjetiva y muy individual. Así es como algunos preferirán una u otra voz, una u otra coloración propia de la emisión italiana, o la alemana, o la rusa, o la francesa. De la misma manera, cada uno tendrá su opinión en cuanto al instrumento que prefiere.

      Sin embargo, en cuanto nos concentramos en la observación de las voces y de las voces cantadas en particular, las valoraciones recaen verdaderamente en la riqueza del abanico de frecuencias que se sobreañade a los sonidos fundamentales, o “formadores”.

      Me parece importante precisar que cuando hablamos de la voz cantada evocamos una voz utilizada para y por ella misma sin intervención de un micrófono unido a un amplificador con el objetivo de inundar la sala y saciar un nuevo tipo de espectadores. Ni ellos tienen nada de amantes del canto ni el ejecutante es cantante. Se trata de aficionados a las canciones en los amplificadores, y los pseudocantantes son artistas y virtuosos del micro. Otra cosa es llenar una sala con sólo la voz, conducida por un artista cuya emisión vocal encuentra toda su amplificación y su plenitud en una aptitud que consiste en saber utilizar las características acústicas ambientales, sin esfuerzo.

       El artista en boga

      Para regresar a nuestro artista, viejo compañero de ruta, aparcado después de su ilustre epopeya, tenemos derecho a preguntarnos qué ha sido de él. Estoy seguro de que muchos lectores esperan el resto de la historia. Poco importa que yo hubiera descubierto o no que él tenía un problema de oído. Lo esencial era saber si existía alguna manera de hacer algo para ayudarle a recuperar su voz.

      Teniendo en cuenta su insistente requerimiento, intenté restablecer el circuito audiovocal. Mi responsabilidad era mucha, dados su pasado y su reputación. Pero debo confesar que fue un paciente obediente y cooperante. Tomamos, pues, una decisión de común acuerdo, emprender una educación auditiva con filtros acústicos aplicados en las zonas de percepción que habían desaparecido. Cabe decir, de paso, que en aquella época la electrónica era una supernovedad y que para nuestro artista era una verdadera aventura lanzarse a un tratamiento como éste. Personalmente, yo pensaba que no estaba todo definitivamente perdido, pese a que en los casos de sordera profesional poco se podía hacer según la opinión de algunos especialistas. Sin embargo, consideré la posibilidad de que se pudiera reanimar una parte, como si sólo estuviera perdida desde el punto de vista funcional y no en el plano orgánico.

      Así que juntos emprendimos esta aventura. Nos reuníamos casi a diario. Nuestras relaciones se vieron facilitadas por el hecho de que él sabía que yo pertenecía al “ambiente”, pues mi padre había sido varias veces su compañero de reparto en diversas obras. Y “el tomate”, sobrenombre que la gente de teatro daba regularmente a mi padre, surgía a menudo en nuestras conversaciones. Es importante añadir que este apodo, transmitido de padre a hijo, adornaba nuestra charla sin que ninguno de los dos pareciera sorprenderse por ello.

      Entre nosotros se estableció un contrato moral. Yo construí un filtro capaz de devolver a mi compañero de ruta la escucha que tenía antes, es decir, su autoescucha, su autocontrol. Me fue fácil llevar a cabo ese trabajo a partir de sus discos. Conociendo el espectro de su voz pude determinar cuál había sido su manera de controlarse cuando cantaba, durante los primeros años de su vida profesional. De modo que unos días después estuve en condiciones de permitirle que se controlara como lo había hecho unos veinte años antes. Los montajes electrónicos ante los que él cantaba a mezza voce, compuestos por un micrófono, un amplificador y un conjunto de filtros, le restituían el abanico sobreañadido a las notas fundamentales. Unos auriculares le devolvían su propia voz al mismo tiempo que él la emitía. El mismo equipo provisto de una segunda instalación lo dejaba con su audición habitual cuando dejaba de cantar o de hablar.

      En pocos días su tono vocal mejoró mucho y le permitió no solamente cantar frases musicales sino también fragmentos, algunos de los cuales pertenecían a su pasado lírico. Cierto es que no cantaba con la misma ligereza y soltura de antes, pero había experimentado una excepcional mejoría. Unas semanas después pudo volver al escenario de la Opéra por un tiempo...

      Desgraciadamente él pensó que podía volar sólo con sus propios oídos... Habría hecho falta seguir con la educación audiovocal bastante más tiempo, pero creyó que ya era capaz de dominar su autocontrol, aunque aún era frágil y sólo podía durar un tiempo muy corto. Y eso que yo había tenido la precaución de prevenir a nuestro artista de la necesidad de seguir la reeducación. Pero, ¿cómo convencer a un cantante, aun cuando haya pasado por la experiencia, de que se canta con el oído? Yo era el único convencido de esta evidencia y lo sigo siendo.

       El pintor cantante

      Hay dos aventuras más vividas con ese mismo artista que merecen ser relatadas aquí. Después de haber preparado para él los filtros que necesitaba, y mientras él todavía rondaba mi gabinete de otorrinolaringología, tuve la oportunidad de tratar a un joven pintor italiano de unos veinte años de edad. Venía a consultarme un problema antiguo relacionado con el oído derecho: una otitis crónica inextinguible que empezaba a dar algunos problemas serios. El examen fue rápido y condujo al diagnóstico que se desprendía de la propia anamnesis. Se trataba de una evolución patológica llamada “colesteatoma” que debía ser operada imperativamente. Antes había que llevar a cabo unas pruebas indispensables: la radiografía para conocer la amplitud del deterioro y una audiometría, es decir, una valoración auditiva a fin de evaluar hasta qué punto el problema afectaba el oído interno. En efecto, según si éste está o no afectado, el tipo de operación es totalmente diferente. En caso de que el oído esté alterado con deterioro de la parte interna, se recomienda un raspado total. Si, por el contrario, el oído interno aún funciona es necesario

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