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ni conexiones con los “sospechosos habituales” del anarquismo, de la agitación antisistema.

      –Pues porque había algo en todas partes, en la misma esencia del hecho de que esa gente hubiera decidido ponerse a escribir esas cosas, sin ninguna razón, sin nombre, sin obtener ningún beneficio aparente. Gente que de repente decide que tiene que escribir solamente hechos, que se borra, que se borra a sí misma: su nombre, su imagen, sus deseos… No sé si me explico. Y la verdad, no sé si yo mismo lo entiendo. ¿Ve lo que le decía antes? Para mí, todos eran terroristas. Todos y cada uno de ellos. No los entendía. Pero eran peligrosos. Estaba claro que Factbook era peligroso. Creo que fue Vicente, sí, aquel, mire, la tercera fila, la mesa del pasillo, el pelo corto, canoso…, fue él quien me dijo esto: “cuando uno renuncia a su identidad, es un terrorista, será un terrorista, antes o después”.

      –Sí, creo que era verdad. Me daba miedo leer todo lo que escribían. Debería haberme aburrido. Si esos millones de palabras que he leído en Factbook hubieran estado en otro contexto, seguro que me habría aburrido. Me habría muerto de aburrimiento, en serio. Pero terminaba mi jornada por las noches y estaba muerto de miedo.

      –No exactamente. Quiero decir, que no era un miedo a represalias, a que fueran a por mí o a por nosotros. Era un miedo abstracto. Un miedo ante el mundo. Ante el hecho de saber que había miles de personas... El miedo era..., no sé, sin forma, como un miedo al futuro, al mundo en general, no sé. No caminaba hacia mi casa mirando en las esquinas, huyendo de las sombras, escuchando pasos a mi espalda. El miedo era imaginar a esa gente en sus casas, delante del ordenador, escribiendo esos textos planos, llenos de datos, en los que hacían una especie de limpieza, de depuración. Esas listas de objetos, de precios, de empresas, de nombres y apellidos. No sé si me está entendiendo. Miles de personas. Mirándose a sí mismas de otra manera. Mirándonos a todos de otra manera. Sin alma. Era como si no tuvieran alma. Como si les hubieran cambiado el alma por algo mucho más verdadero, más auténtico que lo que ellos pensaban que era el alma.

      –Ya. Jaja. Ya veo. No me entiende. Lo sé. Es raro. Yo tampoco estoy seguro de entenderlo. Pero tenía miedo, en serio. Me acostaba y veía sus caras, delante del ordenador. No. Lo que me daba miedo era que me acostaba y no veía sus caras. Estaban vacíos. Y estaban llenos. Habían encontrado un dios, una especie de dios hueco y poderosísimo. Me acostaba e intentaba dormirme, pero estaba lleno de datos, de nombres, de todo lo que había leído. Intentaba dormirme, pero me sorprendía a mí mismo escribiendo estados mentales de Factbook. Llegó un punto en el que yo mismo me consideré un potencial terrorista.

      –Sí, no es tan raro. Yo creo que, cuando hable con los demás, muchos le dirán lo mismo. Después de tantas horas, no es difícil acabar asumiendo su discurso. Hay que ser fuerte, hay que tener las cosas muy claras y saber de qué lado se está, saber quién eres y lo que quieres. Pero a veces acabas entendiéndolos, a los otros. Creo que es inevitable.

      –No sé, tal vez es mejor que no ponga eso.

      –No. En serio. Definitivamente. No lo ponga.

      7

      En el telediario de la noche hay una imagen de las Torres. Al principio no me doy cuenta de que son las Torres. Es una explanada de cemento, son unas puertas de vidrio que reflejan luces azules de coches patrulla. Son policías de uniforme y armas demasiado visibles y grandes como para ser usadas. Son armas para ser vistas, que parecen reclamadas por la arquitectura y por las cámaras.

      Es una escena muda, que miro desde la mesa donde trabajo. Desde la noticia del primer ahorcado, tengo siempre la tele puesta, sin volumen. Vivo levantando la cabeza a cada rato con la esperanza de volver a ver un toro de Osborne, la noticia de otro ahorcado. Corrijo un trabajo, levanto la cabeza, veo a un futbolista o a un político moviendo los labios ante un micrófono y vuelvo la vista a los papeles, a la decepción y la derrota. Pero hoy, esa imagen de policías armados frente a las Torres enciende algo parecido a la esperanza.

      El apartamento tiene un dormitorio, un baño, un salón y una cocina. Es un noveno. Cuando me mudé aquí, esa altura me hacía sentirme extraña. Me asomaba a la ventana y me dejaba anular por esa perspectiva cenital, inhumana, tan distinta de la mi antiguo balcón, minúsculo, de Malasaña; era un segundo piso, era una altura de vecinos, de tírame las llaves, de reconocer a la gente que pasaba por debajo.

      Me mudé sola, aquí, antes de que viniera Gustavo. Me quedaba por las noches en la ventana del salón desde la que se veían las obras de las Torres: las enormes grúas como animales prehistóricos envueltos en niebla, en luces amarillas proyectadas por focos descomunales, bélicos, antiaéreos.

      La silueta de las torres en construcción era una indeterminación entre un proyecto y una ruina. Parecía que hubieran estado allí desde hace milenios, que fueran los restos de una civilización extinta y llena de misterios e injusticias, de esclavitud y sacrificios. Las recuerdo casi siempre borradas por la niebla, con una nube permanentemente abrazada a sus cimas, convirtiéndolas en un relato sin progreso, como si la verticalidad detenida equivaliera a una horizontalidad sin límites, sin marcas, un desierto poblado de espejismos.

      Al principio, cuando Gustavo se mudó a este apartamento, nos defendíamos de la extrañeza de estar viviendo juntos a través de la ironía. Éramos conscientes de todo lo que hacíamos, de la manera en que cada uno de nuestros actos era parte de un modo de vida en el que no queríamos entrar sin dejar una muestra de distancia. Hacíamos la cena y comentábamos el hecho social de ser una pareja adulta “normal” preparando la cena. Nos veíamos encajar en el sistema, y el truco de vernos desde fuera, y de hacer bromas al respecto, nos aliviaba de algo que seguía estando en el silencio, en el ruido del microondas al girar. Cuando decíamos “normal” nos referíamos a los matrimonios heterosexuales, a las familias como las que salen en la televisión.

      Jugábamos a no considerarnos una pareja, a parodiar la vida de pareja. Había algo triste en ese juego que Gustavo prolongaba demasiado, siempre un poco más de lo que admitía la broma, como cuando se explica un chiste varias veces y mantienes la sonrisa por compromiso, para no estropear la risa de los demás.

      Zapatero estaba entonces siempre en la televisión. Recuerdo todavía la sonrisa boba de Zapatero, su forma de no creerse que era el Presidente. Sigo asociando esa desagradable sonrisa de Zapatero con mi propia sonrisa ante aquellos juegos estériles con Gustavo, el gesto congelado, la consciencia de los músculos de las comisuras de los labios, tensos.

      Yo llegaba de trabajar y comíamos juntos, frente al televisor. La Bolsa de Wall Street había caído veinte puntos. Lehman Brothers estaba en quiebra. Las hipotecas subprime se habían extendido como un virus por todos los bancos del mundo. Pérdidas millonarias. Cifras que no tenían significado, que pertenecían a otro idioma, a otro mundo, que superaban el concepto de “dinero”.

      Comíamos y cenábamos viendo la tele. En las seis horas entre el telediario de las tres y el de las nueve podían haber pasado muchas cosas. Caía la Bolsa de Londres, la de París, la de Madrid. Veíamos imágenes de ejecutivos y pantallas con números. Se llenaba el telediario de cifras, de índices, de porcentajes.

      Firmé un Change.org pidiendo que no se aprobara la Ley de Emergencia Presupuestaria que reducía un 30% el sueldo de los profesores de la Educación Pública.

      Era la época de las comidas rápidas frente a la tele, con una abundancia de datos incomprensibles, imposibles de asimilar. Era la manifestación de un mundo desconocido, que había estado siempre ahí, oculto, y que ahora mostraba su lenguaje extraño, urgente, que producía miles de mensajes que no podíamos interpretar. Todavía no tenía nada que ver con nosotros: eran cosas que afectaban a inversores, a banqueros. Era como si comentáramos el argumento de una serie que todo el mundo estaba viendo y de la que cada uno tenía su opinión, su propia teoría torpemente armada sobre un argumento incompleto, plagado de elipsis. Todo el mundo la comentaba, en Facebook, en Twitter, en la Sala de Profesores.

      Me fijo en los uniformes de los policías, que no miran a la cámara: sus boinas, sus chalecos antibalas. El deseo de que algo pase, de que algo haya pasado, está en esa seriedad, en el peso y el calibre de las balas

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