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el dinero que nos den te operarás esos dolores, le dijo José Vargas acariciándole el pelo, y al tacto descubrió algunos gránulos de masa seca en los mechones. ¿Y tú qué harás con el dinero que te den, padrino?, preguntó Mateo Arruchi emocionado, sosteniendo la caja de mazapanes mientras José Vargas los manoseaba antes de seleccionar una paloma con el buche reventado. Yo volveré a Trujillo, compraré tierras y ganado y me casaré con tu madre, se sonrió Vargas a la vez que apuraba la cantimplora. La tiró por detrás de su hombro y sonó hueco al caer en la fuente. Mateo Arruchi se agitó y los mazapanes brincaron. Sus músculos finos se endurecieron porque la garra hirviente empezaba a arañarle el lado derecho. Bajó la vista y calló un momento. Luego musitó entonces me busco dos amigos y se lo cuento. José Vargas se levantó despacio, se puso las manos en los riñones y se estiró. Sí, Mateo. Que no se conozcan, dijo Arruchi levantándose también. No, dijo José Vargas. ¿No que no se conozcan o no que sí se conozcan? Que no se conozcan, respondió Vargas, y que sean valientes como tú y de corazón puro y amantes de la patria. Le entró hipo. Aunque casi me mata por desertor, yo quería a tu padre. Extendió una mano y Mateo Arruchi le devolvió la caja. Él estaría orgulloso de ti, le dijo José Vargas, y le dio un beso en la sien y una palmada en la nuca. Mateo Arruchi sintió sus dedos pegajosos por el marrasquino, por los dulces y por la saliva de habérselos chupado, y dijo padrino, lo voy a hacer bien.

      Vargas hizo el camino de vuelta a casa basculando de un pie a otro y comiendo mazapán. Observaba los edificios, los objetos y las personas con una vehemencia inconsciente. Se detenía delante de un caballo e intentaba sostenerle la mirada, acariciaba las columnas, perseguía a los perros callejeros, apoyaba la frente en las paredes. Cuando ya llevaba un minuto en la puerta de la casera cogió la bolsa de dinero y sacó un puñado de monedas. Entonces llamó tan suavemente que ni él mismo oyó el golpe. La casera no se enteró hasta que José Vargas perdió el equilibrio y cayó de medio lado en la puerta. Lo llamó borracho y ateo y le dijo no le da vergüenza en una casa decente, presentarse a molestar. José Vargas había detenido los ojos en sus pechos grandes que eran uno solo, un terraplén hacia el suelo. Permaneció inmóvil y desconcertado porque no recordaba qué había venido a hacer a la puerta de la casera hasta que de entre la regañina distinguió la palabra mensualidad. Mensualidad, repitió Vargas. La mensualidad, sí señor, la mensualidad, continuó ella con energías renovadas y más azul la vena de encima de la ceja, si la culpa la tengo yo por no haberle llevado a usted ya al corregidpues si no lo ha llamado usted antes será que por algo que no quiere llamarlo, ¿no?, la calló por primera vez en su vida José Vargas. Elevó la mano en la que se agolpaban las monedas, cogió con la otra la mano de la casera y la puso boca arriba. Ella, súbitamente silenciada, la fue ahuecando conforme José Vargas depositaba una moneda y otra y contaba veinte, cuarenta y cincuenta, sesenta, ochenta y cien enero, y doscientos febrero y cien más marzo, y así no tenemos que vernos hasta abril, señora, dijo. Se levantó la capa, abrió la bolsa y metió las monedas que sobraron. La casera frotó algunas, golpeó con ellas el dintel y antes de cerrar dijo a más ver. Volvió el griterío de niños y la voz mandando a callar con amenazas del demonio, la inquisición, el garrote y los franceses.

      José Vargas bajó al primer piso, agarró la llave que pendía de la cuerda y acercó la pelvis a la cerradura. Dentro hizo lo mismo para cerrar. Se arrancó el pañuelo de la cabeza, arrojó la capa y las botas. Como la escupidera estaba debajo del ventanal orinó mirando a la calle, enmarcado en el vidrio. Se subió los pantalones y se tiró bocabajo en el jergón. Durmió profundamente hasta que el sol dejó de caldear el cuarto. El atardecer de febrero dejaba la ciudad en duermevela, en una inercia moribunda de carruajes devolviendo pasajeros y gente regresando. Esa quietud de las ciudades en el ocaso, de mamífero cansado como él, lo ponía de buen humor. Notaba que Madrid y él se entendían y salió a pasear. Estaba contento, se movía con rapidez, se sentía dueño. Había comido, había echado una siesta, tenía una casa y una cita con una mujer. Iba a hablarle a Julia Fuentes, iba a cogerla de la mano, iba a llevarla a cenar.

      José Vargas es indemne a la noche cerrada. La escarcha empieza a humedecer los cristales y él no se encoge. Los coches de caballos con prisa o con enfermos le salpican barro y él sólo parpadea. Cómo voy a llevar a una monja a cenar vestida de monja, se burla, resopla. Desde hace un rato piensa que con lo que le cuesta la cena tiene para una gitana flaca, pero no se decide. Es el dinero, piensa. Siempre que tiene dinero se sume en algún tipo de reflexión vital. Los ricos celebran el dinero gastándolo, los pobres celebramos el dinero pagando, piensa. Si yo le hubiera dado su parte a Cuesta la habría usado para comprarse una camisa igual de asquerosa que la que tiene ahora, y Mateo para pagarle a un médico y a un boticario que le dirían que se va a morir sin remedio, como su padre. Los dos habrían quedado igual de desgraciados. Mensualidad o conspiración, se había preguntado José Vargas esa mañana delante de la bolsa. No tuvo que hacer cuentas. Al peso supo que no le llegaba.

      11

      Castillejos se levanta esbelta. Lo nota. La clavícula más marcada, como una percha de la que colgara el cuerpo. Las muñecas frágiles, las puntas de los dedos afiladas, las uñas cortantes, más firme el descenso del cuello, los pezones rígidos portando el camisón, el vientre plano de haber comido poco. Mete la mano por debajo de la ropa y lo acaricia. El cuerpo de Castillejos es un trazo. Sus movimientos son pequeños y ciegos, la rodea un aire denso. La habitación es clara y tiende al azul. No sabe si ha dormido mucho, ni sabe si está cansada por no haber dormido o es que no se ha terminado de desperezar de un sueño largo. Mira de cerca los objetos, toca el borde del lavabo y se asoma un rato a la ventana. Recorre la extensión de tejados, una llanura seca. La detienen los reflejos de los tragaluces de las buhardillas. Los supera como de una zancada un charco. Las buhardillas se le hacen endebles, de juguete. Un tragaluz parece un recortable de papel que se dobla por las esquinas y se adhiere al tejado con una pestaña. Los tejados parecen de cartón. Las cúpulas y los campanarios parecen decorados de un teatro de marionetas. Castillejos se acuerda de su teatrito y sus figuras pero no recuerda dónde los tiene guardados o si los tiene su hermano el mayor pero todavía pequeño, si él seguirá jugando, y piensa en que la ha abandonado y por primera vez le da pena. Unos mosqueteros, unos mariscales, unas princesas. Todavía a veces los saca y los monta en el suelo, pero ya no se pone a jugar. Sólo los observa y tararea una cancioncilla que se inventa, y de improvisar se le saltan las lágrimas como ahora mismo. Siempre inventa la misma cancioncilla y siempre llora. No sabe si vestirse, debe vestirse, va a vestirse, se queda como está pero debo vestirme, piensa. Catalina Castillejos es dueña de su turbación. Se cruza de brazos y así se queda.

      Percibe el espacio distinto a ayer. Encuentra el hogar en el sitio del hogar y piensa ahí dormí anteanoche. Encuentra el sillón en el sitio del sillón y piensa ahí se sentó el capitán Plaza anteanoche, ahí ha dormido hoy. Encuentra la cocina y piensa es la cocina de la jarra de leche. Recrea el golpe, la sangre, el desmayo, el anís. La complace estar ubicada. En su mente formula la oración me abandonaron, estoy en una casa, estoy bien con el batín de raso y los tirabuzones deshechos, porque en ese momento ha descubierto, volcado junto a un armario, un espejo grande cubierto de polvo. Lo ha cogido y ha pasado la mano por la superficie, y se ha sacudido la suciedad dando suaves palmadas. Se ha visto la boca hinchada y ha dado un respingo. Ha dirigido las yemas de los dedos al archipiélago de heridas de los labios. Eso ha sido en ese momento, porque ahora está formulando en su mente la oración estoy en una casa, me abandonaron, estoy bien con el batín de raso, y así, inventariando sus circunstancias, cae en la cuenta de que es domingo y de que debería aprovechar que Vicente Plaza va a la iglesia.

      Él dudaba si ofrecerle su brazo. Al final lo hizo llamado por su antigua instrucción de noble. Castillejos lo tomó sin apoyarse y tuvo el puño cerrado todo el camino. Se han soltado al cederle Plaza el paso en la puerta, y Castillejos, con suave reprimenda, le ha dicho ya va por el credo, y ha desenfundado el misal.

      En la segunda fila de baldosas de mármol Castillejos dobla una rodilla y se persigna. Tras ella, Vicente Plaza se descubre y hace lo mismo más rápido. Todas las cabezas y casi la del cura se giran porque las espuelas de Vicente Plaza están arañando el suelo, marcando un ritmo de enormes cascabeles, como un rico y lento carruaje. También Castillejos se da la vuelta y lo mira pero sin censura, y con los labios gesticula no hay sitio. Diego

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