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ante sí mismo y esto acentuaba su malestar. No eran amigos ni eran amantes, entre ellos no se había creado ninguna cercanía que les permitiera tener una conversación íntima. La culpa que lo invadía después de usarla sexualmente, desataba en él una violencia arrolladora. Comprendía entonces la soledad que se había labrado y el dolor se avivaba al reconocer que sus acciones no eran justas, lo veía en sus actos contra María, contra Elena y ¿por qué no reconocerlo? Contra todos aquellos a quienes había asesinado. Él había llevado a cabo la misma violencia que quería detener.

      Las imágenes del forcejeo y del rechazo de Elena se iluminaban en su mente y lo hacían temblar. Desesperado, deseaba salir de aquellas visiones de espanto, del desasosiego que le producía encontrarse del mismo lado y llevando a cabo las mismas acciones que aquellos a quienes combatía. Pero a pesar de la angustia, reconocía que se disponía de nuevo a humillar la vida, a convertir a María en el instrumento que silenciara, al menos por un momento, su enorme culpa.

      Por primera vez y antes de que María lo decidiera, Nilton la tomó de la mano y con suavidad la condujo hacia las escaleras que llevaban al cuarto. Ella se extrañó de aquel contacto, jamás había encontrado en sus gestos algo que pudiera percibirse como una solicitud. Por el contrario, desde que lo había conocido, había sentido su mando y determinación. Aquella mano sobre la suya la hizo estremecer y renunciar a la única autonomía que había conservado frente a sus clientes: ser ella quien decidiera el momento del ascenso. Por un instante esperó a que ocurriera algo más, pero sus ilusiones habían sido destruidas tempranamente y sabía lo que podía esperar no solo de Nilton, sino de todos los hombres que la buscaban.

      Era un saber doloroso. Cada mañana al despertar reconocía que su vida se encaminaba hacia el vacío, mientras que su cuerpo se acostumbraba silenciosamente y en contra de su voluntad, a unas maneras vulgares y a unas posturas que siempre la sorprendían con desagrado. Recordaba su niñez no muy lejana y pensaba en las enseñanzas que desde temprano su madre le había inculcado, pero tenía la sensación de que esa niña violentada y esa madre asesinada habían estado juntas en otra vida, no en esta; sentía que la violencia se lo había llevado todo y la había condenado a la repetición cotidiana de aquel ultraje.

      María recordaba la primera vez que había estado con Nilton y cómo habían inaugurado las formas de su relación. Entonces, sin preámbulos, sin palabras y conducida por los gestos que él le imponía, se dejaba llevar y repetía mecánicamente lo que había aprendido con otros clientes. Nilton no era distinto a los demás, él también confirmaba a su macho en la cama sobre el cuerpo de una mujer. Y ahora se encaminaban juntos a repetir ese ritual invariable. Aquella vez, mientras María se desvestía, vio que Nilton tenía un revolver, y se asustó terriblemente; no comprendía por qué lo llevaba allí. Se quedó mirando el arma, atrapada en los recuerdos que retumbaron en su mente, pero él la sacó del ensimismamiento cuando se le acercó y la terminó de desvestir. Lentamente, Nilton recorrió su cuerpo con el revólver; cuando detuvo el arma en su sexo tratando de estimularla, le dijo las frases que ella debía repetir: “Dispárame, soy tuya, tienes mi vida en tus manos”.

      Cuando Nilton sintió que su sexo comenzaba a elevarse hacia ella, la empujó y abriéndole las piernas, la estimuló aún más con el cañón de su revólver, mientras le metía el pene en la boca. Las balas iban dirigidas a su sexo, mientras a su boca llegó un semen que en el mismo instante de caer, se convirtió en culpa y tedio. María quiso alabar su potencia y su hombría con las palabras de falsa ternura que había aprendido. Entonces, presa de un extraño furor, Nilton le dio un fuerte golpe y le tiró el dinero a los pies. Ella se vistió rápidamente y asombrada de haber sobrevivido de nuevo, salió de allí.

      Entraron al cuarto y como siempre, María comenzó a desnudarse; Nilton le pidió que se detuviera. Sentado en la cama no le apartaba la mirada, y ella, desconcertada, no sabía qué hacer. Entonces se sentó a su lado en silencio. María sentía que la presión de ese vacío podía precipitarla a los recuerdos que pujaban desde el fundamento de su vida; temerosa de lo que pudiera ocurrir, e intentando recuperar el espacio perdido por la actitud de Nilton, intentó levantarse para salir, pero él la retuvo y la miró a los ojos. Ella tenía miedo de que viera lo que su mirada guardaba, de que se asomara a su horror, pues sabía que una condición tácita de aquel modo de vida era amordazar el sufrimiento en ese cuarto, que desapareciera la propia historia; allí, los hombres solo querían un cuerpo y un eco en el que escucharan lo que acaso nadie les decía.

      Nilton se tendió junto a ella. Había tristeza en su mirada, tan distinta a aquella urgente, plena de furor y deseo que ella conocía. Por momentos, parecía que fuera a llorar, pero apretaba los ojos y volvía a mirarla con intensidad. Él, que quería sentir la cercanía, el calor y el aliento por fuera de la rabia, de la agonía, lejos de la venganza y de la muerte, se arrimaba a ella, que también caminaba por esos lindes y estaba herida y dañada por el odio.

      María se daba cuenta de que Nilton se encontraba débil y temía que pudiera lanzarle el dolor y la rabia y golpearla como ya lo había hecho antes. Se sentía desamparada, entonces, frente a los ojos desesperados de Nilton, presa del abandono y dándole la espalda para evitar su mirada, quiso gritarle que cada día cuando abandonaba el cuarto, sabía que la muerte le había ganado de nuevo, y que ese Dios en quien le enseñaron a poner sus esperanzas, se encontraba desnudo en su cuerpo maltrecho. Quería gritarle que en aquella inmunda cama, cada noche se anidaba el virus del odio y se amañaba en su cuerpo contaminando aún más su vida. Decirle, por si no sabía, que ese cuarto era un nido de rabias y frustraciones y cada vez que cerraba la puerta veía allí su propio cadáver. Pero Nilton se abrazaba a ella, se le pegaba y hundía la cabeza en el arco de su cuello. María sentía el calor de la respiración agitada y creía escuchar sollozos. Percibía su pesadumbre, y conocía muy bien de qué material estaba hecho el sufrimiento: el odio. Para ella, el cementerio donde yacía su cadáver era la cama, esa era la lápida y allí se sellaban sus labios, amortajados, sin palabras. Cada noche veía la agonía de su ternura infantil, los sueños derrotados y el olor nauseabundo de un animal agonizante que diariamente venía a vivir su pequeña muerte. Aquel era un odio palpitante, apasionado, biológico, que permanecía en el silencio de los espejos.

      Nilton se movía desasosegado, no hallaba la proximidad que afanosamente y con angustia buscaba, tampoco la tranquilidad que da la cercanía de otro cuerpo; constataba que todo estaba desierto, hundido en la exclusión de su violencia hacia Elena, y el cuerpo de María lo profundizaba más en la zozobra. Eran dos almas desesperadas, como mimos con gestos mudos y exagerados. Ella nada podía darle aparte de esa representación del placer y del deseo, nunca el amor.

      Nilton se levantó, abrió la llave del lavamanos para humedecerse el rostro, observó a María agazapada en la cama, y mientras terminaba de vestirse, supo que esta era la última vez. Depositó en el lavamanos el dinero que tenía. Como una bestia abatida, encerrado en un círculo de aislamiento confirmado por la tristeza y la desolación de esa noche, atravesó el cuarto, abrió la puerta y salió.

      No sabía hacia dónde dirigirse, no encontraba cómo descargar su ánimo. La permanencia junto a María no lo había apaciguado y tampoco había logrado hablar con ella, que se había quedado tendida en la cama, indiferente a su dolor, igual a él, que nunca se había interesado por el sufrimiento de ella. Siempre había buscado el cuerpo mudo de María, vacío y sin historia; era demasiado tarde para encontrar su alma y alcanzar una cercanía para aliviar la sensación de orfandad que lo estaba matando.

      Se dirigió hacia la feria de ganados que iniciaba su actividad desde el amanecer. Hacía pocos meses había estado en el pueblo, y en su aterrorizado escape cruzó por las calles, convencido de que era la última vez que las recorría. Ahora las miraba con atención como si quisiera aprendérselas de memoria, pues desde aquella huida sentía que la muerte estaba muy cerca, asediándolo de tal manera que se había convertido en un ser temerario y suicida en los ataques contra sus enemigos. Se detuvo a observar el movimiento del mercado y el fuerte olor de las frutas que invadía el lugar, lo colmó de imágenes de la niñez. Pero volvió a ver el rostro de su madre en aquella tarde fatídica: estaba desencajado y su expresión era de amargura, desprecio y desengaño. Recordó cómo lo miró fijamente desde la entrada del corral, mientras él, que intentaba poner algo en su herida que sangraba de nuevo, no

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