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      Jane pestañeó, parecía haber evitado una catástrofe, pero no estaba muy segura de que no se estuviera dirigiendo hacia otra.

      –Veintiocho –contestó con el ceño fruncido.

      –Y yo treinta y nueve.

      –No entiendo lo…

      –Porque no me has dejado terminar. Tengo treinta y nueve años, he estado casado y ahora no lo estoy. Soy un hombre sano, puedo hacer lo que quiera y con quien quiera. Pero para mí no es suficiente. Cuando mi esposa murió hace tres años… ¿Es extraño, verdad? Tu vida parece haber cambiado al mismo tiempo que la mía –añadió pensativo.

      Jane contuvo la respiración y esperó a que continuara.

      Gabe se encogió de hombros, como si eso fuera algo que pudiera dejar para otro momento.

      –Cuando Jennifer murió, todas mis ilusiones se fueron con ella. Y también desapareció la ilusión de la perfección.

      No era sorprendente en sus circunstancias. Debía de haber estado verdaderamente enamorado de Jennifer para haber llegado a pensar que era perfecta. Pero, al fin y al cabo, ella había cometido el mismo error con Paul.

      –O al menos eso parecía –añadió, mirándola significativamente.

      –Pues puedo asegurarte que no soy en absoluto perfecta –replicó con firmeza mientras se levantaba para llevar los platos al fregadero. Por lo que a ella concernía, la velada había terminado–. Te deseo suerte en tu búsqueda de la mujer perfecta, Gabe. Pero déjame a mí fuera. Me gusta mi vida tal y como es.

      Gabe también se levantó.

      –¿Nunca deseas algo diferente, Jane? Como casarte, o tener hijos…

      Jane sintió una punzada de dolor. Pero fue solo por un instante. Rápidamente contuvo sus emociones y su mirada se tornó tan impenetrable como el acero.

      –Al igual que tú, Gabe, ya lo he intentado antes –se mordió los labios–. Y la respuesta es no, no deseo ninguna de esas cosas –se pertenecía a sí misma, no quería volver a sentirse jamás como si fuera propiedad de alguien.

      –¿Has estado casada? –preguntó Gabe, mirándola con los ojos entrecerrados.

      Había vuelto a inducirla a hablar de cosas que no quería.

      –¿No lo ha estado prácticamente todo el mundo? Con las estadísticas actuales de divorcio, es prácticamente imposible no haberlo estado.

      –¿Entonces estás divorciada? –insistió Gabe sin apartar los ojos de su rostro.

      Oh no, no iba a sacarle ni una sola gota de información más.

      –Mi padre me dijo en una ocasión que había que probarlo todo alguna vez –contestó burlona–. Y que, si la primera vez no te ha gustado, lo mejor es no repetir la experiencia –no había contestado a su pregunta y la expresión de Gabe le decía que era plenamente consciente de ello.

      –¿Tus padres viven en Londres?

      Jane tomó aire. Nada parecía detener a aquel hombre.

      –No –contestó–. ¿Y los tuyos viven en América?

      Gabe apretó los labios.

      –Sí –contestó secamente. Parecían haber quedado en tablas en aquella ocasión–. En Washington D.C. Mi padre se dedicaba a la política, pero actualmente está jubilado.

      Si pensaba que hablándole de su familia iba a conseguir que ella le hablara de la suya, estaba completamente equivocado.

      –¿Los políticos se jubilan?

      –En realidad no –Gabe sonrió ante aquella pregunta–. Pero eso es lo que le gusta decirle a la gente. Él y mi madre llevan cuarenta años casados.

      Y sus propios padres cerca de treinta. De hecho, al día siguiente celebraban su aniversario y ella pensaba ir a pasar un rato con ellos el sábado. Desgraciadamente, eran solo unas horas las que se sentía capaz de disfrutar en su compañía.

      Cuando era una niña todo era completamente diferente. Sus padres la adoraban. Pero lo que Paul había hecho tres años atrás los había afectado a todos. Su padre se había convertido en una sombra de lo que era, por mucho que su madre intentara disimularlo cada vez que Jane iba a verlos para no hacer sufrir a su hija. Pero Jane no se había engañado nunca. Sus visitas eran cada vez más breves y distantes en el tiempo. Y tan tensas para ella como para sus padres.

      –Alguien debería darles una medalla –le dijo a Gabe con ironía–. Quedan pocos matrimonios como ese.

      –Eso no es cierto. Hay miles de parejas felices. Como Richard y Felicity –expuso triunfante.

      –¡Pero no dudaste en acusarme de tener una aventura con Richard!

      –Un error natural, en aquellas circunstancias.

      –¿Se puede saber qué circunstancias eran esas? –le preguntó exasperada.

      –Bueno, lo defendiste con mucho ardor…

      –Dicen que es una característica de los ingleses –contestó secamente. Y añadió ante la mirada perpleja de Gabe–: siempre apostamos por el caballo perdedor.

      –No creo que Richard y Felicity se consideren a sí mismos perdedores.

      –Hoy he ido a ver a Felicity.

      –Y supongo que te habrá hablado del contrato que he firmado con Richard. Y que ahora te estás preguntando qué es lo que en realidad me propongo. ¿Serviría de algo que te dijera que no me propongo nada? ¿Que se trata de un contrato sin trampa y que no escondo segundas intenciones?

      Jane lo miró con escepticismo.

      –¿Y qué consigues tú con ese acuerdo? –por lo que Felicity le había dicho, no lo beneficiaba nada en absoluto.

      –Poder dormir con la conciencia tranquila.

      –No me digas que tienes conciencia, Gabe.

      –¿Te cuesta creerlo?

      Jane se encogió de hombros. Tres años atrás, lo había considerado un hombre sin conciencia ni sentimientos y no iba a cambiar tan pronto de opinión.

      –La respuesta es sí.

      –Oh, pues claro que tengo. Y te aseguro que se ha dado cuenta del esfuerzo que has hecho hace unos minutos para cambiar de tema –añadió burlón.

      Jane lo miró con expresión de fingida inocencia. En realidad, habían sido tantas las veces que había cambiado de tema que no sabía a cuál de ellas se refería exactamente.

      Gabe echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

      –¿Normalmente te funciona esa cara de niña inocente? –preguntó.

      –Normalmente sí –contestó ella, sonriendo a pesar de sí misma.

      –Dios, Jane, ¡estás preciosa cuando sonríes! –dijo con admiración–. ¡Oh, estás intentando cambiar de tema!

      –¿Tú crees?

      –Estoy seguro. Dime, ¿sabes jugar al bridge?

      –Pues la verdad es que sí.

      –¿Y al ajedrez?

      Jane volvió a sonreír, sabiendo exactamente a qué se estaba refiriendo.

      –Sí –confirmó.

      –Desgraciadamente para ti, ¡yo también! –bromeó Gabe–. Dime, Jane, ¿tú crees en el amor a primera vista? –añadió suavemente.

      –No –contestó ella sin vacilar–. Ni a segunda, ni a tercera ni a cuarta.

      –¿Tan terrible fue tu matrimonio?

      –A su manera, sí. ¿Pero

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