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aún el hormigueo en las manos, pero la visión empezaba a recuperarse. Estaba helada, pero no tenía frío, como si mi cuerpo se hubiera disociado de las terminaciones nerviosas y la información que llegaba a mi cerebro fuese tan confusa como yo misma me sentía. Estaba desorientada y la cabeza me daba vueltas.

      Eché un vistazo a mi alrededor, por lo menos no había aparecido sorpresivamente alguien para verme en semejante estado. Supongo que su intención era ayudar, pero en esos momentos cualquier interacción con otros me dejaba exhausta.

      —Nada más encantador que una lánguida damisela en apuros —me dije con ironía.

      Solo que para mí esos episodios no tenían nada de encantador ni romántico y únicamente me servían para coleccionar cardenales.

      Estaba tumbada, mejor así. Me concedería unos minutos antes de incorporarme, aunque la hierba todavía retenía la humedad del rocío de la mañana y ya estaba traspasando la tela de mi sudadera. Mi cabeza quería hacerse cargo de todo y daba órdenes a diestro y siniestro, pero comenzaba a frustrarse al ver que no obtenía resultados. Hice una revisión general, parecía estar en buen estado salvo porque me había lastimado ligeramente la espalda al caer. Traté de estirarme con cuidado para desentumecer los músculos. Estaba cerca de la playa, de eso no tenía duda, el intenso olor a algas era inconfundible. Hasta ahí todo correcto.

      Me fui incorporando poco a poco hasta apoyarme en unas piedras. No quería girarme porque aún no tenía el equilibrio necesario, pero por alguna razón estaba segura de que algo había desaparecido detrás de mí y quería comprobarlo. Finalmente, me pudo la curiosidad, así que me puse de rodillas y fui dándome la vuelta hasta descubrir qué era lo que echaba en falta.

      —¡Imposible!

      Era materialmente imposible que el mastodonte de hormigón que era el Elogio se hubiera volatilizado. Sin embargo, no había ni rastro de él. En su lugar solo estaba la suave hierba que bajaba por el acantilado hasta llegar al mar, una pequeña ermita y a lo lejos una especie de atalaya. No recordaba que nada de eso estuviera allí hacía un instante. Tenía que tratarse de una especie de ilusión óptica.

      Me sentía aturdida, pero algo me impulsó a levantarme y empezar a caminar. No servía de nada quedarme allí. Necesitaba saber, lo que fuera, algo que calmara mi sed de información. De modo que comencé a bajar la suave pendiente.

      Notaba el viento de nordeste. Siempre despejaba el cielo e invariablemente te engañaba haciéndote creer que el calor del sol efectivamente calentaba. En cuanto dejara de soplar el cambiante tiempo asturiano haría acto de presencia y una fina llovizna empezaría a caer. Inocente, casi imperceptible hasta que te empapaba completamente.

      Seguí bajando mientras me repetía que todo aquello tenía que tener alguna explicación sencilla y perfectamente racional. O al menos fui capaz de repetírmelo hasta que alcancé a ver el animado bullicio que había a los pies del cerro. El devenir de gente era constante y tenía toda la pinta de deberse a una de las ferias medievales que el Ayuntamiento gustaba de organizar con el fin de entretener a los turistas. Eran frecuentes, pero algo en esta la hacía parecer tan… real. Todo me resultaba familiar y, sin embargo, no podría asegurar que fuera exactamente como hacía tan solo unos minutos. Meneé la cabeza para intentar deshacerme de la incómoda sensación, mi imaginación tenía por costumbre campar a sus anchas y parecía que se lo estaba pasando en grande a mi costa. Una mujer vestida con un traje de un anodino color marrón y cargando unos cestos pasó con prisa a mi lado. La cogí por el brazo para detenerla antes de que se escapara corriendo hacia el puesto que a buen seguro tenía en la feria. Necesitaba preguntarle a alguien y tenía que hacerlo ya.

      —¿Podría decirme qué está pasando?

      La rabia inicial por mi interrupción se tornó en sorpresa, como si no pudiera creer que alguien no estuviera enterado.

      —Los balleneros, parten hoy para la campaña.

      La solté de inmediato, estaba en shock. ¿Balleneros? Aunque sabía que había sido un negocio próspero, hacía muchísimo tiempo que la caza de ballenas no se practicaba en Gijón. Sentí compasión por ellas, por aquellos hermosos e inteligentes animales que iban a perecer. Pero ¿qué estaba diciendo? Una partida de balleneros era algo ¡absolutamente imposible! Sin duda aquello debía de ser un sueño o más bien una maldita pesadilla causada por el desvanecimiento.

      Una voz potente me sacó de mis pensamientos de golpe. Sin previo aviso. Sería así a partir de ese momento, solo que yo aún no lo sabía.

      —¡Eh, muchacho!, yo que tú correría a buscar refugio. Se avecina una buena —la voz provenía de un hombretón de metro noventa con el cabello ondulado rezumando agua sobre la frente y unos penetrantes ojos verdes. Se lo retiró con una mano fuerte, grande pero hermosa. Su aspecto era rudo y curtido, pese a ello, sus movimientos eran elegantes—. ¡Maldito orbayu! Acaba calando hasta los mismísimos huesos. Este invierno va a ser duro —añadió mirando al cielo.

      Se volvió de nuevo hacia mí, del mismo modo que quien encuentra a un pajarillo herido y es incapaz de dejarlo a su suerte.

      —¿Es que no me has oído? ¡Muévete!

      Y me agarró con fuerza tirando de la manga de mi maltrecha sudadera de la universidad. Yo le miré desconcertada, pero en medio de la rocambolesca escena me encontré a mí misma indignada porque me hubiera confundido con un ¡varón! Desde luego no estaba atravesando mi mejor momento, pero de ahí a parecer un hombre había un trecho.

      Mi pelo, con el que llevaba experimentando un tiempo con bastante poco éxito, tenía un color cobrizo más claro en las puntas. Pese a mis esfuerzos por conseguir lo contrario insistía en rizarse. Lo llevaba justo por encima de los hombros. Pensándolo bien era una versión grunge del Príncipe de Beckelar, aquel gigante no andaba tan desencaminado.

      «Mierda», pensé. «Ya es oficial, necesito dejar de ver tutoriales de peluquería en YouTube».

      Un nuevo tirón me sacó de mi ensimismamiento.

      —¡Por Dios que eres lento, rapaz!

      —Y usted un pedazo de bruto de narices —me oí decir.

      El hombretón se detuvo en seco y me miró como quien acaba de escuchar hablar a una piedra. A continuación, me soltó para poner los brazos en jarras y una estruendosa carcajada salió de su garganta y le hizo sacudir los poderosos hombros arriba y abajo.

      Me agarró, entonces, zarandeándome con tanta fuerza que temí que me dejara maltrecha, como una baya madura y jugosa aplastada entre sus manos. Tenía el cuerpo cálido y, aunque su olor era una intensa mezcla de sudor y heno, exhalaba algo que me hizo sentir en calma. Sin darme cuenta, y sin ningún tipo de miramiento, metió la nariz entre las revueltas ondas de mi pelo. Definitivamente aquel hombre no había oído hablar de la sutileza en toda su vida.

      —Hueles igual que una muchacha —manifestó—. ¿De dónde diantres has salido?

      Y, soltándome, volvió a reanudar la marcha a grandes zancadas seguro de que le seguiría igual que un pollito sigue a la gallina.

      No se equivocaba. Aunque había considerado la idea de escabullirme aprovechando el ajetreo de la plaza lo cierto era que hasta que pudiera pensar con claridad aquel espontáneo parecía ser mi mejor opción. Me recordaba a un oso grande y yo siempre había adorado a los osos. Además, los otros transeúntes habían comenzado a estudiarme con curiosidad y no tenía intención de permanecer allí por más tiempo.

      —Me llamo Bernal. ¿Cuál es tu nombre? —gritó a sus espaldas sabiendo que yo seguía torpemente sus pasos.

      —Gonzalo —balbucí recordando que era uno de mis nombres masculinos favoritos. Estuve a punto de contestar «¡Van Helsing!», pero me pareció un poco osado dado mi tamaño y mi aspecto en general. Por alguna razón decidí no sacarle de su error acerca de mi género. Quizás fuera más prudente, por el momento.

      —Apura el paso, muchacho. Todavía estamos a tiempo de beber algo en la fonda antes de que se nos eche la noche encima. Estoy seco —dijo

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