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la forma en que la institucionalidad ha devenido en un aparato para la representación de intereses (preferentemente) de clase, precisamente como consecuencia de la estructura de relaciones de poder que presenta la sociedad chilena. Una serie de decisiones legislativas tomadas en los últimos años dan cuenta de cómo los intereses de los grupos hegemónicos han prevalecido por sobre los grupos subalternos, desde la tortuosa implementación de la así llamada gratuidad universal de la educación superior, hasta la cuestionada aprobación del control preventivo de identidad, pasando por una reforma laboral cuestionada por los sindicatos y las propuestas de reforma al sistema previsional, que mantienen su esencia capitalista de acumulación individual. Especialmente respecto de los derechos sociales, la mentada gradualidad ha sido utilizada como una excusa para implementar reformas parciales que no suponen un cambio significativo en la estructura de las relaciones de poder en la sociedad. En educación, por ejemplo, una reforma realmente significativa, que contribuya a modificar la estructura social de poder político, debiera tener por objetivo terminar con la acumulación del capital cultural y político que permite el actual modelo de educación. Mientras el diseño legislativo siga siendo funcional a la acumulación individual del capital que genera la sociedad, en favor de grupos minoritarios, en lugar de optar por una distribución justa y equitativa del mismo, la dimensión política del fenómeno –aquella en virtud de la cual es posible explicar o constituir relaciones de poder– seguirá relegando a importantes sectores de la sociedad a una condición de subalternidad.

      En este sentido, qué podemos entender por una nueva Constitución. Qué factores propios de lo constitucional deben cambiar para que el resultado pueda ser concebido como algo, en efecto, nuevo. Los cambios que dan paso a una nueva Constitución, ¿se definen en abstracto o a partir de la Constitución chilena vigente, en particular? Ciertamente, no es un asunto que se defina exclusivamente desde la dimensión jurídica de la Constitución. La clave de inteligibilidad radica en la estructura de las relaciones de poder que actualmente sostiene la –y sostienen a la– Constitución, es decir, es necesario cambiar las formas constitucionales del poder, por ejemplo, abriendo espacios de participación radical a los grupos sociales que han estado sistemáticamente marginados y sometidos a relaciones de subalternidad (entre otros, pobres, privados de libertad, mujeres, pueblos originarios, minorías sexuales, migrantes, niños, niñas y adolescentes), con el objetivo de asegurar que cuando sea posible tomar una decisión institucional, libre de las trabas de la neutralización propias de la transición, sean las propias clases subalternas las que puedan decidir autónomamente, sin tener que esperar que representantes generados en instancias ajenas a su participación lo hagan por ellas. Esas nuevas formas de representación –sin la cual es impensable la acción política colectiva– deberán desplegarse libres de relaciones de dominación.

      Para que un eventual momento constituyente dé paso a una relación de fuerzas de poder político diferente de la actual, se requiere de la participación de otro tipo de sujetos políticos, no de quienes se ven inmediata y materialmente privilegiados con la actual correlación de fuerzas políticas (como ha sucedido a lo largo de la llamada vía reformista, marcada por los hitos de 1989 y 2005), sino por quienes no ven este orden como fuente de privilegios o, incluso, por quienes son derechamente perjudicados por este. En otras palabras, si el proceso constituyente actualmente en curso lo vuelven a monopolizar quienes son hoy privilegiados por la actual estructura de relaciones de poder, proyectarán su estructura de privilegios sobre el futuro ordenamiento constitucional. Así, tal como en 2005, la decisión no será propiamente constituyente, precisamente porque no permitirá alterar las relaciones de poder que siguen relegando a la subalternidad a la mayoría de la población. Se trata de momentos de cambio constitucional en los cuales no hubo ningún intento por realizar una lucha contrahegemónica destinada a transformar las relaciones de poder (Muñoz habla de momentos de legitimación concertacionista de la Constitución transicional; 2015, pp. 123-139). La clave de la novedad radica en abrir radicalmente los espacios de participación política, para que la futura estructura normativa que regule –y establezca– las nuevas relaciones de poder, tanto al interior de la institucionalidad estatal como entre las personas (por ejemplo, en la forma en que ejercemos los derechos fundamentales), sea coherente con aquella estructura de relaciones de poder en la cual, libremente, estaríamos dispuestos a participar como una comunidad política libre.

      Así, puestos a debatir sobre cómo el poder político adquiere forma jurídica a través de una decisión constituyente, la pregunta central debiera ser formulada en clave de sujetos políticos y no solo desde la forma institucional del poder. En otras palabras, qué tipo de sujetos debiera participar de este momento histórico para que pueda ser llamado constituyente, es decir, para que de él surja, efectivamente, una estructura jurídica y política nueva en el sentido de diferente de la actualmente vigente. Ello supone evidenciar que la actual estructura de poder de la sociedad es el resultado de una serie de prácticas contingentes monopolizadas por la élite dirigente que, configuradas desde 1973, ha alcanzado un importante grado de sedimentación.

      Para ello, es fundamental pensar el momento constituyente chileno como un proceso político e histórico situado en un determinado contexto, sin limitar la construcción discursiva a las abstractas categorías conceptuales que han acompañado la idea de poder constituyente desde que fuera acuñado durante las revoluciones burguesas del siglo xviii. En Chile, las prácticas políticas que acompañan al modelo institucional denominado Estado de Derecho dan cuenta de una evidente matriz de autoritarismo político, cuyas huellas se pierden en la historia colonial prerrepublicana y se proyectan con fuerza hacia los siglos xix y xx. No solo es posible trazar la construcción de una epistemología autoritaria en la formación de la cultura jurídica chilena (cuestión que he abordado en Bassa 2013), sino que la evolución de nuestra propia institucionalidad se encuentra marcada por una periódica sucesión de guerras civiles, golpes de Estado, intentonas golpistas, alzamientos populares, matanzas obreras, el sometimiento de la Araucanía.

      Asimismo, el influjo colonial no se encuentra del todo desarticulado en Chile, tal como lo demuestra la pervivencia del conflicto que el Estado de Chile mantiene con los pueblos originarios, especialmente con el pueblo mapuche. En nuestro país existe una matriz cultural originaria que ha sido sometida a la cosmovisión occidental impuesta durante la colonización de América. Formas originarias de configuración de relaciones de poder fueron desconocidas, suprimidas y reemplazadas, primero por los colonizadores y luego por las élites que impulsaron la construcción de las jóvenes repúblicas, quienes impusieron categorías conceptuales provenientes de un incipiente constitucionalismo moderno, europeizante y androcentrista. Estos dos momentos históricos, en los que las formas culturales originarias fueron desconocidas y perseguidas, son piedras angulares en la actual configuración de las relaciones de poder político en el seno de la sociedad y contribuyen de una manera importante en esa constitución política de la sociedad contra la cual parecen manifestarse importantes sectores de la comunidad política. Este dato es fundamental para enfrentar el debate constituyente en el país, pues esos principios del constitucionalismo liberal no se materializan de la misma forma para todos los sectores de la sociedad, generando estadios de subciudadanía, para quienes los derechos son una promesa incumplida, y estadios de sobreciudadanía, para quienes los derechos devienen en crudos privilegios (Medici 2013, pp. 64-66).

      Comprender que constituir significa revisar críticamente las actuales estructuras de las relaciones de poder en la sociedad, para dar paso a una nueva forma jurídico-institucional de organización del poder político, tanto a nivel estatal como social, requiere i. evidenciar el punto de partida desde el cual se enfrenta el desafío constituyente, asumiendo el carácter situado del proceso histórico y de la reflexión política que lo acompaña, y ii. considerar cómo es posible desarticular aquellas relaciones políticas opresivas o de dominación que impiden un agenciamiento político de los pueblos libre y autónomo de las elites dirigentes. Ello supone abordar el desafío, contracultural en un modelo de acumulación capitalista, de terminar con el proceso de acumulación del poder político que favorece a las élites y de avanzar en un modelo institucional que permita la distribución del poder social, especialmente en favor de grupos que llevan décadas y siglos en condiciones de subalternidad.

      4. Cómo constituir

      

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