Скачать книгу

los ojos. Volvió a leer la ficha. Comprobó lo que había dicho. Había acertado. Metió la ficha en el bolsillo izquierdo de su chaqueta. Sacó otra ficha del bolsillo derecho. La leyó. Cerró los ojos. Repitió en voz alta lo que había leído. Abrió los ojos. Sus hijos se picaban entre ellos por sus tostadas. Su mujer seguía preocupada por la colada y el tiempo. No les hizo caso. Volvió a leer la ficha. Había acertado otra vez. Metió la ficha en el bolsillo izquierdo. Sacó otra del bolsillo derecho. La leyó. Terry cerró los ojos. Terry Winters estaba aprendiéndose sus frases.

      Neil Fontaine está enfrente de la puerta de la suite del Judío en la cuarta planta de Claridge’s. Escucha teléfonos que suenan y voces que se alzan dentro. Piensa en la coincidencia de circunstancias, la confluencia de motivos y la convergencia de causas. Neil Fontaine está enfrente de la suite del Judío en la cuarta planta de Claridge’s y escucha botellas que se descorchan y copas que tintinean. Piensa en el principio de las guerras y el final de las épocas. El momento elegido para una reunión y la apertura de un sobre…

      El cierre de una mina y la convocatoria de una huelga…

      La luz de un pasillo. La sombra en una pared…

      Terror y miseria en este Nuevo Reich.

      Neil Fontaine está enfrente de la suite del Judío. Escucha los brindis…

      Dentro.

      Desayunaron al otro lado de la calle enfrente del hotel County de Upper Woburn Place, en Bloomsbury. Cuatro mesas. Desayunos completos. Terry Winters solo bebía té azucarado. Dick comía otra tostada. Nadie más hablaba. Todo el mundo con resaca…

      Todos menos el presidente. Él venía en el primer tren de Sheffield.

      Rebañaron los platos con el pan que quedaba. Apagaron los cigarrillos. Apuraron los tés. Terry Winters pagó la cuenta. Fueron a Hobart House en cuatro taxis. Terry pagó a los taxistas. Se abrieron paso a empujones entre los periodistas y la aguanieve. Entraron.

      El presidente estaba esperando con Joan, Len y los medios de comunicación de Yorkshire del Sur…

      Lleno.

      Fumaron los últimos cigarrillos. Miraron sus relojes. Subieron…

      El Mausoleo…

      Habitación 16, Hobart House, Victoria:

      Luces brillantes, humo y espejos…

      Las cortinas antiterroristas de color naranja siempre corridas, la alfombra a juego y los espejos que cubrían las paredes, las mesas distribuidas en la periferia de la sala. En el centro…

      Tierra de nadie.

      La compañía del carbón en el extremo superior; la bacm y la nacods en los laterales…

      Cincuenta personas asistían al Comité Consultivo Nacional de la Industria del Carbón…

      Pero hoy no hubo consulta. Solo provocación…

      Más provocación. Auténtica provocación…

      Cincuenta personas que observaban cómo el presidente del consejo dejaba que el vicepresidente se pusiera en pie.

      El Mecánico cuelga el teléfono. Cierra el taller. Recoge a los perros en la casa de su madre en Wetherby. Mete a los perros en la parte trasera del coche. Toma la A1 hasta Leeds. Entra en el aparcamiento. Deja a los perros en la parte trasera. Se dirige a la cafetería de carretera…

      Paul Dixon ya está allí. Está sentado a una mesa de cara a la puerta y el aparcamiento.

      El Mecánico se sienta enfrente de Dixon.

      —Bonito bronceado, Dave —dice Dixon—. Debe de irte bien en el taller.

      —Parece que a usted también le vendrían bien quince días al sol —contesta el Mecánico.

      —No todos tenemos tanta suerte como tú, Dave —dice Dixon.

      El Mecánico niega con la cabeza.

      —Se lo debo todo a usted, sargento.

      —Me alegro de que sepas apreciar las ventajas de nuestra relación especial —dice Dixon.

      El Mecánico sonríe.

      —Por eso la llaman Sección Especial, ¿no?

      Paul Dixon ríe. Ofrece un cigarrillo al Mecánico.

      El Mecánico niega otra vez con la cabeza.

      —Nunca se sabe cuándo habrá que dejarlo, ¿verdad? —dice.

      —¿Una taza de té de Yorkshire entonces, Dave? —pregunta Dixon.

      El Mecánico sonríe de nuevo.

      —Café —dice—. Solo.

      Paul Dixon se dirige a la barra. Pide. Paga. Vuelve con la bandeja.

      El Mecánico ha cambiado de asiento. Ahora está de cara a la puerta. El aparcamiento.

      —¿Esperas compañía? —pregunta Dixon.

      El Mecánico niega con la cabeza.

      —Solo vigilo a los perros, sargento.

      Paul Dixon se sienta de espaldas a la puerta. El aparcamiento. Le pasa al Mecánico su café.

      El Mecánico se echa cuatro cucharadas de azúcar. Lo remueve. Se detiene. Alza la vista…

      Dixon le observa. Los perros ladran en el coche…

      Quieren ir a casa. Fuera.

      Terry Winters no durmió. Ninguno pegó ojo…

      Nunca estaba oscuro. Siempre había luz…

      Las luces brillantes del tren de vuelta al norte. Los equipos de televisión delante de St. James’s House. Los fluorescentes en el vestíbulo. En el ascensor. En los pasillos. En el despacho…

      Siempre luz, nunca oscuridad.

      Terry llamó por teléfono a Theresa. Clic, clic. Le dijo que no sabía cuándo volvería a casa. Luego sacó sus carpetas. Su agenda. Su calculadora…

      Hizo sus cálculos…

      Toda la noche, una y otra vez, sin parar.

      El miércoles a primera hora de la mañana, Terry Winters estaba en el hotel Royal Victoria con los directores financieros de cada una de las distintas veinte zonas y agrupaciones del sindicato. Terry les hizo levantarse a todos antes de que la reunión diera comienzo. Les hizo buscar micrófonos ocultos en la sala. Les hizo cachearse unos a otros.

      Luego Terry Winters corrió las cortinas y cerró las puertas. Terry les hizo escribir las preguntas a lápiz, meterlas en sobres y cerrarlos. A continuación les hizo pasar los sobres hacia delante.

      Terry Winters se sentó a la cabecera de la mesa y abrió los sobres de uno en uno. Terry leyó las preguntas. Escribió las respuestas con lápiz en la otra cara de los papeles. Metió las respuestas en los sobres. Volvió a cerrarlos con cinta adhesiva. Se los devolvió a los autores de cada pregunta deslizándolos por la mesa…

      Los directores financieros leyeron las respuestas en silencio y las devolvieron para que fueran quemadas.

      Terry Winters se levantó. Les explicó cuál era la situación…

      El Gobierno iría a por su dinero; los perseguiría en los tribunales.

      Les dijo lo que había que hacer para borrar sus huellas…

      Nada escrito en papel; ninguna llamada telefónica; solo visitas personales, de día o de noche…

      Repartió unas hojas con claves y fechas para que las memorizaran y las destruyeran.

      Los directores financieros le dieron las gracias y volvieron a sus zonas.

      Terry Winters volvió directo a St. James’s

Скачать книгу