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terapias de conversión de la homosexualidad es que no se dice a las «pacientes» que la homosexualidad sea mala. Se les dice que no existe. De hecho, no se le llama homosexualidad, sino ams: Atracción hacia el Mismo Sexo, y se trata como un trastorno. Así, no se puede discutir en un terreno moral, no se puede debatir si lo que las «pacientes» son es bueno o malo, si hay que aceptarlo o no, porque, sencillamente, no es lo que son: es algo que les está ocurriendo, un síntoma de un problema más profundo. ¿Cómo vas a ser algo que no existe?

      Esto se refleja también en la película de Akhavan. En la escena en la que Cameron, la protagonista, acude a su primera sesión individual, la terapeuta le explica que su ams es la consecuencia visible de otros conflictos internos que están enterrados.

      Cameron: Nunca había pensado así en la homosexualidad.

      Doctora Marsh: No existe la homosexualidad. Solo existe la batalla contra el pecado que todos libramos. ¿Deberíamos dejar a los drogadictos hacer desfiles en su propio honor?

      Cameron: No... No deberíamos.

      Doctora Marsh: El pecado es el pecado. Tú te enfrentas al de la atracción hacia tu sexo. Lo primero que debes hacer es dejar de considerarte homosexual.

      Una vez, preparando con una compañera un taller sobre bisexualidad y adolescencia con participantes adultas bisexuales, propuse una dinámica y decidimos probarla. En una cartulina grande dibujamos una línea temporal, desde los cero a los cincuenta años, y cada participante recibía tres pegatinas que debía colocar a lo largo de la línea. La consigna era: la pegatina roja, en la edad a la que tuviste tu primer amor; la amarilla, en la edad a la que empezaste a darte cuenta de que tal vez te atraían personas de más de un género; la verde, en la edad a la que te nombraste como bisexual. Las pegatinas rojas se extendían a lo largo de la infancia tardía y la pubertad. Las amarillas, más o menos en el periodo de la adolescencia, algunas incluso antes. Pero no había ni una sola pegatina verde colocada antes de los veinte años. Ni una. Repetimos esta dinámica en otro espacio, también con gente bisexual, y el resultado fue muy parecido. Normalmente había un espacio en blanco de varios años entre el momento en que alguien se daba cuenta de su atracción por personas de más de un género y en el que se consideraba bisexual. Por curiosidad, hice esto con algunas amigas lesbianas, y para ninguna pasaba tanto tiempo entre empezar a fijarse en personas de su mismo género y darse cuenta de que eran lesbianas. Y entonces se lanzaba la gran pregunta: ¿por qué?

      Veintitrés años. Me nombro como bisexual. Empiezo a leer sobre bisexualidad. Me siento en un entorno mucho más seguro para hablar sobre ello, pues mi círculo cercano está compuesto en gran parte por gays y lesbianas. Aun así, para nada siento que pertenezca al colectivo lgtbiqa+: al revés, me veo como una invitada en esos espacios, casi como una impostora. No siento que tenga derecho a nombrar mi sexualidad como disidente, sino más bien como un puente entre las sexualidades disidentes y la heterosexualidad.

      Una afirmación repetida constantemente desde los feminismos para resumir el problema lingüístico del masculino genérico (es decir, utilizar el masculino plural a modo de neutro para todos los géneros) es que «lo que no se nombra no existe». Pero no nombrar lleva a una no-existencia mucho más profunda que el no aparecer en libros de Historia o no tener representación en series de televisión, porque al menos como mujer cis sé que existo, mi existencia es validada aun dentro de la opresión o dicho de otra forma: mi opresión, aunque esté infrarrepresentada, no pasa por la negación de mi existencia. No me ocurre así como bisexual. Y es que el siguiente paso a no nombrar es no concebir: lo que no se piensa, lo que no se concibe, no existe. El no tener en la cabeza el concepto de lo que eres no impide que lo seas, impide que tengas herramientas para identificarlo y puedas construir tu identidad siendo consciente de ello. Es el equivalente a estar metida en un armario invisible a tus ojos que de pronto un día (probablemente después de los veinte años, parece ser) descubres, porque te ha estado faltando oxígeno en él poquito a poco. Y ahora a ver quién sale del armario, a estas alturas y con estos pelos.

      Para mí, la bifobia interiorizada más primaria no estuvo basada en pensar que la bisexualidad era mala, sino en ni siquiera considerarla como una opción porque no sabía que existía. Yo no podía plantearme si era o no bisexual, porque no concebía la bisexualidad. Así, todas las señales que me mandaba mi cuerpo eran archivadas en otras cajas que sí existían para mí porque sí se nombraban y que, además, están dolorosamente presentes durante la infancia y la adolescencia: admiración, envidia, inseguridad. Y este proceso clasificatorio no se daba sin más. Estaba lleno de violencia. De misoginia. De gordofobia. De capacitismo. Cada vez que confundía atracción con envidia, mi autoestima se hacía un poquito más chiquitita, y esa atracción era paliada con dietas, productos para el pelo, ropa nueva que luego odiaba y otras mil formas que tiene el capitalismo de mercantilizar los complejos que a su vez contribuye a crear. Más tarde, siendo adolescente, cuando ya empecé a oír la palabra bisexual y a su vez la atracción se hizo más evidente, aparecieron nuevas cajas que daban una explicación más lógica y menos aterradora a lo que me estaba pasando: experimentación, confusión, fase. Y creo que ya notaba que esa explicación tenía lagunas, que no era así, pero lo mejor era ignorarlo porque ya estaban creadas y la sociedad las validaba y además a mí me gustaba muchísimo ese chico y ahora imagínate enfrentarte a que igual eres medio bollera.

      Estas cajas donde yo metía lo que era, sencillamente, bisexualidad, hicieron que juntar todas las piezas llevara mucho más tiempo, porque estaban esparcidas, entremezcladas con otras piezas y a veces imposibles de distinguir entre ellas. Y cuando por fin me di cuenta de mi orientación volví a abrirlas, las fui recorriendo todas y descubriendo así cosas que, de pronto, me parecieron evidentes.

      Veinticuatro años. Caigo en la cuenta de que Phoebe, de Embrujadas, me atraía. Caigo en la cuenta de que esa chica del instituto me gustaba y quería estar con ella. Me río al contarlo, pero por dentro siento una punzada de rabia.

      Hace un tiempo, en un taller sobre sexualidad y prevención de violencias en un instituto, pusimos un buzón de preguntas anónimas. Cuando lo abrimos, uno de los papeles decía: «¿Las personas bisexuales somos peores porque nos gusten los dos sexos?». En ese momento me di cuenta de que, años más tarde, muchas de nosotras seguimos haciéndonos esa pregunta, aunque ya sepamos la respuesta. Necesitamos hablar de bifobia si personas de quince años se plantean que son malas por sentir atracción o afecto hacia otras —tanto, que en cuanto viene una desconocida a dar un taller a su instituto, lo dejan por escrito en los papeles repartidos al inicio de la sesión. Mensajes así son lanzados por seres queridos, por los medios, por el imaginario cultural y social, de forma consciente o inconsciente. El hecho de que no se tenga en cuenta la bisexualidad al pensar en diversidad sexual es en sí misma la respuesta a por qué hay que hablar de bisexualidad. Porque no basta con hablar solo de homofobia. Porque la invisibilidad no es un privilegio. Porque no tenemos por qué maquillar nuestro deseo con amor romántico. Porque no es el día del Orgullo Gay, porque somos muchas más letras, muchas más identidades. Y porque la b no es de bicicleta.

      Veintisiete años. Escribo un libro sobre bisexualidad, esperando aportar así mi parte a este activismo que tanto me ha aportado a mí.

      No vuelvo al armario nunca más.

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