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solicitan confirmación (“¿está seguro que desea eliminar este archivo?”), es decir que cuentan con la torpeza e ineptitud del usuario,

       hay una interfase netamente visual que prescinde todo lo posible de los textos, y

       promueven una constante sensación de manipuleo exploratorio que subyace al manejo de ventanas y recuadros móviles.

      Todas estas características explican la eficacia de los niños frente a las computadoras con mejores argumentos que una supuesta “mejora genética” propia de estos tiempos. No es que la máquina no interpele a la inteligencia del sujeto, claro, pero parece evidente que no demanda una inteligencia superior, sino una más intuitiva, o automatizada en ciertos procedimientos. El paso del algoritmo escrito al mouse, y de éste a la pantalla táctil, sugieren un proceso más regresivo que progresivo. Los dispositivos que vengan a continuación, podríamos pensar, deberían poder ser manejados por medio de la succión oral. Cuando un adulto (de los que quedaron atrás en el tiempo, según estas hipótesis) se ve frente a una máquina cuyo funcionamiento desconoce, necesita un “manual de instrucciones”. ¿Por qué? (¿Por qué, abuelita, no metés simplemente los dedos en el teclado y probás a ver qué pasa? Seguro que vas a darte cuenta que no es tan difícil). Y no, la abuelita cree que no puede. Formado en la lógica de los procedimientos y los métodos, el adulto procura confiar en ciertas pautas establecidas de interacción con las herramientas (que están antes del mundo, pero que no “son” el mundo) y se aferra a un principio de coherencia. El niño, en cambio, el cyber-niño de este presente con aires de futuro, ese niño que deslumbra o enoja a las señoras mayores, cuenta con una ventaja. Pero esta ventaja es extraña: no se basa en algo que tiene (exigencias de consistencia, esquemas pulidos de intervención) sino en algo que no tiene. En principio, no aspira a dominar la herramienta, sino a habitar el escenario. Y lo hace sin cautela y sin miedo.

      Los adultos somos destinatarios de una trampa similar. Nos la pasamos buceando en Internet, procurando todo lo que necesitamos saber en los buscadores, esas despensas que contienen, como la cartera mágica de Mary Poppins, muchas más cosas de las que uno podría imaginar. Es casi imposible tener presente que son apenas máquinas que no piensan, no razonan, no discriminan ni especulan; que hacen simplemente lo que saben hacer las máquinas: siguen instrucciones. El diseño de estas máquinas, sin embargo (y aquí está la trampa) fue cuidadosamente realizado con la intención expresa de negar esta realidad. Desde una hipótesis benévola, podríamos decir que las empresas que desarrollan estas herramientas disfrazan su tosquedad de simples maquinarias para ir más allá y dar un giro copernicano en la relación de las personas con la tecnología… ¿A quién no seduce la idea de hablar con una máquina, como lo hacían los personajes de Star Trek? Desde una visión crítica, digamos que esa interfase humana de las máquinas está allí para crear la idea, espuria y engañosa, de que podemos ser inteligentes sin ningún esfuerzo, a costa de las máquinas. Y allí es donde se nos engaña como a niños (como a niños que no vienen cada vez más inteligentes): nos tientan con la idea de que el buscador (o el celular, o el GPS, o el horno a microondas, que para el caso son la misma cosa) nos relevan en la tarea de pensar. Si tenemos un “smart-phone”, entonces, podemos sentirnos un poquito más inteligentes, aunque en el fondo sigamos siendo los mismos perejiles de siempre.

      Un buen modo de repensar este escenario como desafío para los educadores es, tal vez, aprovechar este gran entusiasmo por enfocar la infancia y por acercarnos a los chicos con una nueva y vital capacidad de asombro, y convertirlo en esa forma particular de confianza que da fuerza al acto de enseñar. De asombrados a confiados, de atónitos ante una improbable inteligencia funcional a promotores de una inteligencia sensible a la herencia histórica y al marco político, probablemente juguemos nuestras mejores cartas, y nos salvemos de perder esa impronta utópica que nos caracteriza como maestros.

      Notas

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