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el público se retira y se va cuando la luz del día llega. El vigilante tiene la arena bajo su control durante ocho horas. Nadie puede penetrar en su recinto, ni siquiera un gato vagabundo en busca de comida abandonada debajo de una butaca por el distinguido público. Marcial está acostumbrado a su trabajo solitario. Al paso de los años, ha perdido la capacidad de conversar y de comunicar sus emociones, puesto que nadie lo toma en cuenta. Cultiva su anonimato como los luchadores su fama: con ahínco.

      Carla y Emilio aprendieron a gritar en la arena desde que se retiraron el chupón de la boca. Ahora, sus gustos de adolescentes se concentran más en las máscaras y en las playeras de sus héroes del ring que en las palomitas de maíz e incluso en la ropa de marca. Les encanta el misterio que rodea la arena, los sustos que atemorizan a los gladiadores invencibles.

      Sobre el anuncio de la tercera caída, Carla murmura al oído de Emilio: “Ahora sí nos quedamos después de la función”. Se colocan su respectiva máscara del Rostro Azul antes de desparecer debajo de su silla entre los vasos desechables y las bolsas de dulces y comida.

      Marcial apaga las luces del ring, escuchando su propio suspiro con gusto y alivio, lo que marca el inicio de su labor de vigilancia.

      Angustiados y felices por los ruidos indescifrables que empiezan a escuchar, Carla y Emilio salen de su guarida y caminan de la mano entre las gradas. “Emilio, ¿escuchas lo mismo que yo?”, balbucea Carla. Emilio, paralizado, no contesta. Los pasos se acercan más y más. Carla prefiere afrontar su miedo y voltea. Percibe una forma negra encaminada hacía ellos. La fuerza de su grito estremece a Emilio y ambos corren con la fuerza de sus doce años, aventando sus máscaras. Pero les faltó pericia para escapar de las sombras de la arena. Dos manos vigorosas se plantaron en sus hombros. “¿Qué hacen aquí niños? ¿Dónde están sus padres?” En vez de espantarlos, la voz humana les confirió más valor para preguntar: “¿Es usted el fantasma de la arena?”, pregunta Emilio excitado de hablar por primera vez con un ser sobrenatural. “¿Fue luchador cuando vivía?”. “No soy luchador, pero a ver si sus padres no les dan una buena regañiza regresando a casa”, contesta Marcial.

      Cuerda rota

      Cuando los fenómenos rebasan las explicaciones científicas, se califican de alucinaciones, chismes o cuentos dirigidos a algunas personas realmente muy crédulas.

      El cuerpo humano es un jardín cuyas partes se tienen que regar con un bombeo incesante de mangueras internas que lo unen. Cuando una de ellas se rompe y deja de cumplir su función de alimentar con oxígeno una parte afectada, la consciencia abandona su envoltura terrestre y se dirige hacia un estado transitorio de observación.

      ¿Quién mejor que un luchador para relatar los golpes recibidos, los desmayos consecuentes y las ausencias involuntarias del ring? En ocasiones, parece que el cuerpo del luchador es el de un héroe de carne y huesos: se auto compone para seguir el combate pese al dolor. Antes de cada lucha Black Bull, rudo por convicción, se creía tan invencible como las cuerdas del ring amarradas a los postes metálicos del cuadrilátero. El mano a mano contra Fulgor Dorado era el encuentro previo a la disputa del título de campeón y para ello, Black Bull había duplicado su entrenamiento y triplicado sus ganas de vencer. El rudo se quería llevar la cabellera del técnico, tal el indio Sioux merecedor de su premio cabalgando y gritando de felicidad.

      Black Bull trató de amortiguar la fuerza del lance de Fulgor Dorado, usando su cuerpo como amortiguador, pero al ceder la cuerda intermedia del ring, se deslizó hasta impactarse aturdido en el piso de madera.

      Ahí se rompió la frágil línea del espacio temporal. La vista nublada del luchador se abrió y su cuerpo emprendió un viaje con rumbo desconocido. El luchador se elevó y atravesó un túnel oscuro. ¿Cuánto tiempo se quedó flotando en otra dimensión, atrapado en un presente eterno? Recuperó el conocimiento sin los recuerdos. Los ojos abiertos mirando el techo, Black Bull estaba sentado en la banca del vestidor. ¡Báñate, vamos a perder el camión de regreso!, le dijo su pareja luchística. “A ver si con el agua fría, se me quita la vergüenza de haber sido descalificado”, le contestó Black Bull. “Estuviste a punto de serlo, pero te levantaste justo a tiempo después del golpe. ¡Qué señora llave le aplicaste a Fulgor Dorado en la tercera caída!”, exclamó Black Bull.

      Afirma la ciencia que sólo se debe asumir aquello que se pueda demostrar. Por si acaso, después de cada caída, Black Bull se pincha ligeramente la piel de la mano para saber de qué lado de la frontera del temporal se encuentra.

      Una lucha de película

      Si Blue Giant no hubiera perdido su máscara aquella noche, el equipo de producción lo hubiera escogido entonces para convertirse en el héroe de la pantalla grande por décadas. ¿Pero en verdad, éste hubiera podido ser el desenlace final del combate de máscara contra máscara contra su archirrival Silver? “El que conserve puesta la máscara terminada la lucha será el héroe de mis próximas películas”, gritó Bartolo el productor sentado en primera fila de las butacas unos segundos antes de que retumbara hasta el techo ya de por sí estropeado de la arena el silbato estridente. El aviso surtió efecto. Los dos contrincantes retiraron sus capas y las lanzaron cerca del público que se levantó con la esperanza de quedarse con una prenda de sus estrellas. Detrás de las máscaras, dos gladiadores se retaban en la cúspide de su rivalidad, gestada desde su primer mano a mano meses atrás, jugándose sus respectivos destinos cinematográficos.

      El público ansiaba descubrir el rostro del perdedor o, por qué no admitirlo, el nombre verdadero del técnico adulado. Pero la tercera caída revirtió todas las apuestas, cuando, a pesar de su elasticidad espectacular, Blue Giant no logró aplicar una de las llaves de su creación. Silver logró liberarse del último movimiento que estaba a punto de inmovilizarlo y rindió a su contrincante con la llave que llevaba su propia firma: la Silveriana. Sobre los tres golpes en la lona, Bartolo tachó sin pestañear, de un trazo de pluma, el nombre de Blue Giant en el contrato de exclusividad para filmar una serie de películas sobre el deporte del pancracio. Se acercó al triunfante de la noche para conseguir su firma al calce del documento. Mientras tanto, las aficionadas descubrían los rasgos del ídolo caído con un suspiro de satisfacción, aunque hubieran preferido conocer los del enmascarado cuya identidad permanecía intocada. Los hombres por su parte festejaban con grandes ovaciones el nombre de Silver.

      De haber conseguido la tapa de su adversario en aquella fecha, la fama del legendario Blue Giant como actor hubiera alcanzado entonces la del gladiador afamado y todo el cine de luchadores hubiera llevado el sello de una sombra azul en vez del color plateado del equipo mítico de su rival. Cuando caen las máscaras es para siempre, al menos que el luchador espere un tiempo razonable antes de crear un nuevo personaje para ofrecer a la aguerrida afición. A partir de entonces, el personaje de Silver empezó a invadir las salas oscuras mientras que la carrera de Blue Giant despuntaba sobre las cuerdas del ring con sus míticas llaves aéreas.

      Secretos de la arena

      Las mujeres luchan por la vida, pero algunas contadas se atreven a hacerlo también en el ring. Dicen los aficionados que las gladiadoras dan el mejor espectáculo de la cartelera luchística. La Dama Blanca sabe por qué y por quiénes arriesga su vida varias veces a la semana. Tiene que dar la mejor lucha con sonrisas y besos lanzados al público aunque al bajar del ring abrace a sus dos hijos todavía asustados por los lances y llaves ejecutados por su madre. “No pasa nada, aquí sigo y aquí seguiré”, les contesta sin vacilar e invariablemente la Dama Blanca.

      El entrenamiento previo al campeonato es un día sagrado para los luchadores. Para aquella ocasión de gala, la Dama Blanca había decidido alargar su rutina.

      Corriendo entre las gradas, sintió que no se encontraba sola en la arena sino que una presencia la acompañaba, siguiendo sus pasos cada vez más acelerados. La Dama Blanca volteó con preocupación. La silueta mal esbozada que acababa de ver se iba tal vez a pegar a su cuerpo como una segunda piel de luchador. Pensó que podía tratarse de una broma de sus hijos que la estaban esperando en el vestidor e intentó sorprenderlos para regañarlos. Bajó de las gradas conservando el mismo

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