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cabina del avión, entre Helsinki y Madrid, mientras el propietario usaba el lavabo.

      –¿Delante de los tripulantes?

      –No lo sé, debieron de aprovechar un descuido.

      –¿Es muy valioso?

      –Sí, mucho. Tal vez alguien de la tripulación recibió un soborno para mirar hacia otro lado. Buscaron por todas partes, pero había desaparecido.

      –¿Y cómo piensas encontrarlo?

      Eso era lo que hacía; lo que le encantaba hacer, además. No sería difícil aburrir a Oliver con los detalles de la búsqueda, pero él no se aburría fácilmente y cuarenta minutos después seguían hablando del asunto.

      Descalza, con los pies sobre el sofá, se sentía como una geisha con el vestido de seda, tomando trozos de cocodrilo y melón.

      –¿Puedes hablar de esto? ¿No hay ningún impedimento legal?

      –No te he contado nada que sea confidencial –Audrey sonrió–. Además, sé que puedo confiar en ti.

      –Tu paciencia me asombra. Y que estés tan cerca de encontrarlo cuando empezaste de cero.

      No tenía ni idea de lo paciente que podía ser. Había estado años ocultando sus sentimientos por él.

      –Voy un paso por detrás del ladrón y el plan es seguir adelante hasta ponerlo en manos de las autoridades.

      –¿Por qué ese ladrón no ha guardado el chelo en un sótano durante diez años, por ejemplo, hasta que se perdiera la pista?

      –Los delincuentes no son pacientes con el dinero y, además, su negocio está lleno de soplones. Si robas algo como un Testore y no te mueves rápidamente, uno de tus colegas podría robártelo.

      –La verdad es que no lo entiendo.

      –Yo tampoco –admitió ella–. ¿Por qué comprar cosas robadas si no puedes mostrárselas a nadie?

      –Me sorprende que los ladrones no hayan intentado comprarte a ti.

      –Oh, lo han intentado, pero mi sentido de la justicia me impide hacerlo. Además, veo los instrumentos un poco como si fueran niños, víctimas inocentes. Lo único que quieren es ir a casa de una persona que los quiera de verdad, los valore y explote su potencial.

      ¿Porque eso era la vida para ella, explotar el potencial? ¿Estar a la altura de las expectativas?

      El marrón de sus ojos se volvió más intenso, casi de color chocolate. Y estaba mucho más cerca. ¿Quién de los dos se había movido? ¿O habían gravitado naturalmente hacia el otro?

      –¿Quieres oír algo muy tonto? –murmuró Oliver.

      –Sí.

      –Eso es lo que yo siento sobre las empresas que compro.

      Audrey enarcó una ceja.

      –¿Las empresas en la ruina que compras por calderilla, quieres decir?

      –Son víctimas inocentes también. En manos de personas que no las valoran y no saben cómo sacarles partido.

      –¿Y tú sí sabes?

      –Soy una especie de facilitador. Veo una empresa en peligro, le insuflo fuerza y la vendo a personas que puedan darle un futuro.

      –Esa es una creencia muy antropomórfica.

      –Dice la mujer para quien un chelo robado es comparable al tráfico de bebés.

      Audrey sonrió. Tenía razón.

      –¿Nunca las deshaces?

      –A menos que se caigan a pedazos, no.

      Ese era su gran miedo: encontrar un instrumento que alguien hubiera destrozado con un martillo para no devolverlo a su propietario. Porque había gente así; si ellos no podían tenerlo, no lo tendría nadie.

      –Me imagino que los propietarios no lo ven de ese modo.

      Oliver se encogió de hombros.

      –Son ellos los que venden, yo no les obligo a nada.

      –No me había dado cuenta de que nuestros trabajos son similares. Aunque tengo la impresión de que el tuyo tiene más facetas.

      Como un diamante y, desde luego, valía mucho más.

      Oliver la estudió durante unos segundos.

      –No ha sido tan horrible, ¿verdad?

      –¿Qué?

      –Mantener una conversación.

      –Hemos mantenido montones de conversaciones.

      –Y, sin embargo, esta parece la primera.

      Sí, era extrañamente emocionante. Audrey suspiró.

      –Echo de menos una buena conversación.

      –Ahora que estás sola.

      –No, en realidad, Blake y yo apenas hablábamos desde hace un par de años.

      –¿Te has mudado al Ártico sin decirme nada? ¿Y tus amigos?

      –Hablo mucho con ellos, pero me conocen desde siempre y nuestras conversaciones suelen ser… bueno, sobre cosas de trabajo, intereses mutuos, dramas familiares, ropa.

      –¿Nada más?

      –¡Eso es mucho! Además, yo no… no suelo contar cosas personales.

      Y jamás podría hablarle a nadie de Oliver.

      –Pero sí lo haces conmigo.

      –Una vez al año.

      Nada cambió en su expresión y, sin embargo, algo había cambiado.

      –Llámame cuando quieras –murmuró, apretando su mano–. Me encantaría hablar contigo, aunque sea por email.

      La fría realidad apareció entonces ante sus ojos.

      Porque iba a marcharse por la mañana, como siempre. Iba a tomar un avión para recorrer siete mil kilómetros en una dirección mientras él iba en dirección contraria. De vuelta a sus respectivas vidas.

      De vuelta a la realidad, después de haber quedado en hablar por teléfono alguna vez.

      –Tal vez lo haga.

      O tal vez decidiría que aquella noche había sido un revolcón fabuloso y nada más.

      Unos murmullos llamaron entonces su atención.

      –Ya está empezando –dijo Oliver.

      Audrey no tenía que preguntar qué. Era su parte favorita del veinte de diciembre. Caminó descalza sobre la gruesa moqueta hacia el enorme ventanal situado frente al puerto. Sobre ellos, el cielo de Hong Kong se iluminaba con un fabuloso espectáculo de luces. El puerto parecía un árbol de Navidad y las luces especialmente instaladas en el edificio empezaron a bailar al ritmo de la música que sonaba por los altavoces. No era un espectáculo navideño, pero para Audrey no podría serlo más si estuvieran cantando villancicos. No podía ver un espectáculo de luces en ninguna parte sin pensar en Hong Kong.

      En aquel hombre.

      Oliver se colocó detrás de ella, abrazándola, y ella supo que así era como recordaría ese espectáculo de luces hasta el día de su muerte.

      La emoción la ahogaba y respirar normalmente era imposible. Las preciosas luces, la bonita noche, aquel hombre maravilloso… era una sobrecarga sensorial. ¿No era aquello lo que había querido durante toda su vida? ¿Incluso durante su matrimonio?

      Daba igual que solo fuera algo temporal, aceptaría lo que le ofreciese.

      –El año pasado eché tanto de menos esto…

      –Yo te eché de menos a ti.

      Audrey apoyó

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