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que por momentos intuyo como más profundo, como más ontológicamente relevante puesto que es nuestro ser el que se pone en cuestión en cada una de las decisiones susceptibles de calificación moral que tomamos a lo largo de nuestra vida.

      Es como si al ir eligiendo entre lo moral y lo inmoralmente incorrecto, nos fuéramos construyendo a nosotros mismos por dentro y transformándonos en algo más bonito o más desagradable. En ese sentido, creo que elegir lo moralmente incorrecto no solo nos hace malos, sino que deja en nosotros una marca que cada vez es más difícil de borrar y nos mete en una dinámica que nos atrapa por momentos colocándonos en una situación que desemboca en la pérdida de control de nuestro propio ser.

      Me viene ahora a la memoria El retrato de Dorian Grey, de Oscar Wilde. En ese estupendo relato el escritor irlandés ilustra muy bien lo que quiero decir. El retrato del joven Dorian empieza a reflejar rasgos de incomparable fealdad a medida que su dueño se comporta de manera abominable. El retrato es el reflejo del interior de Dorian; eso es lo que se estaba haciendo a sí mismo.

      De la misma forma, me da por pensar que aquel día al Liverpool lo hirieron por dentro. El comportamiento de alguno de sus seguidores le causó una herida tan grande que aún no se ha acabado de cerrar, y que espero que algún día lo haga por el bien del fútbol.

      Pero como os decía, también estaba frente al televisor dos años después, aquel 20 de mayo de 1987, intentando disfrutar de mi deporte favorito, y lo cierto es que aquel día el destino nos hizo a los aficionados al fútbol un maravilloso regalo, el mejor regalo en realidad.

      Esa tarde pude contemplar el espectáculo más emocionante que he podido nunca presenciar en un campo de fútbol.

      El pequeño Tennedice Park estaba lleno a rebosar. El color naranja parecía flotar sobre las gradas, solo roto por el azul de los pocos suecos que se habían desplazado hasta Dundee para animar al Goteborg.

      El United salió presionando, pero el Goteborg aguantó y hacia la mitad del primer tiempo se puso por delante: 0-1; y con este resultado se llegó al descanso. Para entonces el sueño del United estaba un poco más lejos. Hacían falta tres goles y quedaban solo 45 minutos por delante.

      En la segunda parte empató el Dundee United: 1-1. Pero los escoceses necesitaban dos tantos más. El partido fue muriendo como las ilusiones de los escoceses y terminó con ese resultado.

      El Goteborg era el campeón.

      A partir de ese momento lo que ocurrió fue tan alucinante que no estoy muy seguro de saber explicarlo.

      Los aficionados del Goteborg cantaban y sus jugadores se abrazaban en el centro del terreno del juego. Mientras, el resto del estadio permanecía en silencio absoluto asimilando la derrota, pero a pesar de todo, nadie se movía de allí.

      La mayoría de los jugadores escoceses, «los pequeños gigantes», lloraban tirados en el césped, habían nadado mucho y superado todo tipo de adversidades y ahora parecía que iban a morir en la orilla.

      Pero de pronto algo cambió.

      Y algo cambió porque la afición del United iba a rescatar a sus jugadores y ponerlos a salvo, y de paso, dar un ejemplo que algunos de nosotros no hemos podido olvidar.

      Al principio fue solo un murmullo, pero luego fue claramente audible. Los seguidores del United empezaron a gritar el nombre de su equipo con todo el corazón, con toda el alma, como si les fuera la vida en ello. En ese momento los jugadores escoceses se fueron incorporando y se acercaron a las gradas que ahora parecían venirse literalmente abajo reconociendo la hazaña de sus jugadores por haber llegado hasta allí. Y así cantando y animando a sus jugadores, permanecieron los seguidores del United hasta que llegó el momento de la entrega de trofeos.

      Yo por entonces ya estaba en el Mundo Inteligible y acercándome a la Idea de Bien, pero cuando el capitán del Goteborg levantó el trofeo y el estadio entero respondió con una ovación cerrada, rotunda y absolutamente espectacular, no me podía creer lo que estaba pasando allí.

      He visto en varias ocasiones como equipos que han ganado un título en campo contrario, no han podido celebrarlo, limitándose como mucho a recoger el trofeo casi a escondidas y ganar de la mejor manera posible el túnel de vestuarios. Pero aquel día, ante el comportamiento de la afición escocesa, los jugadores del Goteborg decidieron dar la vuelta de honor con el trofeo. Fue la culminación y no sé cómo llamar a todos los valores que allí se estaban haciendo patentes: nobleza, generosidad, deportividad...

      A medida que los campeones daban la vuelta al campo, los aficionados del Dundee United, puestos en pie, aplaudían con todas sus fuerzas al equipo rival. Pero no se limitaban a eso, también les tiraban sus propias bufandas, bufandas que los jugadores del Goteborg recogían y se colocaban alrededor de su cuello. Entonces los jugadores suecos empezaron a lanzar sus camisetas a los seguidores escoceses, de tal forma que cuando llegaron a la parte de la grada donde estaban sus seguidores ya no tenían camisetas que ofrecer.

      Os aseguro que para alguien que amaba el fútbol como yo entonces, fue algo absolutamente emocionante y no me importa reconocer que tenía que aguantarme las ganas de llorar. Fue un momento que me reconcilió con el fútbol y que cambió mi forma de verlo para siempre.

      Decían los teóricos del intuicionismo moral, con Scheler a la cabeza, que los valores morales no se encuentran propiamente en la misma escala que los otros valores porque no pueden quererse directamente, sino que se realizan como a la espalda de otros valores cuando se realiza una elección o justa preferencia entre ellos. Esto vendría a significar, más o menos, que uno no puede querer, por ejemplo, la bondad directamente, sino que la bondad aparece cuando entre dos valores de otro tipo, uno escoge el que está más alto en la escala. O como diría Hans Reiner, cuando entre un valor subjetivamente importante y otro objetivamente importante, elijo el segundo. La comodidad que experimento al quedarme en mi casa viendo una película sería subjetivamente importante, pero la ayuda que mi amigo me ha pedido para aprobar un examen, aparece ante mí como objetivamente importante. Si actúo como debo y ayudo a mi amigo, elegiré lo moralmente correcto y es ahí donde aparece la bondad, o la generosidad en este caso, encarnándose en nuestra persona.

      Se me ocurre pensar que algo así hicieron esa tarde los aficionados del Dundee United. Ellos se olvidaron de lo que les pedía el cuerpo, que podía ser perfectamente largarse a casa tras el pitido final maldiciendo y pegando patadas en las paredes; sin embargo decidieron tener en cuenta no solo el mérito de sus jugadores, sino también el de los rivales y al tomar esa decisión volaron sobre el césped de Tennedice una bandada de valores que lo llenaron de una magia y belleza imperecederas.

      Ya no me importaba quién era el campeón. Si el United hubiera ganado no me habría impactado tanto todo lo que pasó y probablemente este equipo no hubiera significado nada especial para mí. En cambio y gracias a todo lo que ocurrió aquella tarde en Tennedice, este modesto club escocés tiene un lugar reservado en mi corazón futbolístico y siempre sigo su marcha en el campeonato.

      Aquel día, como Newton, yo también me subí a hombros de «pequeños gigantes», y pude, por un momento, contemplar la belleza.

      Después de aquel grandioso espectáculo la fifa creó el premio Fair Play que concedió aquel mismo año a la afición del Dundee United.

      Solo una cosa más. El Liverpool volverá; será más tarde o más temprano, pero lo hará. Lo hará porque en Anfield hay magia, una magia imperecedera más allá del tiempo y de la razón. Es una magia que nos llama a todos y que podemos sentir cuando esa maravillosa afición canta el You’ll never walk alone. Entonces el Liverpool además de no caminar solo, será de nuevo el más grande.

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