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confunden con sus respectivas caricaturas. Sucede así cuando ya no se perciben en el horizonte del ser, cuando ya no son el fruto de la contemplación desinteresada, y se rebajan al ámbito del tener. Cuando esto ocurre, se suele denominar “amor a la verdad” a lo que solo es búsqueda de seguridad mental; “amor a la belleza,” a lo que solo es deseo o vanidad (la belleza como algo que se quiere poseer o que se posee); y “bien,” al mero decoro moral o a la “tenencia” de supuesta virtud.

      Al igual que la verdad tiene su correspondiente caricatura, también la práctica de la filosofía puede tenerla. La filosofía se degrada siempre que se relega al plano del tener y se subordina directa o exclusivamente a la satisfacción de necesidades existenciales.

      Así, por ejemplo, cierta filosofía considera que su función prioritaria es la de elaborar y proporcionar “mapas” teóricos (una cierta cosmovisión) con los que poder desenvolvernos en el mundo. La filosofía así entendida es algo que tenemos y que satisface dos necesidades existenciales concretas: nuestra necesidad psicológica de orientación y nuestra necesidad psicológica de seguridad. Ello se traduce en cierta tranquilidad emocional –se alivia provisionalmente nuestra angustia vital– y en cierto apaciguamiento y satisfacción intelectual.

      Este tipo de filosofía, insistimos, es algo que se tiene. No afecta ni modifica nuestro ser (aunque, eso sí, puede facilitar temporalmente nuestro estar en el mundo). Por eso, cuando decimos haber accedido al conocimiento de este tipo de filosofía seguimos siendo los mismos de siempre, solo que con un nuevo “mapa” en nuestras manos y con la seguridad psicológica que este provisionalmente nos proporciona.

      La filosofía estrictamente teórica o especulativa, a pesar de su “desinteresada” apariencia, suele pertenecer a este tipo de filosofía, la que no rebasa el ámbito del tener.

      Pero la filosofía, allí donde es fiel a sí misma y la búsqueda de verdad prima sobre la búsqueda de seguridad, tiene una mira más profunda: no la de saciar nuestra mente con ideas, proporcionándonos así mera seguridad psicológica, sino la de alimentar nuestro ser con la realidad, con la verdad viva. Hay mentes muy nutridas, incluso obesas, que recubren esencias escuálidas. La sed de verdad no se solventa al lograrse la saciedad intelectual; solo al que tiene más anhelo de seguridad que de verdad esta última saciedad le es suficiente.

      La filosofía genuina no se puede tener, sin más, pues no podemos acceder a ella sin transformarnos profundamente, sin quedar modificados. Solo comprende las claves de la existencia quien ha accedido a cierto estado de ser, quien se desenvuelve en un determinado nivel de conciencia. Penetrar en los secretos de la realidad es únicamente posible para el que ha purificado su mirada y su personalidad, para el que ha abandonado todo interés propio, de tal modo que su visión es limpia y desinteresada, para quien tiene más anhelo de verdad que de seguridad. Solo esta autenticidad y hondura de nuestro ser posibilita la profundidad de nuestra visión y nos abre a la experiencia de la verdad. Solo el que está en contacto habitual con su verdad íntima puede acceder a la verdad íntima de las cosas, es decir, puede ser un filósofo. El que está situado en la periferia de sí mismo no puede traspasar la periferia de la realidad.

      La verdadera filosofía no se puede simplemente “tener” porque es una “función del ser”:

      «El conocimiento [genuino] es una función del ser: sólo cuando hay un cambio en el ser del cognoscente, hay un cambio correspondiente en la naturaleza y cuantía del conocimiento.»

      ALDOUS HUXLEY8

      Denominaremos filosofía esencial a la filosofía que concierne a nuestro ser, la única capaz de satisfacer nuestras necesidades esenciales (y que no ha de ser confundida con la filosofía que se “tiene,” la orientada directa y exclusivamente a la satisfacción de ciertas necesidades existenciales, aunque estas sean tan sutiles como nuestra necesidad psicológica de seguridad).

      La filosofía estrictamente especulativa nos proporciona seguridad psicológica y cierta orientación existencial, pero no nos modifica. En cambio, la filosofía esencial exige, y a la vez posibilita, la conversión de nuestro ser, la ampliación de nuestro nivel de conciencia. Su finalidad es la de favorecer, en un único movimiento, la capacidad de penetración de nuestra mirada interior, nuestra transformación profunda y nuestra realización. Pues somos receptivos a la verdad solo en la medida en que somos “verdaderos”. Solo en la medida en que somos nosotros mismos en profundidad podemos conocer las cosas tal y como son.

      Obviamente, la filosofía que nutre nuestro ser también tiene consecuencias existenciales, pues lo que transforma nuestra esencia transforma toda nuestra existencia de raíz. Pero aquí precisamente está la diferencia: no la modifica en su periferia, sino desde su misma raíz. La filosofía esencial tiene siempre un alcance existencial, pero la filosofía especulativa no tiene siempre un alcance esencial.

      Que uno de los fines de la filosofía esencial sea nuestra transformación profunda no significa que la filosofía sea un medio para lograrla. Si así fuera, la filosofía ya no sería libre pues se habría subordinado a un efecto. Lo que queremos decir es que la dedicación efectiva a la verdad tiene en dicha transformación su síntoma inequívoco. Ambas dimensiones son indisociables: a toda penetración en el corazón de las cosas, a toda comprensión profunda, acompaña un ahondamiento en nosotros mismos que se traduce en una creciente plenitud, libertad interior y serenidad, y en una ampliación de nuestra conciencia. Lo segundo es el signo indiscutible de la presencia de lo primero, y viceversa.

      De todo lo dicho cabe deducir que hay un criterio que nos indica cuándo la filosofía se está orientando de forma efectiva hacia la verdad, cuándo está logrando su objetivo. La señal es la siguiente: la transformación ascendente y permanente de nuestro nivel de conciencia; una transformación que tiene, más tarde o más temprano, claros signos y frutos: la profundidad de nuestra mirada interior, la paz, la alegría esencial y la libertad. Si la actividad filosófica no va acompañada de estos frutos, es que ahí no hubo filosofía esencial sino un ejercicio más o menos brillante de “ajedrez” intelectual.

      Es importante comprender esto. Porque la filosofía, con frecuencia, ha identificado su carácter libre, su no estar subordinada a nada ni a nadie, con el hecho de carecer de toda medida valorativa o criterio correctivo. Si no hay ningún criterio de verdad, todo vale. ¿Por qué lo que una persona piensa y sostiene va a ser menos válido que lo que piensa otra? En estos tiempos estamos habituados a oír hasta la saciedad expresiones del tipo: «yo lo veo así», «para mí es así», etcétera. Todos sospechamos que esas voces no irradian la misma autoridad, pero no nos atrevemos a afirmarlo abiertamente; parece que no seríamos “tolerantes” si así lo hiciéramos. Algo análogo sucede en el mundo del arte. Los criterios, cuando los hay, son aleatorios. Se identifica el carácter libre del arte, equívocamente, con su carencia de todo criterio valorativo estable. Pero la filosofía tiene un criterio de autenticidad, y el arte también. No se trata de criterios externos –puesto que son actividades libres– sino internos.

      Así, una obra de arte que no logre que el contemplador maduro, sensible y receptivo abandone, por un momento, sus actitudes utilitarias y se eleve a una esfera de atención pura y desinteresada; que no favorezca la ampliación de su conciencia; que no le conmueva en lo más profundo con un movimiento no estrictamente sentimental, sino con una emoción que va acompañada de conocimiento (de cierta iluminación o revelación de algún aspecto de la realidad); que no le haga salir de sí mismo, de la angostura de su ego, y le permita superar la vivencia ordinaria del tiempo, etcétera; una obra de arte que no suscite todo esto en el contemplador sensible –decimos– no es genuina. Las supuestas obras de arte que necesitan ir acompañadas de un discurso intelectual para ser valoradas, que nos sorprenden, pero no nos conmueven, que son apreciadas solo por una minoría ideológica… no son auténticas obras de arte.

      A su vez, una filosofía que no tenga un potencial transformador y liberador no es una buena filosofía. Es solo apariencia de conocimiento, pero no conocimiento real. Una filosofía que sea una fábrica

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