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una sola respuesta: en la filosofía. Mi filosofía consiste en

      preservar libre de daño y de degradación la chispa vital que hay

      en nuestro interior, utilizándola para trascender el placer y el dolor,

      actuando siempre con un propósito, evitando las mentiras y la

      hipocresía, sin depender de las acciones o los desaciertos ajenos.

      Consiste en aceptar todo lo que venga, lo que nos den, como

      si proviniera de una misma fuente espiritual.»

      MARCO AURELIO1

      Parecen quedar lejos de nosotros aquellos tiempos en que la filosofía tenía un profundo impacto en la vida de quienes la cultivaban, cuando era una práctica que conllevaba toda una ejercitación cotidiana y un estilo de vida. La palabra “filosofía” ha llegado a ser sinónimo de especulación divorciada de nuestra realidad concreta, de pura teoría, de reflexión estéril, y casi hemos olvidado que durante mucho tiempo fue considerada el camino por excelencia hacia la plenitud y una fuente inagotable de inspiración en el complejo camino del vivir.

      Pero el rumbo discutible que con frecuencia ha seguido la filosofía en nuestra cultura no puede hacernos olvidar que esta nació, en torno al 600-400 a.C., en la antigua Grecia –y paralelamente en otros lugares, como la India o China–, no solo como un saber acerca de los fundamentos de la realidad, sino también como un arte de vida, como un camino para vivir en armonía y para lograr el pleno autodesarrollo. La filosofía no era únicamente una actividad teórica que podía tener ciertas aplicaciones prácticas; más aún, en ella, esta división entre teoría y práctica, entre conocimiento y transformación propia, carecía de sentido. Los filósofos de la antigüedad sabían que una mente clara y lúcida era en sí misma fuente de liberación interior y de transformaciones profundas; y sabían, a su vez, que esta mente lúcida se alimentaba del compromiso cotidiano con el propio perfeccionamiento, es decir, de la integridad del filósofo.

      Esta convicción de que sabiduría y vida son indisociables hacía de la filosofía el saber terapéutico por excelencia. El término “terapia” alude aquí a su función liberadora y sanadora: era “remedio” para las dolencias del alma. Los primeros filósofos sostenían que el conocimiento profundo de la realidad y de nosotros mismos era el cauce por el que el ser humano podía llegar a ser plenamente humano; que el sufrimiento, en todas sus formas, era, en último término, el fruto de la ignorancia. Consideraban que la persona dotada de un conocimiento profundo de la realidad era, al mismo tiempo, la persona liberada, feliz, y el modelo de la plenitud del potencial humano: el sabio.

      Pero, como decíamos, la filosofía fue progresivamente abandonando su función terapéutica. Poco a poco fue dejando de ser arte de vida para convertirse en una actividad estrictamente teórica o especulativa. Hoy en día se entiende por filosofía, básicamente, una disciplina académica y un tema de análisis y reflexión; rara vez una práctica, un sistema global de vida. Parece que ya no es preciso ningún compromiso activo con la propia integridad para ser filósofo y que el conocimiento filosófico ya poco tiene que ver con una vida plena.

      Recuerdo, a este respecto, que el primer día de clase de mis estudios de Filosofía un profesor nos dijo esbozando una media sonrisa: «El que haya venido aquí esperando que estos estudios le ayuden a superar sus problemas o a mejorar su vida, ya puede ir abandonando esa pretensión». Lo peor de todo es que tenía razón: el panorama de los estudios filosóficos, básicamente abstracto, desconectado de nuestras cuestiones más inmediatas y anhelos más vitales, y en el que las opiniones de los pensadores se sucedían como un inmenso y caprichoso “collage” en el que la disensión parecía ser la ley, poco contribuía a darnos algo de la luz y orientación que nuestra supuesta “candidez de neófitos” reclamaba.

      ¿Qué ha pasado para que la filosofía, que fue maestra de vida por antonomasia, a la que acudían aquellos que aspiraban a una vida plena y feliz, haya llegado en buena medida a ser un conocimiento inoperante, vitalmente estéril, y, en ocasiones, mayor fuente de confusión interior que de claridad, serenidad lúcida, alegría y equilibrio?

      * * *

      La filosofía originaria, la que era sabiduría de vida, ha sido en gran medida desplazada en nuestra cultura por una filosofía bien distinta: la filosofía especulativa que todos conocemos. Pero, aunque relegada y silenciada en nuestra cultura, dicha filosofía originaria no ha muerto; ha seguido activa en Occidente, generalmente al margen de los ámbitos oficiales y académicos, y ha estado profundamente viva, y lo sigue estando, en gran parte de las culturas orientales.

      Una de las ideas que propone este libro es precisamente la de que hay, en realidad, dos formas de entender la filosofía cualitativamente diferenciadas, aunque este hecho haya pasado desapercibido por haber estado ambas unificadas, de manera equivocada, bajo una misma categoría: la de la “filosofía”. No hablamos tan solo de sistemas diversos de pensamiento, sino de dos actividades distintas, con intenciones, metas y presupuestos diferentes, a saber:

      • Una de ellas se corresponde con lo que habitualmente entendemos por “filosofía” en nuestra cultura actual: la filosofía especulativa que se enseña en las aulas, la que predomina en los ámbitos académicos y especializados.

      • La otra filosofía tiene una naturaleza bien distinta y, por eso, aunque algunas de sus expresiones han formado parte de lo que en dichos ámbitos especializados se conoce como “historia de la filosofía,” no encuentra ahí su verdadero elemento. Queda desvirtuada si se la conoce exclusivamente en el marco de una disciplina académica, o en el de un manual en el que, a modo de inventario, se alinean los sistemas de pensamiento de los distintos filósofos.

      ¿Por qué? Porque, como hemos señalado, esta segunda filosofía –la que ha permanecido fiel a su sentido originario– es, ante todo, una sabiduría de vida: un conocimiento indisociable de la experiencia cotidiana y que la transforma de raíz, un camino de liberación interior. Más que como una doctrina o una serie de doctrinas teóricas autosuficientes, se constituye como un conjunto de indicaciones operativas, de instrucciones prácticas para adentrarnos en dicho camino. La filosofía así entendida se propone inspirar más que explicar; no nos invita a poseer conocimientos sino a acceder a la experiencia de un nuevo estado de saber y de ser cuyos frutos son la paz y la libertad interior. El modelo de esta filosofía no es un sistema teórico, ni un libro, sino la persona capaz de encarnarla: el “sabio,” el “maestro de vida”. Se trata de una sabiduría que no es fruto del ingenio ni de las disquisiciones de nadie en particular, que no es “propiedad” de ningún pensador; de hecho, allí donde ha estado presente nadie se ha sentido su propietario.

      Esta última filosofía ha sido armónica y coherente en su esencia y en su espíritu (no necesariamente en su forma) en los distintos lugares y tiempos. En contraste con el carácter cambiante de la historia de la filosofía especulativa, se trata de una filosofía imperecedera, que no decae con las modas intelectuales, que no es desbancada por otras. Por ello, numerosos pensadores del siglo XX la han denominado “filosofía perenne”.

      Para evitar confusiones, en un momento dado de nuestra exposición optaremos por denominar a esta “filosofía perenne” sabiduría o filosofía sapiencial, y a la filosofía especulativa, sencillamente filosofía.2 La filosofía –en su acepción restringida– no ha de ser confundida con la sabiduría, ni el mero filósofo con el sabio. No llamaremos “sabio” solo a aquel que ha alcanzado las cumbres del conocimiento y de la virtud (rara avis), sino, más genéricamente, a quien está comprometido con lo que hemos denominado la “experiencia de un nuevo estado de saber y de ser” y lo saborea en su vida cotidiana, a quien no confunde sus especulaciones subjetivas con la sabiduría y la visión directa” que solo esa experiencia proporciona. Los límites entre la filosofía y la sabiduría, así entendidas, no son rígidos. Estas categorías son solo orientadoras. Así, ciertas doctrinas filosóficas presentes en los manuales de la historia de la filosofía son sabiduría en el sentido señalado. El calificativo “sabiduría” busca hacer ver que, si bien estas doctrinas pueden ser objeto de la

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