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Seguramente no debería haberse parado a tomar café, pero era el único modo de que su mañana volviera a encarrilarse. Sin ese café, sería un completo desastre en una primera sesión, algo que odiaba aún más que llegar tarde.

      Después de los últimos días, había sentido la necesidad de ponerse algún tipo de armadura, y de ahí el traje de chaqueta y los Louboutin de tacón infinito en los que se había encaramado y que, después de veinte minutos, le recordaron por qué estaban al fondo del armario. Preciosos, sí, pero incómodos como ellos solos.

      Menos mal que siempre dejaba un par de zapatos de emergencia en la consulta.

      Un sonido salió de lo más hondo de su bolso. Quienquiera que fuese iba a tener que esperar a que descargase todo lo que llevaba en precario equilibrio.

      Giró en la siguiente esquina, y apenas cinco pasos después, reparó en la melée que se había organizado ante uno de los edificios de la calle; tres pasos más, y vio que era justo delante de su consulta.

      O allí estaban antes de que unos veinte se lanzasen hacia ella como un tsunami. Paralizada, parpadeó varias veces, incapaz de procesar lo que estaba pasando.

      –Señora Blackburn, ¿qué opina su padrastro de que esté saliendo con el asesino de su hijo?

      –¿Puede revelarnos qué pasó entre Anderson y Blaine?

      –¿Se ha adaptado el señor Stone a su vida fuera de la cárcel?

      –¿Cómo se siente durmiendo con un asesino?

      Piper los miró con los ojos de par en par mientras sus palabras se estrellaban contra ella como las olas de la marea.

      Alguien le tiró del brazo para llamar su atención y la bandeja del café se ladeó antes de que las tazas se volcasen y el café saliera disparado hacia todas partes. La gente dio un salto hacia atrás y gritó.

      Aunque le sentó fatal perder la cafeína que necesitaba tan desesperadamente, el accidente despejó una salida, que Piper aprovechó para salir corriendo como una profesional, dejando las tazas detrás, rodando sobre la acera.

      Subió las escaleras a todo correr, entró y cerró de un portazo.

      Elizabeth, una joven de treinta y tantos, divorciada y madre, que estaba a cargo de la oficina, acudió corriendo a la entrada. La preocupación velaba sus ojos verdes, pero mantenía la serenidad. Era una de las mujeres más capaces que Piper había conocido.

      –Lo siento –dijo.

      –¿Por qué?

      –He intentado avisarte por teléfono. Anna ha tenido una crisis esta mañana con un proyecto para el cole y llegaba tarde.

      Piper se rio.

      –Me parece que todos hemos tenido una mañana complicada.

      Elizabeth sonrió.

      –Me parece que ganas tú. Llevas el traje perdido de café.

      Ni siquiera se había dado cuenta.

      –Maldita sea mi sombra.

      –Y la mía.

      En aquel instante, alguien intentó abrir la puerta. La hoja le golpeó en el hombro y volvió a cerrarse.

      –¿Pero qué…?

      Reconoció la voz de la señora Collins, su primera cita del día. Rápidamente se apartó y abrió la puerta. La señora Collins era una mujer que rondaba los sesenta años. Su peinado, siempre perfecto, parecía haber pasado por una tormenta; su eterno collar de perlas se había desplazado a un lado y traía la americana descolgada de un hombro.

      Detrás de ella, el grupo de buitres empujó, utilizando la oportunidad para lanzarle más preguntas a Piper.

      Agarró a la señora Collins por un brazo, tiró de ella y cerró la puerta de golpe. La pobre parecía completamente anonadada. Abrió la boca para hablar, pero volvió a cerrarla sin emitir sonido alguno. Se soltó de ella y fue a dejarse caer en el sillón más cercano.

      Genial. Aquello no iba a ayudarla en su recuperación. A la pobre la habían asaltado en la calle.

      Piper se agachó delante de ella y le tomó las manos.

      –¿Está usted bien?

      –Un poco… aturdida, pero bien –contestó, tras pensarlo un instante. A continuación fue ella la que apretó las manos de Piper–. ¿Y tú, estás bien?

      Piper intentó sonreír.

      –Sí.

      La buena mujer la miró de arriba abajo, deteniéndose un instante en las manchas de café que empezaban a secarse.

      –No sé si sabes que no te hace ningún bien, ni a ti ni a quienes te rodean, que no seas sincera con tus sentimientos.

      Piper se echó a reír de verdad.

      –No sé muy bien qué me parece eso de que use mis propias palabras contra mí.

      La mujer se encogió de hombros.

      –A veces necesitamos escuchar las cosas más difíciles de labios de los demás.

      –Cierto. Pues estoy agobiada. Y cabreada. Pero lo voy a superar.

      –Eso se parece más a la verdad.

      –Siento muchísimo que se haya encontrado con todo esto –dijo, y miró a Elizabeth–. Tenemos que reorganizar la agenda de esta mañana. Por favor, diles a todos los pacientes que pueden llamarme directamente si hay algo de lo que tengan que hablar antes de la nueva cita que vamos a darles.

      Lizzy asintió y se puso manos a la obra.

      –Señora Collins, lo siento pero creo que lo mejor es que pospongamos también su cita. Le voy a pedir a Anthony que la acompañe hasta su coche. Pueden salir por la puerta de atrás.

      La señora Collins se levantó con una sonrisa y le hizo una carantoña en la mejilla.

      –Perfecto. Anthony es un muchacho encantador. Me recuerda a mi Douglas.

      Una vez se hubo ocupado de la señora Collins, volvió a salir al vestíbulo. Su consulta estaba en una preciosa casa del centro ubicada en una parte de la ciudad que había pasado de ser residencial a comercial, el lugar perfecto para ella: acogedor y desenfadado. Había puesto mucho cuidado en su diseño. El vestíbulo era una mezcla de salón y recepción, con un sofá y unas sillas muy cómodas, y una chimenea que se encendía en invierno. Su despacho estaba en la parte de atrás.

      Se acercó al ventanal y descorrió las cortinas. Había un montón de gente en la acera. Lizzy se puso a su lado.

      –Enseguida estoy contigo –le dijo Piper. Era lo único que podía decir.

      –¿Quieres hablar de ello? –se ofreció su compañera, cerrando las cortinas para dejar fuera aquel caos.

      –La verdad es que no.

      Aunque asintió, Lizzi no parecía dar crédito a su respuesta.

      –Hay que reconocer que es guapo.

      –¿Qué?

      –Anderson Stone. Estoy diciendo que el tío es guapo.

      –No me había fijado…

      Lizzi enarcó las cejas.

      –¡Venga!

      –Es que solo éramos amigos. Antes. Ahora ya no somos nada.

      –Ya. Pues esa foto no parece decir lo mismo.

      Y ese era el problema. La razón por la que había un montón de periodistas acampados delante de su clínica. El momento que había capturado aquella imagen era inocente, pero bajo la superficie se intuía algo más.

      Siempre había habido algo más.

      Y el mayor problema era que ella quería mucho más, aunque

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