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Santa Claus sería publicado con toda seguridad y decidió ofrecérselo al mejor de todos: el New York Times.

      La editora aceptó la idea y le dio dos semanas para descubrir la identidad del anónimo benefactor y entrevistar a los que hubieran recibido sus regalos. Y Claudia pensaba saber su número de zapato y las notas que había sacado en primero de bachiller antes del tercer día. Además, había una bonificación. Si el artículo era bueno, le prometió Anne Costello, la editora, su nombre entraría en la lista de los candidatos para ocupar un puesto fijo en el Times.

      —¿Está usted esperando para una entrevista?

      Claudia se levantó de un salto, sorprendida por la profunda voz masculina. Pero no tuvo tiempo de contestar. El hombre, con un traje de chaqueta oscuro, pasó a su lado a toda prisa, permitiéndole apenas ver su espalda: anchos hombros, cintura estrecha, largas piernas…

      —¿Viene o no? No tengo todo el día.

      —Ya empezamos —murmuró Claudia—. Aún no ha empezado la entrevista y ya eres incapaz de obedecer una orden.

      Entró corriendo en el despacho y se sentó frente al enorme escritorio. Solo cuando vio el nombre en la placa de metal se dio cuenta de que no estaba en el despacho del señor Robbins.

      Thomas Dalton. El director de los almacenes Dalton.

      Claudia esperaba que fuese mayor, quizá con el pelo gris y una barriguita escondida bajo la chaqueta del traje. Pero aquel hombre la pilló por sorpresa.

      Thomas Dalton era un hombre guapísimo. Alto, moreno, atlético, llevaba la ropa con una elegancia natural. Aunque el traje gris le daba un pronunciado aire de autoridad, no podía disimular su atractivo juvenil. Tenía la piel bronceada y el pelo un poco demasiado largo. Con toda seguridad, no pasaba de los treinta años.

      Y había otra cosa, algo que Claudia había visto muchas veces en los hombres poderosos, algo que también tenía Thomas Dalton. En unos segundos se dio cuenta de que esperaba controlar todo lo que había a su alrededor simplemente con un gesto de impaciencia. Lo estaba haciendo en aquel momento, mirándola con expresión distante y ligeramente irritada.

      ¿Por qué se molestaba en entrevistar a una chica que quería ser paje de Santa Claus?, se preguntó. Pero no pensaba tentar a la suerte. Y tampoco dejaría que un hombre la asustase. Si aprovechaba el malentendido, quizá ni siquiera tendría que pasar un par de días como paje de Santa.

      Claudia empezó a diseñar una estrategia periodística. Dejaría que hablase y cuando lo viera más concentrado, le haría una pregunta capciosa. Al mismo tiempo, intentaría convencerlo de que ella era la mejor para el puesto, por si acaso.

      —Lencería —dijo él, tomando una carpeta—. Hábleme de su experiencia en el negocio de la lencería.

      Claudia parpadeó. Evidentemente se había equivocado de oficina. Aunque si estuviera en una isla desierta o atrapada en un estrecho ascensor, Thomas Dalton sería el hombre perfecto para hacerle compañía.

      —Pues… todo el mundo lleva ropa interior.

      Aquella frase resumía todo lo que sabía sobre el tema.

      —En realidad, los informes de márketing muestran que cada vez hay más gente que no la usa —replicó él, levantando una ceja.

      Estaba intentando asustarla. Evidentemente, no la conocía.

      —¿Y usted? —le preguntó Claudia.

      En cuanto hizo la pregunta le hubiera gustado retirarla. Siendo impertinente no lograría el puesto. Pero su instinto periodístico solía aparecer sin avisar. El reportero dirige la entrevista, nunca deja que le roben el control. Hay que olvidar la educación o nunca se llega a la verdad.

      —¿Perdone?

      —¿Cree usted que la gente ha dejado de llevar ropa interior? —intentó arreglarlo Claudia.

      —Quiero saber lo que usted piensa —contestó Dalton, mirándola fijamente—. Es usted quien busca trabajo, no yo.

      Tenía unos ojos muy intrigantes, muy perceptivos, de un verde poco normal. Claudia sintió un escalofrío en la espalda. En realidad, todo en él estaba por encima de lo normal: los hombros un poco demasiado anchos, el pelo un poco demasiado oscuro, perfil prácticamente perfecto…

      Tuvo que tragar saliva para intentar concentrarse.

      —En mi experiencia con la ropa interior, tengo que decir que… me gusta. Elijo mi ropa interior cuidadosamente. Cuando es demasiado ancha resulta incómoda y cuando es demasiado estrecha te deja marcas. Y luego está el impacto de la moda… Si sufro un accidente, espero llevar ropa interior bonita. ¿Compra usted mismo su ropa interior o deja que su mujer la compre por usted?

      Thomas Dalton parpadeó, sorprendido por la audacia.

      —Yo… no estoy casado. Y cuando necesito ropa interior, sencillamente llamo al departamento y el encargado me la sube en una cajita de regalo.

      —¿Calzoncillos largos o cortos? —preguntó Claudia, divertida y secretamente contenta de que no hubiera una señora Dalton.

      Los hombres solteros eran más fáciles de intimidar… y manipular.

      —Calzoncillos de boxeador —contestó él, mirando sus labios—. De seda.

      Claudia tragó saliva, intentando mantener la compostura. Thomas Dalton tenía una forma de mirar a una mujer que… ¿Le gustaban sus labios? ¿Estaría pensando en besarla? ¿O tenía una espinaca entre los dientes?

      —¿De dibujitos o lisos? —preguntó, concentrándose en la conversación.

      —Con dibujitos, pero nada de colores pastel. ¿Por qué demonios estamos hablando de mi ropa interior?

      —Quería mi opinión personal, ¿no? Pues a mí me gustan los hombres con calzoncillos de dibujitos. Los blancos no me dicen nada.

      Dalton se aclaró la garganta.

      —Me temo que estamos perdiendo el tiempo con un tema irrelevante. Deberíamos empezar de nuevo la entrevista —dijo, levantándose y ofreciéndole su mano—. Señorita Webster, encantado de conocerla. Soy Thomas Dalton, director general de estos almacenes. Y estoy deseando escuchar sus ideas para dirigir el departamento de lencería.

      —Yo… no soy la señorita Webster —explicó ella, distraída por el roce de su mano—. Soy Claudia Moore. He venido a solicitar el puesto de paje de Santa Claus.

      Él hizo una mueca de incredulidad.

      —¿Cómo?

      —Debería haberme entrevistado con el señor Robbins. Pensé que era usted.

      —Pero yo estaba hablando de ropa interior… ¿Cree que hablo de estas cosas con todo el que entra en mi oficina?

      Claudia se encogió de hombros. Hacerse la ingenua podría funcionar.

      —Yo también me quedé un poco sorprendida, pero es que necesito el trabajo. Podría haberme hablado de su vida sexual y yo le habría aconsejado… siempre que así consiguiera el puesto.

      Thomas Dalton esbozó una sonrisa que se borró inmediatamente de sus labios. Claudia se quedó helada. Había descubierto que estaba jugando con él y tenía que hacer algo para que no la echase a patadas.

      —Me gustaría mucho ser uno de los pajes de Santa Claus.

      —¿Por qué?

      —Porque he oído las historias que cuentan sobre el Santa Claus de los almacenes Dalton. Por lo visto, hace realidad los sueños de los niños.

      —Yo no sé nada de eso —replicó él.

      —¿Cómo? Santa Claus es su empleado y usted es el jefe, ¿no?

      —Ahora mismo eso sería tema de debate.

      —Pues yo quiero hacer realidad los sueños de los niños. Quiero conocer a ese hombre

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