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nunca habría entrado en la furgoneta lleno de barro, pero en el rancho no había sitio para limpiarse en el barracón. Y no tenía fuerzas para limpiar las alfombrillas aquella noche. Ni el asiento. Además, al día siguiente iba a mancharlo igual; ya se encargaría de limpiarlo todo cuando terminara aquel trabajo.

      Alguien tocó en el cristal de la ventanilla, y él abrió los ojos sobresaltado. Bajó la ventanilla y vio la cara de Charlie a pocos centímetros de la suya.

      –¡Eh, vaquero! –le dijo ella. Se había puesto las manos sobre la cabeza para protegerse de la lluvia.

      Él sonrió al instante, sin poder contenerse.

      –Hola, Charlie. ¿Qué haces aquí fuera?

      –Iba al bar. ¿Vienes conmigo?

      Él miró hacia el porche del salón mientras tomaba la manilla de la puerta.

      Charlie retrocedió cuando él abrió la puerta y salió.

      Walker estiró la espalda con cuidado.

      –No, lo siento. Estoy agotado. Necesito darme una ducha lo antes posible y, después, acostarme.

      Ella lo miró de arriba abajo.

      –Estás hecho un desastre. Parece que has estado…

      –¿Llevando ganado a un rancho en pleno chaparrón?

      –Pues sí, eso precisamente. Bueno, pues ve a ducharte y, después, pásate por el bar.

      –Ojalá.

      –Vaya, ¿de verdad estás tan cansado? –preguntó ella, con una sonrisita de desafío. Y él tuvo ganas de aceptarlo.

      Estuvo a punto de inclinarse hacia Charlie, hasta que se acordó de que olía a caballo y a sudor.

      –Me encantaría, pero después de ducharme no voy a ser capaz de salir otra vez con este frío.

      –Bueno, supongo que no puedo reprochártelo. Pero no te voy a mentir: después del día que he tenido yo, estoy dispuesta a soportar cualquier incomodidad con tal de tomarme una copa.

      –¿Problemas?

      Charlie abrió la boca para responder, pero, entonces, volvió a mirar su cuerpo y cabeceó.

      –Bueno, tengo que reconocer que yo no he estado guiando cabezas de ganado en medio del barro y la lluvia. Supongo que puedo recuperarme de las secuelas causadas por el ambiente de una oficina.

      –Charlie, no digas eso. Cualquier paleto podría guiar a unas cuantas vacas. Pero si a mí me metes en una sala llena de ordenadores a hacer lo que haces tú, parecería un pulpo en un garaje.

      Ella sonrió.

      –Bueno, la verdad es que no te imagino de traje, sentado delante de un monitor.

      –No, claro, nadie puede imaginarme así. Por eso nunca voy a ser nada aparte de un vaquero sucio y lleno de barro.

      –Eso no tiene nada de malo –ronroneó ella–. El trabajo duro es algo muy bonito, Walker Pearce. De verdad.

      –Por Dios, Charlie –dijo él, y se le escapó una risa ronca.

      –Vamos, ve a ducharte. Puede que después me apiade de ti y te lleve una cerveza.

      –Ja. Pues entonces, procuraré no estar todavía con la toalla puesta.

      –Por mí no tienes que vestirte –respondió ella y, con esas palabras, se dirigió hacia el salón.

      El dulce movimiento de su trasero acaparó toda la mirada de Walker.

      De repente, ya no estaba tan cansado. De hecho, se sentía como si acabara de tener dos semanas de vacaciones. O eso pensaba, porque nunca había tenido más que unos días libres seguidos. Pero sí sabía divertirse en poco tiempo y, tal vez, pudiera aplicar aquellos conocimientos esa noche.

      Se olvidó del barro que había dejado en la camioneta y entró en casa.

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