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servir para comprender la cultura como elemento conectado con la multiplicidad compleja de factores que constituyen las formas de sentir de un periodo concreto. Este libro contiene múltiples historias que parten de esta hipótesis de trabajo, de esta frontera.

      En este horizonte, el Romanticismo será una base fundamental para los textos aquí reunidos. La necesidad de revisar el Romanticismo desde una perspectiva crítica que nos permita acceder a su complejo sentido crítico, eliminando la falsa piel que lo estereotipa (como conservador) y al mismo tiempo lo oculta, es uno de los pulmones desde lo que respira este libro. Un marxista como Michael Löwy lo expresaba sin rodeos: «La visión romántica se instala en la segunda mitad del siglo XVIII y jamás ha desaparecido». El Romanticismo sirve, precisamente, para pensar el presente sin un centro que lo monopolice o le dé forma disciplinada. Friedrich Schlegel decía que el «historiador es un profeta que mira hacia atrás». Esa enseñanza romántica desempeña un papel importante en estos textos. Textos que abordan cuestiones que van desde la música pospunk hasta la visión cultural de Hayek, pasando por un análisis del espectador moderno o por la poesía de Pizarnik o el pensamiento de María Zambrano. Posiblemente el interés de Gramsci por el poeta Novalis iba por este camino. Novalis escribió: «En cuanto doy alto sentido a lo ordinario, a lo conocido dignidad de desconocido y apariencia infinita a lo finito, con todo ello romantizo». El Romanticismo no es otra cosa que una forma de mutación cultural que pone lo ordinario y conocido en el centro para ser transformado. Podríamos decir que una de sus fuerzas consiste en observar el presente y percibir en ello todas sus potencialidades liberadoras. En esta tarea, la izquierda, según parece, se quedó atrás. El nacionalismo, la derecha, el fascismo, el capital se interesaron de un modo más radical por estos factores culturales vinculados a la vida ordinaria que la izquierda de partido. Obviamente resumo y, al resumir, soy injusto. Hay un libro al respecto que no suele citarse, pero que sintetiza esto perfectamente: Herencia de esta época, de Ernst Bloch. Es un libro que brota de una doble raíz: optimismo de lo que fue y desesperación del presente. De hecho, en el prólogo de 1935 escribe: «Desde aquí se puede divisar una amplia panorámica. El tiempo está en decadencia y está gestando algo simultáneamente». Este es el camino. Bloch, precisamente, insiste en ese olvido de lo cultural, su potencia transformadora, dejada de lado o despreciada: «Por consiguiente, los perros y los falsos magos [referencia a las formas en las que aparece el diablo en el Fausto de Goethe] han podido invadir tranquilamente grandes zonas antiguamente socialistas. Por consiguiente, aquellas zonas no solamente son escondrijos y arsenales de la reacción, sino que están en peligro de convertirse en refugios, también para más tarde y frente al marxismo victorioso». Bloch es consciente de que sin esa lucha cultural/afectiva no es posible superar el poder de los movimientos reaccionarios. El socialismo también debería saber manejarse en la cultura, en los elementos espirituales, en el mismo suelo tectónico de la tradición. De eso nos hablaba algún cuento romántico. Esto es: no olvidar esa faceta más allá del mecanicismo.

      Un cuento breve de E. T. A. Hoffmann quizá nos sirva de ejemplo: El pequeño Zacarías. En un principado de clima pacífico vivían un buen puñado de hadas, «para quienes, como se sabe, el calor y la libertad valen más que ninguna otra cosa». Estas hadas convivían con diferentes seres como los humanos. La vida en comunidad implicaba aceptar que, muy probablemente, era gracias a esas hadas que en los pueblos y en los bosques «se producían tan a menudo los más agradables prodigios y que todos y cada uno, en esa encantadora y deliciosa atmósfera de hechizos, creía plenamente en lo maravilloso». Pero un suceso repentino vendría a cambiarlo todo. El caprichoso príncipe Paphnutius regresó de un viaje por diferentes reinos extranjeros. Lo que vio y vivió en ese recorrido por la realidad más allá de sus fronteras transformó su perspectiva y, por tanto, la realidad de su pequeño principado. A la mañana siguiente, tras su regreso, el príncipe Paphnutius decidió proclamar por edicto la institución de la Ilustración. Sí. Así de simple. La Ilustración era la nueva realidad de su pequeño mundo, en sintonía con el resto de la realidad de un mundo en progreso. Por eso, tras afirmar que la razón ilustrada moderada era la única forma de comprender y ver el mundo, ordenó disciplinar la naturaleza, la vida, y economizar las relaciones sociales fundándolas sobre una nueva economía de mercado. Como consecuencia, derribó los bosques, hizo navegables los ríos, modificó la forma en la que funcionaban los cultivos y las tierras comunales, etc. Ahora bien, eso era lo superficial. Para construir la Ilustración era esencial decir a las hadas que desde ese momento ya no existían, porque la Ilustración así lo decía. Paphnutius escuchó a su primer ministro, que dijo: «Es necesario exiliar del Estado a todas las personas de convicciones religiosas, que hacen oídos sordos a la voz de la razón y seducen al pueblo con sus pamplinas». Las hadas son declaradas enemigas de las luces, ya que «profesan peligrosamente la maravilla y no titubean en propagar bajo el nombre de poesía un veneno secreto que vuelve a las personas absolutamente inaptas para el servicio de la Ilustración. Sin contar con que tienen costumbres subversivas tan intolerables que esta sola razón bastaría ya para tornarlas imposibles en todo Estado disciplinado». Siguiendo esos buenos y sabios consejos, el príncipe dio órdenes y, muy pronto, «en los cuatro rincones del reino se proclamó el edicto referido a la introducción de la Ilustración. Mientras tanto, la policía hizo irrupción en los palacios de las hadas, confiscó sus posesiones y las envió a prisión». Entre otras decisiones se tomó la disposición de asar los cisnes de las hadas en la cocina real y convertir sus caballos alados en animales útiles, cortándoles las alas. (Inútil añadir como corolario que, a pesar de todas estas precauciones administrativas y policiales, las hadas siguieron viviendo en el principado y propagando su «veneno secreto».) Hoffmann simplemente, desde la ironía, pone en juego la necesidad de comprender el valor de los elementos que caen fuera de lo comprensible.

      El neoliberalismo, así como diversos movimientos reaccionarios, supieron comprender perfectamente que la forma de «crecer», de estabilizar su relato de explotación y dominación, debía provenir, precisamente, de los aspectos afectivos, culturales, populares. Hayek lee esto inmejorablemente y con una sabiduría y habilidad admirables, al tiempo que con consecuencias trágicas para el presente. ¿Por qué se han apoderado de tal forma de ese relato? La respuesta exigiría otro tipo de libro, o, mejor dicho, más que un libro necesitaría, sinceramente, una praxis. Saber jugar con la economía de lo incomprensible es una de las virtudes que han hecho que el neoliberalismo, en su forma reaccionaria, atraviese los diversos elementos de la vida cotidiana, los voltee, nos empape. Pero también lo vio Marx en el momento en el que lee la relación de España con la revolución; en concreto, la incapacidad de los liberales para entender las dinámicas de lo popular y su poder emancipador. La fuerza de la cultura como elemento que organiza necesidades y expectativas. Así pues, son elementos que se cruzan, que se conectan. Por eso, volviendo a Bloch, este escribe: «Ha llegado la hora de arrancarle de la mano estas armas a la reacción. Mucho más aún ha llegado la hora de movilizar las contradicciones de clases no simultáneas en contra del capitalismo bajo la dirección socialista». Este libro sin centro no pretende tanto, por supuesto. Tan sólo se dibujan líneas, formas sobre cuestiones culturales, pero aceptando este espectro de ideas de fondo. Y, al mismo tiempo, sin olvidar aquello que Friedrich Engels escribe a otro Bloch, a Joseph Bloch, en septiembre de 1890. Son palabras conocidas en torno al determinismo materialista, pero no por ello menos importantes:

      Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta […] ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma. Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos factores, en el que, a través de toda la muchedumbre infinita de casualidades (es decir, de cosas y acaecimientos cuya trabazón interna es tan remota o tan difícil de probar, que podemos considerarla como inexistente, no hacer caso de ella), acaba siempre imponiéndose como necesidad el movimiento económico. De otro modo, aplicar la teoría a una época histórica cualquiera sería más fácil que resolver una simple ecuación de primer grado.

      Y añade:

      Somos

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