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las fake news? ¿Por qué nadie ha sido capaz de mantener a esa multitud en los carriles de la sensatez y señalarle la locura vindicativa de sus acciones? ¿Qué clase de satisfacción esperaban obtener de ellas los participantes, aparte de la schadenfreude, la alegría de ver que a alguien le fueran mal las cosas o hasta se muriera?

      Si bien es habitual percibir la industria social como un gran nivelador –y quizá lo sea–, también puede, sencillamente, invertir las jerárquicas corrientes de autoridad y de obtención de fuentes fácticas. Quienes se sumaron a las turbas de linchamiento no tenían ninguna prueba que autorizara las creencias que los impulsaron a actuar más que haber oído que alguien lo dijo. Cuanto más anónima es una acusación, tanto más efecto produce. El anonimato despega la acusación del acusador y de toda circunstancia, contexto, historia o relaciones personales que podrían haber ofrecido a cualquiera la oportunidad de evaluarla o investigarla. Permite que se imponga la lógica de la indignación colectiva. Pasado cierto punto, ya no importa si los participantes individuales están «realmente» indignados. La acusación se carga de ira en nombre de los acusadores. Tiene vida propia: es una bola de demolición que descarga sus golpes sin rumbo, omnidireccional; una voz que aparentemente no tiene cuerpo, una intimidación sin intimidador; un inquisidor, un cazador de brujas virtual. Las normas de veracidad no solo se han invertido; también se han apartado de la noción tradicional de la persona como fuente de verdad testimonial.

      Una acusación falsa es un tipo particular de fake news. Incluye cuestiones de justicia y convoca a tomar partido. Y como la mayoría de la gente no tiene la menor idea de lo que está sucediendo nadie está en condiciones de armar una defensa del acusado. Esto obliga al observador a mantener un silencio preocupado o a agacharse para pasar inadvertido dentro de la turba pensando «voy allí, pero por la gracia de Dios…». Al menos, en el último caso, obtendrá algunos likes por tomarse la molestia.

      La industria social no inventó el linchamiento colectivo ni el juicio-espectáculo. Los justicieros estuvieron buscando supuestos pedófilos, violadores y asesinos para atormentarlos mucho antes del advenimiento de Twitter. La gente disfrutaba de creer falsedades antes de poder recibirlas directamente en sus teléfonos inteligentes. Las intrigas en el lugar de trabajo y en los hogares se alimentan de una versión de las campañas de cotilleo e intimidación que vemos en la red. Para aplacar el linchamiento, el hostigamiento y las agresiones online habría que comprender por qué esas conductas se dan con tanta frecuencia en otras partes.

      ¿Qué cambió, pues, la industria social? Ciertamente ha facilitado que la persona común y corriente difunda falsedades, que los matones sueltos se unan en manadas contra determinados blancos y que la desinformación anónima se disemine a la velocidad del rayo. Sin embargo, La máquina de trinar ha colectivizado el problema de un modo nuevo.

      VIII.

      En 2006, un adolescente de trece años llamado Mitchell Henderson se suicidó. Los días siguientes, su familia, sus amigos y conocidos se congregaron en su página MySpace para hacer homenajes virtuales a su ser querido.

      Días después, un grupo de trolls comenzó a atacarlos. Al principio se mostraban divertidos por el hecho de que Henderson había perdido su iPod días antes de morir y había comenzado a publicar mensajes que implicaban que su suicidio era una respues­ta frívola e autoindulgente a la frustración consumista: «Problemas del primer mundo». En un post alguien adjuntó una imagen de la tumba del joven con un iPod apoyado contra ella. Pero lo que realmente los encendió en una espiral de hilaridad fue la desconcertada indignación que podían provocar en la incauta familia. Cuanto más se enfadaba la familia, tanto más gracioso les parecía.

      Más de una década después, un niño de once años de Tennessee, Keaton Jones, hizo un conmovedor vídeo en el que, llorando, describía el hostigamiento de que era objeto en la escuela. La madre, Kimberley Jones, lo publicó en su propia página de Facebook y el vídeo rápidamente se viralizó en varias plataformas de la industria social. Celebridades, desde Justin Bieber hasta Snoop Dogg, se unieron en la ola de apoyo al niño y un extraño organizó un crowdfounding para reunir dinero para la familia Jones.

      Con todo, casi tan rápidamente como Jones fue canonizado, la marea cambió. Los detectives de la industria social salieron a pescar en la cuenta de Facebook de Kimberley Jones y encontraron fotografías de la joven madre sonriendo con la bandera confederada y publicaciones en las que la mujer hablaba contrariada sobre la protesta contra el racismo de la Liga Nacional de Fútbol Americano impulsada por Colin Kaepernick. Se le atribuyeron comentarios abiertamente racistas sobre la base de un material hallado en una cuenta falsa de Instagram. Surgieron rumores, nunca corroborados, de que las intimidaciones sufridas por el muchacho se habían originado en epítetos racistas que él había utilizado en clase. Los tuits que lo afirmaban fueron compartidos cientos de miles de veces. Una cuenta parodia, «Jeaton Kones» se hizo viral: en ella se retrataba al niño con los caracteres estereotípicos de la «gentuza blanca» [White Trash] del sur.

      En la jerga de la industria social hasta existe una expresión para describir el proceso de elevar a alguien en las redes y después destruirlo con idéntica rapidez: Mil­shake Duck. Jonas se habían convertido en un miembro de esa subpoblación cada vez más numerosa de personas que, después de haber sido adoradas durante cinco minutos «por internet», súbitamente se convierten en objeto de odio por algo desagradable que se descubre o se inventa sobre ellas. Pero, en este caso, que no fue el primero, la red, con su cuestionable pretexto moral, terminó siendo más despiadada y cínica que el más sádico matón de la escuela. Da la impresión de que ya hay algo potencialmente violento y punitivo en el hecho de idealizar a alguien; como si el objetivo último de todas esas idealizaciones sensibleras fuera que se desmoronen: se les encumbra para después demolerlos mejor.

      Mientras se desarrollaba ese proceso, se produjo en Estados Unidos el último de una serie de suicidios incitado por el cyberbulling. Ashawnty Davis, según contaron sus padres, había descubierto que alguien había colgado en una aplicación de las redes sociales, donde se había vuelto viral, un vídeo de una pelea que ella había mantenido con una compañera del mismo colegio. La situación angustió tremendamente a Ashawnty. A las dos semanas, la encontraron ahorcada dentro de un armario. La perturbadora proximidad de estos acontecimientos enciende luces de alarma. ¿Se detendría «internet» o siquiera habría sido capaz de detenerse si hubiera empujado a Jones al suicidio? Si, más que molestar simplemente a una familia en duelo, ¿el acosamiento en manada hubiera sido la causa primaria de ese duelo?

      La diferencia crucial entre el caso de Henderson y el de Jones es que en el primero, los trolls eran marginales, subculturales, deliberadamente amorales y fácilmente despreciables. En el segundo caso, en cambio, los agresores operaban disimulados entre otros millones de usuarios de la industria social incitados por una mezcla de simpatía, identificación, voyeurismo emocional y la sensación de ser parte de algo importante que terminó derivando en amargo resentimiento, desconfianza y desprecio. Las provocaciones de los trolls se habían generalizado.

      Una distinción que tal vez corresponda hacer es que los trolls, a diferencia de la mayoría de los usuarios, son plenamente conscientes de lo que hacen al utilizar las redes y explotan el impacto acumulativo de cientos de miles de pequeñas acciones de usuarios indiferentes, como un tuit o un retuit. La mayor parte de quienes participaron en el hostigamiento de Jones dedicaron apenas unos minutos al caso. No fue una campaña concertada: cada uno fue simplemente parte de un enjambre, un punto decimal mi­núsculo en un tema que fue tendencia [trending topic]. Individualmente, la responsabilidad de cada usuario en la situación con frecuencia es homeopáticamente leve, por lo tanto, él siente que no causa ningún daño cediendo a sus tendencias

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