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observación de Kranzberg es que la tecnología nunca es neutral. Y, en esta historia, la tecno­logía determinante es la escritura, una práctica que vincula a los seres humanos con las máquinas en una configuración de relaciones sin la cual sería imposible la mayor parte de lo que llamamos civilización. Las tecnologías de la escritura, al constituir un fundamento de nuestros modos de vida, nunca son social ni políticamente neutras en sus efectos. Cualquiera que haya vivido las distintas etapas del crecimiento de internet, la difusión de los teléfonos inteligentes y el auge de las plataformas de las redes sociales habrá comprobado la notable evolución operada. Al trans­formarse de análoga a digital, la escritura se ha vuelto masivamente ubicua. La gente nunca escribió tanto ni tan frenéticamente en toda la historia de la humanidad: enviando mensajes de texto y tuits, tecleados con los pulgares en el transporte público, actua­lizando su estado durante las pausas en el trabajo, haciendo pasar imágenes y pinchando enlaces frente a resplandecientes pantallas a las 3 de la mañana. En cierto sentido, esta es una extensión de los cambios producidos en el lugar de trabajo, donde la comu­nicación mediada por el ordenador significa que la escritura absorbe una porción cada vez más amplia de la producción. Y, ciertamente, en un sentido importante, la escritura que producimos hoy es trabajo, aunque no pagado. Pero también es indicativa de nuevas pasiones o de pasiones a las que hoy puede dárseles rienda suelta.

      De pronto, todos somos «autormaníacos», estamos poseídos por un violento deseo de escribir, incesantemente. Podemos decir, pues, que esta es una historia de escritura pero también de deseo y violencia. También es un relato sobre cómo podríamos incluirnos, cultural y políticamente, a través de la escritura. No pretende ser un informe prescriptivo, algo imposible en esta etapa temprana de la evolución de un sistema tecnopolítico radicalmente nuevo. El libro es un intento, tan bueno como cualquier otro, de ir encontrando un nuevo lenguaje para reflexionar sobre lo que está surgiendo. Y, finalmente, si todos vamos a ser escritores, esta es una historia que formula la mínima pregunta utópica: ¿qué otra cosa que no sea esto podríamos hacer con la escritura?

      [1] El título original de este libro de Richard Seymour hace referencia a la obra de Paul Klee Die Zwitscher-Maschine (1922, MoMA), cuya traducción a la lengua inglesa es, precisamente, The Twittering Machine. En él, el autor establece paralelos y significados compartidos entre la obra de Klee y las actuales redes sociales. Le ayuda, además de toda la argumentación que magistralmente despliega, el juego evidente que existe en lo nominal, entre Twitter, la conocida red de microblogging, y twitter, el verbo que hace referencia al trino o gorjeo que los pájaros realizan.

      Para no perder la totalidad de correlaciones que el libro exhibe hemos optado por mantener el título original de la obra, The Twittering Machine, en el exterior, y La máquina de trinar en el interior cuando esta aparezca. Esta última, La máquina de trinar, es además la traducción más asentada y aceptada del conocido cuadro de Paul Klee [N. del ed.].

      CAPÍTULO I

      Todos estamos conectados

      En nuestro futuro se perfila un populismo televisivo o de internet en el que la respuesta emocional de un grupo selecto de ciudadanos pueda presentarse y ser aceptada como la voz del pueblo.

      Umberto Eco, «El fascismo eterno»

      En 1922, el pintor surrealista Paul Klee creó Die Zwitscher-Machine. En la pintura aparece una hilera de pájaros, dibujados muy esquemáticamente, aferrados a un eje unido a una manivela. Debajo del artefacto, donde las voces resuenan en graznidos discordantes, hay un pozo rectangular rojizo. El Museum of Modern Art (MoMA, Nueva York) explica: «La función de las aves es ser el cebo para atraer a las víctimas al pozo sobre el que se cierne la máquina». De alguna manera, la sagrada música del canto de las aves se ha mecanizado, exhibida como un señuelo, con el propósito de conducir a los humanos a su perdición.

      I.

      En el comienzo era el nudo. Antes del texto, estaban los textiles. Durante unos cinco mil años la civilización inca utilizó los quipus –cuerdas de diversos colores provistas de nudos– para almacenar información, sobre todo con fines contables. A veces se les llamaba «nudos parlantes» y eran leídos con hábiles movimientos de la mano, de manera muy semejante a como hoy se lee el braille. Pero todo comienzo es, hasta cierto punto, arbitrario. Podríamos empezar igualmente con las pinturas rupestres.

      El «Caballo chino» de Dordoña tiene más de veinte mil años. La imagen es sobria. Del animal sobresalen algunos objetos que podrían ser lanzas o flechas. Arriba, como amenazando al animal, se ve un diseño abstracto que se asemeja a una horquilla cuadrada. Esto es, seguramente, escritura: marcas sobre una superficie destinadas a representar algo para algún otro. O también podría­mos empezar con los grabados en arcilla, muescas en huesos o maderas, jeroglíficos o hasta –si optamos por una visión más estrecha de lo que es la escritura– el alfabeto consagrado.

      Comenzar con los nudos es solo un modo de recalcar que la escritura es materia y que la manera en que la textura de nuestros materiales de escritura modela y fija los contornos de lo que puede escribirse lo cambia absolutamente todo.

      II.

      Durante el siglo xv «las ovejas se comían a los hombres». Tomas Moro se preguntaba irónicamente cómo era posible que animales «concebidos para ser tan mansos y domesticados y para comer tan poco» se hubieran hecho carnívoros. Culpaba a las leyes de cercamiento de ese sinsentido. La emergente clase capitalista agraria había comprobado que podía hacer mejores negocios criando ovejas para vender la lana en los mercados internacio­nales que permitiendo que los campesinos subsistieran labrando la tierra. Las ovejas comían y la gente moría de hambre.

      En el siglo xix, los luditas exhortaban a condenar otra paradoja: la tiranía de las máquinas sobre los seres humanos. Los luditas eran trabajadores textiles que se dieron cuenta de que los propietarios utilizaban las máquinas para socavar la posición de negociación de los obreros y acelerar su explotación. Como movimiento protolaborista que era, el ludismo empleó la única táctica alborotadora de que disponía: romper las máquinas. A largo plazo, el recurso perdía su utilidad a medida que el trabajo se automatizaba cada vez más y caía bajo el control administrativo. Las máquinas operaban a los operarios.

      Algo parecido está pasando con la escritura. Al principio, dice el historiador Warren Chappell, la escritura y la impresión eran una misma cosa: «Ambas comenzaron con el acto de dejar huellas». Como si la escritura fuera al mismo tiempo el viaje y el mapa, un registro de dónde había estado la mente. La materia im­presa, posiblemente la primera mercancía auténticamente capi­ta­lista, ha sido el formato dominante de la escritura pública casi desde la invención de la imprenta de tipos móviles hace seiscientos años. Sin el capitalismo de la imprenta y las «comunidades ima­ginadas» que ayudó a concebir, las naciones modernas no existirían. Su ausencia habría entorpecido el desarrollo de los mo­dernos estados burocráticos. La mayor parte de la llamada civilización industrial y los desarrollos científicos y técnicos de los que depende se habrían pro­ducido, si hubieran llegado a producirse, mucho más lentamente.

      Ahora, la escritura, como todo lo demás, se ha reestructurado siguiendo el formato del ordenador. Miles de millones de personas, sobre todo en los países más ricos del mundo, estamos escribiendo hoy más que nunca antes, en nuestros teléfonos, tabletas, ordenadores portátiles y de mesa. Y no es tanto que escribamos, como que estamos siendo escritos. No se trata realmente de las «redes sociales». Esta expresión se ha usado tan excesiva y ampliamente que sería deseable que desapareciera o, como mínimo, corresponde ponerla en tela de juicio. Es una forma de propaganda taquigráfica. Todos los medios, todas las redes, todas las máquinas son sociales. Antes de ser tecnológicas, las máquinas son sociales, como escribió el historiador Lewis Mumford. Mucho antes del advenimiento de las plataformas digitales, el filósofo Gilbert Simondon exploraba de qué maneras las herramientas generaban relaciones sociales. Una herramienta es, primero, el medio de una relación entre un cuerpo y el mundo. Las herramientas conectan a quienes las usan en una serie de relaciones entre sí y con el mundo que los rodea. Además, el esquema conceptual a partir del cual se crean las herramientas puede transferirse a nuevos contextos y generar así nuevos tipos de relaciones. Hablar

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