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Mientras que mi hija... ¡Qué atrevimiento!”.

      Félicité, aun criada en la rudeza, se indignó contra la señora, después se olvidó.

      Le parecía muy natural perder la cabeza por causa de la pequeña.

      Para ella los dos niños tenían la misma importancia; los unía en su corazón, y su destino debía ser el mismo.

      El boticario le avisó que el barco de Víctor había llegado a La Habana. Él lo había leído en un periódico.

      A causa de los puros, Félicité se figuraba que La Habana era un país donde no se hacía otra cosa que fumar, y que Víctor circulaba entre negros en medio de una nube de humo de tabaco. ¿Se podría, en caso de apuro, regresar por tierra? ¿A qué distancia estaba de Pont-l’Évêque? Para saberlo, consultó a monsieur Bourais.

      El hombre recurrió a su atlas, y empezó a dar un montón de explicaciones acerca de las longitudes, ante el pasmo de Félicité se le dibujó una sonrisa bondadosa, de maestro. Con su lapicera, señaló en los picos de una mancha ovalada un punto negro, imperceptible, y dijo:

      –Aquí está.

      Félicité se inclinó sobre el mapa, su red de líneas y colores le cansaba la vista sin decirle nada; y como Bourais la invitó a explicar su perplejidad, ella le pidió que señalara la casa donde estaba Víctor. Bourais alzó los brazos, estornudó, se rio muchísimo, tanta era la comicidad que suscitaba en él semejante candor; Félicité no entendía, tal vez pensaba que podría ver sobre el mapa hasta el retrato de su sobrino, tan limitado era su entendimiento.

      Pasados quince días, a la hora del mercado, como de costumbre, entró Liébard a la cocina, traía para Félicité una carta que le mandaba el cuñado. Como ninguno de los dos sabía leer, Félicité recurrió a la señora.

      Madame Aubain, ocupada con una labor de aguja, acercó el sobre a ella, lo rompió, abrió la carta, y estremecida, en voz baja, con una mirada profunda, le dijo a Félicité:

      –Es una desgracia... que te comunican. Tu sobrino...

      Había muerto. La carta no decía más.

      Félicité se derrumbó sobre una silla, con la cabeza en la pared, y cerró los párpados, que de pronto se le pusieron color de rosa. Después, inclinada la frente, las manos colgando, fijos los ojos, repetía a intervalos:

      –¡Pobre muchachito! ¡Pobre muchachito!

      Liébard la miraba suspirando. Madame Aubain temblaba un poco.

      Le propuso ir a Trouville a ver a su hermana.

      Félicité contestó, con un gesto, para qué.

      Hubo un silencio. El bueno de Liébard juzgó conveniente retirarse.

      Entonces Félicité dijo:

      –¡A ellos qué les importa!

      Volvió a bajar la cabeza y de vez en cuando, maquinalmente, levantaba las largas agujas sobre el costurero.

      Frente a la casa, pasaron unas mujeres con angarillas de las que colgaba ropa goteante que venían de lavar.

      Félicité, al verlas a través de los cristales, se acordó de su colada; la había hecho el día anterior, había que aclararla; salió entonces de la casa.

      Su tabla y su tina estaban en la orilla del Toucques; echó junto a ella un montón de camisas, se arremangó, y empezó con su tarea; tan fuertes eran los golpes que daba, que podían oírse desde las huertas vecinas. Los prados se veían desiertos, el viento agitaba el río; al fondo, se inclinaban grandes hierbas, como cabelleras de cadáveres flotando en el agua.

      El frío. En Terranova, cuando el frío arrecia los demás problemas no existen. El frío es una telaraña que te envuelve, un alcohol que te empapa, un bisturí que te rasga y si bajas por un segundo la guardia, un suspiro de cristal que se quiebra. Cuidado con las orejas, el aire corta como navaja de barbero. Ninguna ropa de abrigo es demasiado, me solía proteger las partes rellenando de guata los calzoncillos, que te la rascas y la notas tan ajena como la de un muñeco de trapo. El barco sufre lo mismo y además se carga de hielo, se acumula tanto hielo, tanto peso, que si no se lo quitáramos a golpe de mandarria se hundiría. De las pastecas cuelgan cabos engrosados por el hielo que no se abarcan con las dos manos. Los barcos quedan de adorno, como los barquitos de azúcar escarchada en el interior de las botellas de anís. Y hay que trabajar con esas temperaturas, no hay quien trabaje, que a veces te metes en el frigo para calentarte un poco los sabañones. El frío a veces es un frío que te congela literalmente.

      –¿No hueles a quemado?

      Rastreábamos por el Banana Bank, en el estrecho de Davis, la entrada a la bahía de Baffin. El que le llamó banana a ese banco era un humorista. En el Bidebieta.

      –Con este catarro no huelo ni mis propios vientos.

      Llegar hasta la Baffin Bay es subirse al techo, pero entraban y no era cuestión de perder la racha. Un frío atroz, la calefacción a tope y supongo que el origen fue un cortocircuito, el mantenimiento era por aquellos días tan minucioso que los enchufes eléctricos ni siquiera llevaban la grapa que los machihembra sin vibraciones.

      –¡Fuego a bordo!

      El que gritó pudo ahorrarse el esfuerzo, las llamas nos lamían el trasero a los del puente, venían de abajo, de la cocina lo más probable, el tiro de la escalera las azuzaba como un soplete. El incendio parecía grave, así es que a pesar de la marejada, lanzamos los botes salvavidas para trasbordar al Bikote. No tuve que discutir con Arrozagasti.

      –Pasa tú, yo me quedo a ver si controlo esto.

      –Me parece bien, pediré auxilio por radio, sé más inglés.

      La decisión del capitán fue comentada sobre la marcha, en la misma escala de viento, los hay que ironizan hasta en las situaciones más críticas.

      –Un tío sincero, dice lo que piensa.

      –Pero piensa poco.

      –Y en inglés menos.

      El fuego no fue ninguna broma, pero mientras no fuera infernal de necesidad me quedaría a bordo, intentando controlarlo con un piquete de voluntarios. Una paradoja absurda lo de las llamas con varios icebergs a la vista, un absurdo riesgo entre el churrasco y el congelado. Era responsable ante el armador y no me movería de allí hasta conseguirlo, algo disipó mi razonamiento, sonaron unos gritos, no supuse cuán precaria y repentinamente abandonaría el barco aun en contra de mi obligación, las angustiadas voces provenían de la mar.

      –¡Ayuda! ¡Ayuda!

      –¡Socorro!

      Oí los gritos de auxilio y no lo dudé, el barco podía irse a pique pero no dos de mis hombres. Los vi allí, sobrenadando entre las olas, gracias a que íbamos en rastreo pudieron sujetarse al filamen, uno en las malletas y otro en el vuelo de la boca del arte. La rapidez era fundamental, con el agua a cien bajo cero te congelas en un suspiro. Sin dudarlo me lancé al agua, tengo el don de actuar de forma automática en los casos de accidente, cuando más grave más rápido, sin darme cuenta pero con rigor y eficacia. Me lancé desde la popa con un cabo atado en la cintura y otro en la mano, si consiguiera atarlos nos halarían fácilmente, que lo consiguieran a tiempo ya era otro cantar, dependía de otros reflejos. Me tiré de pies y ni lo pensé. La sensación que tuve al hundirme en el agua fue doble y terrible. La primera el frío, un frío atroz, un irme convirtiendo, según me hundía, en barra de hielo, a velocidad de vértigo, los juanetes, las corvas, el sexo, la tabla del pecho, el garganchón y hasta la coronilla rígidos, helados, un esfuerzo ímprobo para moverme en lucha contra la impotencia física y la pereza mental del déjalo, no tienes nada que hacer. La segunda sensación fue de espanto al caer en la cuenta de que no sabía nadar, pero en los casos extremos me funciona el automatismo, actué

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