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caía desde una robusta rama por encima de donde se encontraba. Sostuvo la filamentosa soga por el extremo que colgaba a la altura de su pecho, y sincronizando un movimiento de balanceo se precipitó sobre las aguas del río. La pequeña Okoth, que lo observaba desde la orilla, no pudo reprimir gritar a su hermano:

      –¡Cuidado, Ekón!

      Adwim no tardó en correr hacia el árbol para trepar y repetir la maniobra que acababa de hacer su amigo.

      –¡No debemos bañarnos solos en el río! –gritaba Okoth mientras Adwim emulaba a Ekón.

      Ekón y Adwim se tiraron una y otra vez de aquella cuerda que colgaba del árbol mientras Okoth los contemplaba desde la ribera del río. Se podía decir que, aunque temerosa, la pequeña disfrutaba viéndolos tanto como ellos al tirarse desde el improvisado trampolín. Finalmente, y tras un placentero baño, los dos críos salieron del agua y se reunieron con Okoth.

      –¿Por qué no te has bañado? –le preguntó Ekón a su hermana.

      –La abuela dice que no debemos bañarnos solos en el río –contestó la pequeña.

      Ekón y Adwim rieron a la par.

      Adwim desenvolvió de entre unas telas una pequeña figura de madera.

      –Toma; la he hecho para ti. Feliz cumpleaños, Okoth –le dijo su amiga ofreciéndole la figura.

      Okoth se quedó mirando fijamente aquella diminuta y trabajada figura de madera tallada. Una mujer descansaba sentada con las rodillas flexionadas a la altura de su pecho. El pelo estaba bien cuidado y eran numerosos los adornos que Adwim añadió a esa parte a la figura. El rostro de aquella estatuilla era sin duda el de Okoth, pues la redondez de sus pómulos y la forma ovalada de sus ojos no eran muy usuales por la zona. Sorprendida, dijo:

      –¿Es para mí? Qué bonita, ¿qué es?

      –Es una terracota de Nok; la he hecho yo mismo. La he llamado como tú, Okoth –contestó Adwim.

      –¿Qué es una terracota de Nok? –preguntó Okoth.

      Adwim sonrió levemente y comenzó a explicar a la pequeña el origen de aquella figura:

      –Son figuras de una antigua civilización. Hace muchos años habitaron cerca de aquí. Se llamaban Nok y hacían cientos de estatuas como esta pero de arcilla. Cada una representa algo: hombres, mujeres, dioses, guerreros. Son como amuletos; esta te representa a ti. Espero que te traiga suerte.

      –Gracias, Adwim.

      –Vaya, ¿y cómo has hecho tú solo eso? –preguntó Ekón.

      –El maestro Daren me ha enseñado. Dice que se me da muy bien. Que pronto seré un gran escultor.

      –Adwim, el escultor; me gusta. ¿Me harás otra a mí? –volvió a preguntar Ekón.

      –Claro; haré una de un gran guerrero. Ekón el guerrero.

      Los tres niños rieron. Ekón miró a su hermana y, poniendo la palma de su mano sobre su propio pecho, dijo:

      –Felicidades, hermana. Te quiero –terminó de decir mientras posaba la palma de su mano ahora sobre el pecho de la pequeña Okoth.

      No pasó mucho tiempo hasta que la vega del río se fue llenando de niños. Era sábado y la hora de las clases se acercaba. Okoth sentía auténtica pasión por aquellas clases, especialmente por los relatos que leían.

      Aquel día Aalim no venía cargado de libros como era costumbre en él; en sus manos tan solo portaba un pequeño libro que alzaba al aire para evitar que los niños que se amontonaban en torno a él pudieran alcanzarlo. Una vez todos se encontraron en la ribera del río Cross, Aalim, como era habitual, los dispuso en círculo, situándose él en el centro. Sus primeras palabras aquel día fueron para Okoth.

      –Buenos días a todos. Buenos días, Okoth, y feliz cumpleaños. Hoy es el cumpleaños de Okoth. Venga, vamos a felicitarla.

      Todos los niños la felicitaron al unísono. Okoth se sonrojó mientras sonreía. El profesor prosiguió:

      –Hoy he traído un libro para leer. Lo escribió un hombre hace muchos años y muy lejos de aquí. Ese hombre se llamaba Antoine de Saint-Exupéry y el libro que escribió se llama «El Principito». Habla de un piloto de aviones que se pierde en el desierto y encuentra a un niño que es un príncipe de otro planeta. Hoy Okoth me ayudará a leerlo. Okoth, ven y siéntate junto a mí.

      La pequeña se levantó y se situó junto a Aalim, y el profesor continuó diciendo:

      –Antes de empezar a leer este cuento quiero felicitar nuevamente a Okoth, pero no ya por su cumpleaños, sino porque es la alumna más aventajada; y por ello quiero que antes de empezar nos cuente cualquier historia que sepa. Adelante, Okoth, cuéntanos tu historia.

      Okoth se quedó pensativa; no acertaba a recordar ninguna historia. Su mente estaba en blanco. Su mirada se dirigió hacia la de Ekón, que la observaba con expectación y orgullo, pues su hermana, la más pequeña de todos, era la alumna más avanzada.

      Okoth permanecía callada. Los niños empezaron a susurrarse los unos a los otros haciendo la situación más insostenible para la pequeña. Pasados unos segundos, y justo cuando Aalim iba a pasar por alto el ejercicio, Okoth comenzó a hablar:

      –Mi abuela cuenta que hace mucho tiempo existió un gigante, un gigante llamado Maka. Sus pies y sus manos eran grandes como árboles. Su cabeza tenía forma de olla y podía dar vueltas y mirar a sus espaldas. Maka tenía unos dientes grandes y afilados, y era capaz de comerse a un elefante de un solo bocado.

      »El gigante Maka vivía en las montañas y casi siempre estaba durmiendo. Cuando tenía hambre y sed bajaba de las montañas para comer y beber. Maka comía elefantes y bebía de los lagos y ríos hasta secarlos porque era muy grande. Así que si alguna vez veis que se secan los lagos y no hay elefantes, es que Maka se ha despertado y ha bajado de las montañas para beber y comer.

      Tal y como Okoth terminara aquel breve relato, todos los niños comenzaron a reír y a gritar el nombre de Maka. Aalim los calmó y felicitó a Okoth por la fábula que acababa de narrar; sin duda todo un logro para una niña de su edad, pensó el profesor.

      –Bueno, ahora vamos a leer el libro de hoy. Empezaré yo y Okoth me irá ayudando –dijo.

      Aalim comenzó la lectura de aquel breve libro llamado «El Principito». Los niños no tardaron en quedar fascinados con la historia de aquel pequeño niño en busca de su planeta. Y así transcurrió toda la mañana hasta la hora de la comida, con los niños en silencio escuchando atentamente como Okoth y Aalim leían aquel libro. Cuando finalizaron la lectura arrancaron a aplaudir y hacer preguntas. Poco a poco el profesor fue respondiendo a todos hasta que finalmente los únicos que quedaron junto al río fueron Ekón, Adwim, Okoth y el profesor. Aalim volvió a felicitar a Okoth y le regaló el libro de «El Principito».

      –Toma Okoth; nadie más que tú se lo merece. Así lo querría el hombre que lo escribió.

      –¡Gracias! ¡Tengo un libro! ¡Mira Ekón, tengo un libro! Gracias, Aalim; lo leeré todos los días.

      Los cuatro se fueron andando en dirección a la casa de Okoth, donde seguramente Nazima los esperaba para almorzar. Adwim no paraba de preguntarle acerca de aquella maravillosa historia que acababa de escuchar sobre un niño que resultaba ser un príncipe en busca de su planeta.

      –¿Cómo puede un hombre tener millones de estrellas? –preguntó.

      –Es solo un cuento. Lo que nos quiere decir Antoine, el hombre que escribió el libro, es que en ocasiones perdemos el sentido de las cosas. Tenía muchas estrellas pero solo sabía contarlas.

      –Yo también quiero contar estrellas. ¿Okoth, tú quieres una? –replicó Adwim.

      –Sí –contestó Okoth.

      –Esta noche contaré estrellas y una será para ti.

      –Gracias, Adwim.

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