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usted de aquí! —le diría al agente el español. Y el agente pensaría luego:

      —España es un país perdido. Esta gente no entiende nada de negocios.

      Una idea de folletín.

      Los dos amigos iban por las calles de la City. Uno de ellos era un sentimental. El otro era un hombre práctico. Al sentimental le molestaba mucho aquel movimiento, aquella baraúnda, aquel ir y venir de gente, de coches, de automóviles, de bicicletas, de tranvías, de carros…

      —Esta City —dijo sentimentalmente— es una porquería.

      —Tú dirás lo que quieras de la City. La City es el corazón del mundo.

      —¿El corazón? —exclamó indignado el sentimental—. ¿El corazón del mundo? Dime que es el ombligo del mundo, o si el ombligo te parece poco, dime que es la cabeza. Dime que aquí se plantean los negocios y se gana el pan; pero no me digas que éste es el corazón del mundo. El corazón del mundo será un sitio donde haya mucha ternura, mucha generosidad, mucho desinterés. París, por ejemplo. A pesar de todo, París es una ciudad que se conmueve con las desgracias ajenas, que se echa a la calle para protestar de lo que le parece una injusticia, que reúne dinero cuando le hace falta a una nación asolada por una gran calamidad. Y además…

      —Y además, las parisienses son más sentimentales que las londinenses.

      —Y además, eso, sí, señor. Y además la necesidad te obliga a hacer una pequeña incorrección, a mudarte del hotel sin pagar, pongo por caso, y París tiene indulgencia para ti, y nadie te huye como se le huye a un apestado. En París se comprenden los desarreglos de la juventud y no se les condena de esta manera despiadada que se usa aquí. Allí un hombre que es simpático tiene hecho la mitad de su camino. Aquí no hay hombres simpáticos y antipáticos, sino correctos e incorrectos. Éste es un pueblo frío. París es un pueblo de corazón. Yo no digo que el corazón de París sea precisamente el corazón del mundo. Lo que digo es que el corazón del mundo no puede estar en la City.

      —Pero es que tú tienes acerca del corazón una idea de folletín. Tú te crees que el corazón es un órgano muy delicado y muy poético.

      —Naturalmente.

      —Pues ése es el error. El corazón es un músculo formidable. El trabajo del corazón es más duro que el trabajo del estómago. El corazón lleva y trae la sangre por todo el cuerpo incesantemente, y no tiene tiempo para sentir esas cosas tan poéticas que le atribuís vosotros. Esas cosas se le ocurren a la cabeza. El corazón es una especie de Rafael Gasset del cuerpo humano y está desprovisto de todo lirismo. No te quepa duda, el corazón del mundo es la City.

      —¡Vamos, hombre!

      —¿Pero qué idea tienes tú del mundo, vamos a ver, cuando quieres atribuirle un corazón tan tierno? Tú te crees que el mundo está mecido por una especie de Vals de las olas y que todo son en él ternezas y delicadezas, ¿no es así? Pues, no, señor. En el mundo no se toca el Vals de las olas más que muy de tarde en tarde. El mundo está lleno de egoísmo y de brutalidad. Y el mundo necesita un corazón como la City, fuerte, formidable e infatigable. Con otro corazón, el mundo se moriría de anemia.

      —Tanto mejor —añadió el amigo sentimental.

      Los gastos de instalación.

      El otro día he acompañado a una señorita hasta la iglesia. Llegamos a Abington Street, y ella se dispuso a buscar el número.

      —Es el 15 o el 25. Creo que es el 25. Aquí está.

      Nos detuvimos ante una casa como las otras. En el piso bajo había una sastrería.

      En el principal, un dentista americano. La iglesia estaba en el segundo, a la derecha.

      —Hasta luego —me dijo mi amiga.

      —Adiós.

      Indudablemente, el protestantismo es una religión muy práctica. Por lo pronto, no requiere grandes gastos de instalación. Tiene muy pocos santos y muy pocos bártulos. En un país en que los alquileres son tan crecidos, esto es de una estimable comodidad. El sacerdote puede vivir en la misma iglesia, con su mujer y con sus chicos, y a la hora de recibir a los fieles le bastará ocultar la cama detrás de un biombo. Si un día se encuentra en déficit con la patrona, nada le será más fácil que organizar una mudanza a la cloche de bois, metiéndose debajo de la sotana los utensilios domésticos y los objetos del culto.

      Sí. No cabe duda. El protestantismo es una religión muy práctica. Es la religión más conveniente para los hombres de negocios. El catolicismo sería imposible en un pueblo tan metódico como éste. Es una religión ardiente, exaltada, llena de milagros y muy poco práctica. Es, casi, casi, una religión anarquista, y éste es un pueblo muy conservador.

      Exige grandes gastos de instalación, lleva mucho tiempo, predispone al ensueño y le aparta a uno la imaginación de los negocios. El clarobscuro de las catedrales, las altas bóvedas, los ventanales góticos, el oro, la púrpura; todo eso constituye un ambiente que al inglés no le impresiona absolutamente nada; pero que le parece absurdo. Al inglés le gustan las religiones sensatas. El inglés quiere ir a casa del cura como va a casa del médico. Si el médico le recibiese en una catedral, vestido con un traje fantástico y haciendo gestos extraños, el inglés daría media vuelta, diciendo que todo aquello era muy poco razonable. Pues la misma reflexión se le ocurre al trasponer el umbral de una iglesia católica.

      «El catolicismo —decía un personaje de Enrique Heine— es una religión muy buena para un hombre de mundo, y, sobre todo, para un aficionado a las artes; pero no sirve para un hamburgués, y mucho menos para un administrador de loterías».

      Tampoco sirve para un inglés. El inglés carece de tiempo y de imaginación para ser católico. Cuando un inglés está muy enamorado, se sienta al lado de su novia y la dice:

      —¿Sabe usted, señorita, que hace un tiempo muy desagradable?

      Y cuando se siente poseído de una gran fe religiosa, de una gran exaltación mística, se va a una casa, sube cuarenta y siete escaleras, toca un timbre, pregunta por el cura y despacha el asunto mano a mano con él, en un tono perfectamente familiar y en menos de cinco minutos.

      Time is money.

      Un instrumento de orden.

      Si yo fuera un filósofo, ¡qué gran artículo escribiría sobre el bastón de mister Bell! Yo he descubierto la filosofía de este bastón hace apenas veinticuatro horas, y ardo ya en deseo de divulgarla. Ayer, mister Bell y yo nos fuimos a las inmediaciones de Buckingham Palace para asistir a la despedida de los Reyes. Es decir, mister Bell, el bastón de mister Bell y yo. La calle estaba llena de gente. Había que esperar un par de horas. Entonces, mister Bell destornilló el puño de su bastón, que es redondo, y se lo metió en el bolsillo; acto seguido sacó de otro bolsillo una tablita, con un agujero en el centro, y se la adosó al bastón; luego plantó el bastón en el suelo y se sentó encima. Y allí permaneció mister Bell hasta que llegaron los Reyes.

      Yo iba, venía y, de vez en cuando, mister Bell me decía:

      —¿Quiere usted sentarse? Tenga mi bastón.

      —No. Muchas gracias.

      —¿Por qué no?

      —Porque yo no soy digno de sentarme ahí, mister Bell. No tengo para ello bastante espíritu de disciplina.

      ¿Cómo podría un español aguardar pacientemente durante dos horas, sentado sobre un bastón, el paso de

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