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      Los multimillonarios.

      El incidente del día es el choque de un crucero inglés con el Olympic a la vista de Spithead. El Olimpic es el trasatlántico más formidable del Mundo. Hay tres o cuatro trasatlánticos, cada uno de los cuales es el más formidable del Mundo, y entre ellos figura el Olympic, que se dirigía de Southampton a Cheburgo, donde debía recoger un buen número de pasajeros para Nueva York. Gente enérgica y trasatlántica, hombres de grandes negocios, que viajan siempre con arreglo a la última velocidad obtenida. En el momento del choque había tres mil personas a bordo del Olympic, entre pasajeros y tripulantes. Veinte de esas tres mil personas eran millonarias, cosa perfectamente natural en un buque que hace la travesía de Nueva York. Se calcula que las veinte fortunas reunidas hacen un total de dos mil quinientos millones.

      El Hawke, que tal es el nombre del crucero inglés, chocó de proa con el Olympic, abriéndole una gran hendidura en el casco. Los dos buques se pararon instantáneamente. En el Olympic nadie gritó, ni siquiera las señoras. Casi todas eran americanas. Un redactor de Evening News ha interviuvado a una de ellas.

      —¿Qué emoción ha experimentado en el momento del choque? —le preguntó. Y ella le dijo:

      —Ninguna.

      Pero el tiempo es oro para los americanos. La avería del Olympic ocasionaba un retraso considerable en el viaje de los veinte multimillonarios. Había que recobrar el tiempo perdido. ¡Pronto! ¡A tierra! Mister Magee, rey de los cerdos, le dio dos libras a un botero. Mister Shelldon, presidente de la United States Mortgage Company, le dio tres libras a otro. El mismo día zarpaba de Liverpool el Adriático. Se telefoneó en seguida encargando los camarotes. Por desgracia ya no había trenes para Liverpool.

      ¡Qué importaba! No existe nada imposible para un americano. ¿Cuánto cuesta un tren especial? ¿Cien, doscientas libras? ¡Ahí van! A la velocidad ordinaria estos trenes no podrán alcanzar al Adriático.

      —Yo pagaré una velocidad extraordinaria —dijo mister Magee con el talonario en la mano.

      Comenzaron a llegar periodistas. Mister Shelldon les dio dos minutos. Mister Magee, tres. Y una hora después de la catástrofe los trenes especiales volaban para Liverpool.

      Este suceso puede constituir, si ustedes quieren, una pintoresca lección de energía. La voluntad triunfa en todo, especialmente la voluntad de los multimillonarios. Sin embargo, yo no les deseo a mister Magee ni a mister Shelldon un descarrilamiento en nuestra Mancha. Con toda su voluntad y con todos sus millones no conseguirían poner aquello en actividad.

      El tranvía en caso de apuro.

      Con relación al inglés o al alemán, el español es un hombrecillo débil y violento, uno de esos cascarrabias chiquirritines, con los ojos saltones y los bigotes revueltos, que asestan puñetazos heroicos sobre las mesas de los cafés y luego comienzan a dar gritos porque se han hecho daño, que agitan los brazos en el vacío, que patalean y que vociferan hasta que se ven sujetados por los brazos y en absoluta imposibilidad de moverse. Uno de esos hombrecitos tropezó una vez en la calle de Fuencarral con un señor que marchaba en dirección contraria a la suya.

      —¿No tiene usted ojos en la cara? —le dijo—. Si no sabe usted andar quédese usted en su casa.

      El señor le presentó sus excusas; pero el hombrecillo estaba furioso:

      —¡Usted se merece una lección! —gritaba.

      El señor empezó a impacientarse. El hombrecillo seguía chillando con una voz muy aguda. Se reunió gente. «Si le doy un golpe a este hombre —pensaba el señor— le voy a hacer mucho daño». En esto bajaba un tranvía, y el señor tuvo una idea luminosa. Le hizo seña al conductor, cogió al hombrecillo por un brazo y lo depositó en la plataforma del tranvía, mientras con la mano libre sacaba una perra gorda del bolsillo.

      —Este caballero —exclamó— hasta la Puerta del Sol.

      Yo he visto varias veces a compatriotas insignificantes enfurecerse de un modo suicida en Londres ante estos ingleses tan tranquilos, tan serenos y tan fuertes, que les veían boxear contra las mesas, con ojos de asombro, como se ve al hombre que está realizando un acto exento de toda lógica.

      Y lo peor no es que la generalidad de los españoles sean así. Lo peor es que, socialmente, España le dé al mundo el espectáculo de uno de esos hombres chiquitines e irritables que se pasan la vida gritando sin ton ni son y moviendo los brazos en el vacío. Todos nuestros motines, todos nuestros pronunciamientos, todas nuestras algaradas son una cosa ridícula. Un pueblo serio y fuerte no arma esos escándalos inútiles, en los que gasta la energía y se pierde la fuerza moral. «¡Vamos a hacer! ¡Vamos a acontecer!». ¡Quién le hace caso al cascarrabias consuetudinario que vocifera, en una indignación continua, desde por la mañana hasta por la noche!

      Todo el mundo sabe que en el fondo es un pobre hombre y que su cólera es la cólera de la impotencia, de la falta de fuerza y de confianza en sí mismo para tomar una determinación y seguirla serenamente. Ésta es la cólera de España, y España es actualmente un bien pobre país. Desde un medio como éste se ven los sucesos de España tal cual son. Yo leo los periódicos, me tumbo en un diván, y —medio dormido, medio despierto— España se me aparece como un hombre con más cólera que energía, sin voluntad ninguna e incapaz de dominarse a sí mismo. Un hombre muy pequeño, y muy débil, muy débil, que se muerde los bigotes haciendo muchos gestos, que sopla, que tose, que se da un puñetazo en el hongo y se lo abolla de un modo lamentable, que le tira un puntapié a una mesa y se estropea el pie y que, por fin, rendido, extenuado y sin haber conseguido nada de provecho, se deja caer en una butaca.

      Es triste y es ridículo, y es así.

      Los monumentos y el dinero.

      El día de mañana un americano verá una catedral y dirá:

      —¿Cuánto? .

      —¿…?

      —Muy bien —añadirá al saber el precio—. Desármela usted cuidadosamente. Me la voy a llevar a San Francisco.

      «¡Qué tontería!», dirán ustedes. ¿Tontería? Uno de los castillos más antiguos de Inglaterra, el castillo de Farttershall, ha sido recientemente adquirido por un millonario yanqui.

      Al otro día, el millonario dio orden de echarlo abajo. Las piedras serán transportadas a Norte América, y allí, el millonario se entretendrá pacientemente en hacer de nuevo el viejo castillo.

      «Un puzzle original», titula esta noticia el Daily Sketch. Sí. Un puzzle yanqui. Un puzzle de millonarios. No falta quien suponga también que, a estas horas, un millonario trasatlántico está jugando al puzzle con la Gioconda. Toda entera, la Gioconda era muy difícil de transportar. Así, es perfectamente posible que la hayan recortado en trozos muy pequeños y que la hayan metido en una caja, como un juego de puzzle. Un americano no va a jugar al puzzle con una obra cualquiera. No. Hay que jugar con obras maestras. Hay que comprar puzzles que valgan millones y millones.

      A los americanos no les falta más que una cosa: el pasado. Carecen de tradición, de abolengo, de genealogía. Son un pueblo de parvenues. Les es absolutamente necesario envejecer, y los americanos no son hombres para envejecer lentamente, dejando pasar los años y los siglos. En América las cosas se hacen muy de prisa y con el dinero por delante. «¿Cuánto cuesta un pasado? Aquí está el cheque».

      La hija de un rey del aceite, del tocino o de las judías se casa con el hijo de un rey de Europa. Si no bastan cincuenta millones de dote se ponen cien. De esta manera es como el censo municipal de las ciudades de la Unión va

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