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el inglés. El inglés observará escrupulosamente las leyes del país adonde vaya, sean malas o buenas; trabajará con tanta conciencia como una máquina; se acostará temprano; madrugará; le pagará puntualmente a la patrona o al casero y nunca les dará disgustos a los guardias de Orden público.

      Yo creo que España, como Memphis, necesita unos cuantos millares de ciudadanos ingleses. Para regenerar a España, lo de menos es tener un buen Gobierno, sino tener buenos ciudadanos. Los nuestros no sirven. ¿Por qué no venir a buscar otros aquí como hacen los yanquis? Me parece que la cosa no puede ser más sencilla.

      Los ciudadanos ingleses acatarían a pie juntillas las leyes españolas. ¿Que nuestras leyes son malas? Las leyes no son malas ni buenas. El caso es que la gente las observe. Una ley estúpida, observada con unanimidad, da un resultado admirable.

      No hay trastornos ni pejigueras. Todo marcha bien en el país. En cambio, es completamente inútil hacer leyes buenas para que la gente no las siga.

      Nuestros dirigentes están empeñados en llevar a España las leyes inglesas. Yo les propongo que se lleven a los ciudadanos ingleses. Preparen ustedes una cantidad de hombres-sandwichs con cartelones que digan: Spain wants good citizens, y mándelos a Inglaterra. Pero ¡mucho ojo hasta que la expedición salga de España! Alrededor de esos ministerios hay fieras capaces de devorar en un solo bocado unas cuantas docenas de hombres-sandwichs.

      Son el vino y el amor.

      La influencia latina que había decaído temporalmente en Inglaterra, desde 1870, ¿saben ustedes por qué ha renacido? Por la difusión que han alcanzado en las islas británicas los vinos franceses, italianos y españoles. Tal es, a lo menos, la opinión de un sabio inglés. Con los vinos latinos ha venido a Inglaterra el espíritu latino. El vino es sangre, y el vino latino es sangre latina. En Burdeos, cualquier cosechero hace más por la hegemonía de lo que hizo aquel bordelés genial que se llamaba Montaigne. Un inglés se emborracha con una botella de Burdeos, de Jerez o de Chianti, y en su borrachera tartamudea las palabras inglesas de origen latino, con preferencia a las de origen sajón. A poco versado que esté uno en el inglés, le entiende fácilmente. En cambio, un inglés que se haya emborrachado con whisky es perfectamente incomprensible.

      Yo añado esta observación personal a la teoría de mister Crowe, que es el sabio inglés a quien he aludido más arriba. Si entre él y yo pudiéramos convencerles a ustedes, entonces yo me lanzaría a proponer la candidatura de González Byass, por ejemplo, Ramos Power, o del marqués del Riscal, para la Real Academia de la Lengua. Por el momento, la idea es tal vez un poco prematura, y yo la abandono para mejor ocasión.

      Sin embargo, la teoría de mister Crowe tiene mucha importancia, y yo se la brindo a los amigos del vino para que la esgriman contra los señores que hacen propaganda antialcohólica. Se habla del alcohol con muy poco respeto. Es cierto que se le deben muchos males, pero se le deben también muchos beneficios. Si Inglaterra es un pueblo muy casto, es porque es un pueblo muy borracho. Un individuo, por excepción, puede ser casto y sobrio y trabajador, y hasta puede saber tocar el piano, todo al mismo tiempo; pero un pueblo tiene que ser borracho o lujurioso. Aquí está terminantemente prohibida la trata de blancas, pero se permite la venta del alcohol. En Francia, donde hay tantos establecimientos dedicados a la trata de blancas como en Inglaterra hay public-houses, se ha tratado, no hace mucho, de prohibir la venta del ajenjo. El gran vicio de Francia es la mujer. El gran vicio de Inglaterra es el alcohol. Cada pueblo se envicia, se encanalla y se arruina la salud a su modo. Decirle a un pueblo que no sea borracho o que no sea cochino, está bien; pero decirle que no sea borracho ni cochino, que le guarde fidelidad a la mujer propia, que trabaje mucho, que no fume, que no juegue y que se convierta en un modelo de virtudes, es perder el tiempo. «Embriágate siempre, embriágate de amor, de poesía, o de vino, pero embriágate», decía Baudelaire. El pueblo sabe dónde puede embriagarse de amor o de vino y por cuánto dinero. Si no se embriaga nunca de poesía, es porque ignora dónde la venden.

      En Londres existe una secta de borrachos que le dan al alcohol una interpretación casi religiosa. Según la doctrina de esta secta, las palabras de Cristo, al decir que el hombre no debe vivir sólo de pan significan que, a más del pan, el hombre necesita vino, cerveza o cualquier otra bebida. El alcohol es una manera de interpretar, de poner en ejecución nuestras almas. Hay almas ardientes, ruidosas, entusiastas, transparentes, que se manifiestan por medio de un vino generoso; almas pesadas, opacas y frías; almas húmedas que sólo reaccionan al contacto del whisky, y así sucesivamente. Si hay hombres que no son borrachos, es, al decir de los sectarios de la religión del alcohol, porque sus almas no han encontrado aún la bebida que les corresponde. Ciertas almas rechazan ciertas bebidas. Los médicos dicen que no son las almas las que las rechazan sino los estómagos. «¿Es que está demostrado — preguntan los nuevos sectarios— que el estómago no es la residencia del alma?».

      La religión del alcohol no es una broma, como pudieran creer algunos de ustedes, sino una cosa muy seria. ¿Por qué no? Aquí donde se hacen tantas religiones, ¿por qué no había de hacerse una más con el alcohol? El alcohol tiene todos los elementos de misterio, de exaltación y de milagrería que necesita una divinidad. La creencia en el alcohol existía ya; los templos, también. Sólo faltaba la teoría. Ahora ya la hay y yo creo que es lo bastante buena para convencer a los borrachos. A quienes no se convencerá tan fácilmente es a las mujeres de los borrachos.

      El incendio de la pasión.

      Si un agente de Seguros fuese en España a ver a un recién casado y le propusiera que se asegurase contra las infidelidades de su esposa, el recién casado se creería en el deber de echar a patadas al agente. Sin embargo, la infidelidad de la esposa es una calamidad mucho más frecuente en los hogares que el incendio. En Inglaterra las estadísticas demuestran que, por cada diez maridos, siete son engañados, mientras que, por cada diez casas sólo arde una décima de casa. En España es muy raro que el marido ventile públicamente ante los Tribunales la infidelidad de su mujer; así es que no hay estadísticas sobre el asunto.

      En Nueva York existe una Compañía de Seguros para hombres casados, contra la infidelidad de sus esposas, y parece que está haciendo un negocio formidable. Aquella gente es toda ella gente de negocios. El recién casado se asegura por una cuota mayor o menor, y llega el día que su mujer le engaña. Si no estuviera asegurado, el marido se encontraría en una situación verdaderamente embarazosa; tendría que provocar una escena ridícula con su mujer, desafiar al amante, dejar de ir a la tertulia para evitar el trato de los amigos, y meterse en un pleito. Estando asegurado la Compañía se encarga de todo. Es de una comodidad admirable.

      —¿Conque me has engañado? —le dice el marido a su mujer—. ¿Cuando menos, tú te creerás que eso me importa algo? ¿No? Pues me tiene completamente sin cuidado: estoy asegurado.

      Como primera providencia la Compañía le entrega una indemnización al marido. Luego, entabla una demanda de divorcio, y si el marido sale condenado la Compañía paga.

      Supongo que por ciertas mujeres se pagará una cuota más alta que por otras, y que, antes de aflojar el dinero de la indemnización, la Compañía tratará de averiguar si el engaño del marido ha sido casual o no. El funcionamiento de la Compañía de Seguros contra las infidelidades conyugales parece en un todo semejante al de las Compañías de Seguros contra incendios. Después de todo, y como dijo Shakespeare, «¿qué es la pasión más que un incendio voraz?».

      Entre nosotros las Compañías de Seguros hacen un negocio detestable. El español es un hombre que vive al día. Del porvenir le importa un comino. ¿Sacrificar el presente por el porvenir? No. Al revés. Sacrificar el porvenir al presente. La prueba está en el poco desarrollo alcanzado en España por las Compañías de Seguros, y en el desarrollo bárbaro que ahí han obtenido siempre las casas de préstamos.

      En el caso especial de los Seguros contra las infidelidades conyugales, yo estoy seguro de que la

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