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cocina… la cocina es cosa mía —gritó Podmore.

      —El cocinero se vuelve loco ahora —dijeron varias voces.

      Podmore vociferó:

      —¡Perder la cabeza yo! Estoy más dispuesto a salvar mi alma que ninguno de vosotros, incluso los oficiales. Mientras estemos a flote, no abandonaré mis hornillos. Voy a haceros café.

      — ¡Podmore, eres un caballero! —gimió Belfast.

      Pero ya el cocinero subía la escala. Todavía se detuvo un momento para gritar hacia la toldilla:

      —¡Mientras estemos a flote, no abandonaré mis hornillos! —Luego desapareció como si hubiese pasado por encima de la borda.

      Los hombres que habían oído, lo siguieron con una ovación, que sonó como un vagido de niños enfermos. Una hora después, tal vez más, alguien dijo claramente:

      —Se ha ido para siempre.

      —Probablemente —declaró el contramaestre—. Aun en buen tiempo, se sostenía tan bien sobre la cubierta como una becerra en su primer viaje. Deberíamos ir a ver.

      Nadie se movió. En el curso de las lentas horas que se arrastraban a través de la sombra, mister Baker se deslizó muchas veces de un extremo a otro de la toldilla. Algunos creyeron oírle cambiar palabras con el patrón en voz baja, pero en aquel momento los recuerdos habían adquirido una importancia y un relieve incomparablemente superiores a todo lo presente, y nadie estaba seguro de haber oído aquellos murmullos entonces o numerosos años atrás. Y no intentaron profundizar el asunto. ¡Qué importaba una palabra más o menos! Hacía demasiado frío para permitirse el lujo de una curiosidad y casi de una esperanza. Les parecía imposible robar un instante o un pensamiento a la única operación mental que los absorbía: el deseo de vivir. Y el deseo de vivir los guardaba vivos, apáticos, aguerridos, bajo la cruel persistencia del viento y del frío; en tanto que el negro domo constelado del cielo efectuaba su revolución lenta por encima del barco que derivaba, llevando su paciencia y su sufrimiento a través de la tempestuosa soledad del mar.

      Apretados unos contra otros, se figuraban estar absolutamente solos. Oían extraños rumores, sostenidos y sonoros, y en seguida soportaban el horror de existir durante largas horas de profundo silencio. Por la noche, veían el sol, sentían su calor, y de repente, sobresaltándose, desesperaban de que la aurora se levantase nunca sobre el glacial universo. Algunos oían risas, escuchaban canciones; otros, situados en el extremo de la toldilla, se asombraban de grandes gritos humanos venidos de la sombra, y, abiertos los ojos, se conmovían de oírlos siempre aunque muy debilitados y lejanos.

      El contramaestre dijo:

      —Diríase que es el cocinero que llama desde proa…

      No podía creer en sus propias palabras ni reconocer su propia voz. Transcurrió un largo espacio de tiempo sin que su vecino diese signos de vida. Entonces golpeó fuertemente con el puño al otro hombre situado a su lado y dijo:

      —El cocinero nos llama.

      Muchos no comprendían; a otros no les importaba. La mayoría no se dejaban convencer. Pero el contramaestre y otro marinero tuvieron el valor de arrastrarse hacia proa para ver. Pareció que habían partido desde hacía horas y se les olvidó pronto. Luego, repentinamente, hombres sumidos hasta entonces en una resignación sin esperanza, se sintieron como poseídos de un deseo de golpear, de hacer daño. Se atacaron entre sí a puñetazos. En la sombra golpeaban con persistencia todo lo que yacía elástico a sus alcances y haciendo un esfuerzo mayor que para un gran grito murmuraron animadamente:

      —Tienen café caliente… El contramaestre lo tiene… ¡No…! ¿Dónde…? Lo traen… Lo ha hecho el cocinero.

      James Wait gimió. Donkin meneó las piernas rabiosamente sin cuidarse dónde golpeaban sus pies, amargamente deseoso de que los oficiales no recibiesen su parte de suerte. Por fin llegó el café en una olla, en la que cada uno bebió por tumo. Estaba caliente y abrasaba los paladares ávidos y parecía increíble todavía. Los labios suspiraban al separarse del estaño ardiente:

      —¿Cómo lo ha hecho?

      Alguien gritó débilmente:

      —¡Bravo, doctor!

      De un modo o de otro lo había hecho. Más tarde, Archie declaró que aquello era «milagroso». Durante muchos días nos maravillamos del prodigio y fue un tema siempre nuevo de nuestras conversaciones hasta el final del viaje. Ya con buen tiempo preguntamos al cocinero qué había sentido al ver sus hornillos patas arriba. Nos informamos, mientras los alisios del Noroeste oreaban la serenidad de las noches, de si había tenido necesidad de ponerse de cabeza para restablecer de algún modo el buen orden de su material. Sugerimos el empleo de su tabla de amasar como balsa, desde la que cómodamente habría podido atizar su parrilla; haciendo siempre cuanto podíamos para ocultar nuestra admiración bajo la jovialidad de nuestras finas ironías. Él afirmaba no saber nada, nos reprochaba nuestra ligereza, se declaraba con solemne animación favorecido por una providencia especial para salvar nuestras vidas pecadoras. En principio decía verdad, sin duda, pero no tenía necesidad de insistir con un énfasis tan ofensivo ni de insinuar tan frecuentemente que las hubiéramos pasado muy duras de no estar allí él, meritorio y puro, dispuesto a recibir la inspiración y la fuerza para la obra de gracia. Si hubiésemos debido nuestra salvación a su imprudencia o a su agilidad, no hubiéramos tenido nada que alegar; pero admitir nuestra deuda con la virtud o la santidad de quienquiera que fuese, nos costaba tanto trabajo como le habría costado a cualquier otro puñado de hombres. Como muchos benefactores de la humanidad, el cocinero se tomaba demasiado en serio y cosechaba en pago la irreverencia. No éramos ingratos, sin embargo. Continuaba siendo heroico a nuestros ojos. Sus palabras, la grande, la única frase de su vida, se hizo proverbial en la boca de los hombres como las de los sabios y conquistadores. Desde entonces, cuando uno de nosotros se encontraba perplejo ante un asunto y se le aconsejaba renunciar a él, expresaba su resolución de perseverar y triunfar con estas palabras: «¡Mientras estemos a flote, no abandonaré mis hornillos!».

      El brebaje caliente nos hizo menos penosas las horas turbias que preceden la aurora. A ras del horizonte, el cielo se tiñó delicadamente de rosa y amarillo como el interior de una rara concha. Y más arriba, en la zona que llena una luz nacarada, apareció una pequeña nube negra, fragmento olvidado de la noche, ribeteada de oro resplandeciente. Los rayos luminosos rebotaron en las crestas de las olas. Los ojos de los hombres se volvieron hacia Oriente. El sol inundó sus fatigados rostros. Se abandonaban al cansancio como si hubiesen terminado su faena para siempre. Sobre el encerado negro de Singleton, la sal seca brillaba como escarcha. Permanecía agarrado a la rueda del gobernalle, los ojos abiertos y muertos. El capitán Allistoun miró de frente el sol levante sin pestañear. Por primera vez desde hacía veinticuatro horas, se movieron sus labios y con voz clara y firme ordenó:

      —¡A virar!

      El acento cortante de la orden estimuló el entorpecimiento de los hombres como un brusco latigazo. Luego, inmóviles donde yacían, algunos, por la fuerza de la costumbre, repitieron la orden en murmullos apenas perceptibles. El capitán Allistoun bajó los ojos sobre su tripulación. Muchos, con dedos vacilantes y gestos torpes, trataron de librarse de las ataduras que los retenían. Con tono impaciente, repitió el capitán:

      —¡A virar, viento en popa! Vamos, mister Baker, haga moverse a los hombres. ¿Qué les pasa?

      —¡A virar! ¡Eh!, vosotros, ¿no oís?

      —¡A virar! —rugió de pronto el contramaestre.

      Su voz pareció romper un maleficio mortal. Los marineros comenzaron a moverse, a arrastrarse.

      —Quiero que icen el foque pequeño y rápidamente —dijo el patrón en voz muy alta—. Si no podéis hacerlo de pie, hacedlo tendidos, eso es todo. ¡Y moveos!

      —Vamos, demos a esta cáscara vieja una probabilidad de salir del paso —agregó el contramaestre.

      —Sí, sí, virad —dijeron

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