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hombres en torno de una fosa, nos sentíamos a punto de llorar; llorar de vejación, de agotamiento, de fatiga, con todo nuestro inmenso deseo de concluir, de salir de allí, de tendernos a descansar en cualquier sitio, o contemplar de frente el peligro y tener aire. Archie gritó:

      —¡Dejadme sitio!

      En cuclillas a sus espaldas, protegiendo nuestras cabezas, mirábamos el hierro atacar obstinadamente la juntura de dos tablas.

      Un crujido y luego, de repente, la palanca desapareció a medias entre las astillas de un orificio oblongo. Seguramente, no más de una pulgada debió separarla de la cabeza de Jimmy. Archie la retiró apresuradamente y aquel infame negro, arrojándose hacia la abertura, pegó a ella sus labios y con una voz casi apagada gimió:

      —¡Socorro! —Aplastando su cabeza contra la madera en un esfuerzo loco para salir por aquel agujero que tenía una pulgada de ancho por tres de largo.

      En el estado de desconcierto en que nos hallábamos, esa acción increíble nos paralizó totalmente. Parecía imposible separarlo de allí. El mismo Archie perdió por fin su sangre fría.

      —¡Si no te quitas de ahí, te hundo la herramienta en la cabeza! —gritó con voz resuelta.

      Lo hubiera hecho como decía, y su seriedad pareció impresionar a Jimmy, que desapareció de repente. Entonces atacamos las tablas, hundiendo y arrancando astillas con la furia de hombres apremiados por alcanzar un enemigo mortal, espoleados por el deseo de descuartizarlo miembro a miembro. La madera se hendió, crujió, cedió. Belfast hundió en la abertura la cabeza y los hombros y tentó rabiosamente.

      —¡Ya lo tengo, lo tengo! —gritó—. ¡Oh! ¡Aquí! Se me escapa; lo tengo… ¡Tiradme de las piernas…! ¡Tirad!

      Wamibo aullaba sin cesar un momento. El contramaestre gritaba órdenes:

      —Cógele por los cabellos, Belfast; sacadlos a los dos. ¡Arriba!

      Tiramos y sacamos a Belfast de un tirón y lo dejamos caer con disgusto. Sentado en el suelo, congestionado el rostro, sollozaba desesperadamente.

      —No hay manera de agarrar sus lanas.

      De pronto aparecieron la cabeza y el busto de Jimmy. Había quedado cogido por la cintura y, desorbitados los ojos, echaba espumarajos a la altura de nuestras pantorrillas. Lo asaltamos con la brutalidad de nuestra impaciencia, arrancándole la camisa, tirándole de las orejas, jadeando sobre él y, de pronto, lo sentimos caer entre nuestros brazos como si alguien, por fin, hubiese soltado sus piernas. Con el mismo movimiento, sin una pausa, lo levantamos. Su aliento silbaba, sus pies golpearon nuestros rostros levantados; se agarró a dos pares de brazos por encima de su cabeza y se nos escapó de entre los dedos con tal precipitación que pareció escaparse de nuestras manos como una vejiga llena de gas. Chorreantes de sudor trepamos en racimo por la cuerda y, cogidos de nuevo por el áspero soplo del viento, quedamos fuera con la respiración cortada, como un grupo de hombres repentinamente sumergidos en el agua helada. Con las mejillas ardiendo, nos estremecíamos de frío hasta la medula de los huesos.

      Jamás nos había parecido antes la tempestad más furiosa, más demente el mar, más burlón e implacable el sol, más desnuda de esperanza la posición del barco. Cada uno de sus movimientos presagiaba el fin de su agonía y el comienzo de la nuestra. Nos separamos de la puerta, tambaleantes, y, sorprendidos por un bandazo, caímos en masa. El muro de la camareta nos parecía más liso que el vidrio y más pulido que el hielo. Ningún asidero, salvo un largo garfio de cobre que servía en ocasiones para mantener una puerta abierta. Wamibo se agarraba a él y nosotros nos agarrábamos a Wamibo, sosteniendo entre todos a nuestro Jimmy, que se hallaba completamente abatido. No se le hubiera creído con fuerza para cerrar una mano. Nosotros lo sosteníamos siempre, ciegos y fieles en nuestro temor. No había que temer que Wamibo soltase su asidero, pues todos recordaban que el muy bruto tenía más fuerza que tres hombres escogidos al azar entre la tripulación. Pero temíamos que el garfio cediese, y al mismo tiempo pensábamos que el barco había tomado por fin el partido de enderezarse. Pero no hubo tal. Una ola nos inundó por completo. El contramaestre escupió:

      —De pie y vámonos. Tenemos un momento de calma. Todos a popa, o nos iremos al diablo.

      Nos levantamos rodeando a Jimmy. Le suplicamos que se levantase a su vez, que al menos se sostuviese en pie. Mudo como un pez, giraba sus atemorizados ojos, roto todo resorte de energía en su cuerpo. Se negaba a ponerse en pie, a agarrarse siquiera a nuestros cuellos. No era ya nada más que una fría envoltura de piel negra, mal rellenada de borra blanda; piernas y brazos colgaban dislocados y fláccidos, la cabeza vacilaba de lado a lado, el labio inferior caía, enorme y pesado. Nos apretujábamos en torno abrumados, desconcertados; nuestros cuerpos, que le protegían, se balanceaban peligrosamente en una sola masa; en el umbral mismo de la eternidad, vacilábamos todos a la vez, con absurdo gesto de disimulo, como un grupo de hombres ebrios que no saben qué hacer con el cadáver robado.

      Era preciso hacer algo; llevarlo a popa a toda costa. Le pasaron una cuerda floja por debajo de las axilas, e izándonos con peligro de nuestras vidas, le colgamos del tojino de mesana. Ningún sonido salió de su boca; ofrecía el aspecto ridículo y lamentable de una muñeca que ha dejado escapar la mitad del serrín que la llenaba. Nos pusimos en camino para nuestro peligroso viaje hacia la otra extremidad de la cubierta, arrastrándose solícitamente a nuestras espaldas —calamitoso, contrahecho, lamentable—, nuestro odioso fardo. No era muy pesado, pero si hubiese pesado una tonelada no lo habríamos encontrado más difícil de manejar. Pasaba literalmente de mano en mano. De vez en cuando teníamos que suspenderlo de las cabillas que teníamos a mano para tomar aliento y rehacer la cadena. Si la cabilla se hubiese roto, el hombre se habría hundido para siempre en el océano Austral, pero era preciso correr ese riesgo; después de un rato, Jimmy pareció percatarse, gimió sordamente y, haciendo un gran esfuerzo, pronunció algunas palabras que nosotros escuchamos ávidamente. Nos reprochaba la negligencia que lo exponía a semejantes peligros:

      —Ya que logré salir de allí… —murmuró débilmente.

      Allí , era su camarote. Era él quien había salido de allí. ¡Aparentemente, nosotros nada teníamos que ver…! No importa… Continuamos dejándole sufrir los riesgos inevitables, pero simplemente porque no podíamos hacer otra cosa; pues aunque en aquel momento lo odiásemos más que nunca —más que a nada en el mundo—, no queríamos perderlo. Hasta entonces lo habíamos salvado y su salvación última se convertía en un asunto personal entre el mar y nosotros. Contábamos con no abandonarlo. Si hubiésemos —haciendo una hipótesis absurda— gastado tantos esfuerzos y pesares por un barril vacío, ese barril se habría hecho para nosotros tan precioso como Jimmy. Más precioso, en fin de cuentas, pues no hubiéramos tenido motivo alguno para odiar el barril. Y a James Wait le odiábamos. No podíamos apartar de nosotros la monstruosa sospecha de que aquel negro asombroso simulaba su mal, encarnizado en su impostura frente a nuestra laboriosidad, a nuestro desprecio, a nuestra paciencia; frente a nuestra abnegación, qué digo, a nuestra muerte misma. Por imperfecto y vago que fuese, nuestro sentido moral se rebelaba asqueado ante la vileza de un engaño tan cobarde. Pero el hombre se obstinaba bravamente, inverosímilmente. ¡No! Imposible. Se hallaba exhausto. La acrimonia de su humor provenía únicamente de la invencible, exasperante obsesión de aquella muerte que sentía a su cabecera. No hay nadie que no tenga derecho a odiar a tan despótica compañera de lecho. Pero ¿qué clase de hombres éramos nosotros con nuestras sospechas? La indignación y la duda se debatían en nosotros, hollando en su lucha nuestros sentimientos más delicados. Y le odiábamos a causa de la sospecha; le detestábamos a causa de la duda. No nos atrevíamos a despreciarlo con sinceridad ni a compadecerlo sin perjuicio de nuestra dignidad. De suerte que, al tiempo que cuidadosamente lo pasábamos de mano en mano, le odiábamos. Gritábamos: «¿Le tienes? Sí. All right . Pásalo». Iba así, balanceado de un enemigo a otro, mostrando tanta vitalidad como hubiera podido hacerlo una almohada vieja. Sus ojos formaban dos estrechas hendiduras blancas sobre su negro rostro. Respiraba lentamente, y el aire que expulsaba su boca salía con un ruido de fuelle. Por fin llegamos a la escala de la toldilla y pudiendo pasar el lugar por relativamente abrigado, nos tendimos un momento en montón,

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