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      Y a los hombres temporalmente aliviados por su piedad desdeñosa, el mar inmortal confiere en su justicia el pleno y anhelado privilegio de no descansar. La infinita sabiduría de su gracia no les permite meditar sobre el complicado y agrio sabor de la existencia, por temor de que recuerden —y tal vez echen de menos—, la amargura inspiradora de la copa suprema tan frecuentemente ofrecida y tan frecuentemente retirada de sus labios, rígidos ya, pero siempre rebeldes. Sin tregua deben justificar su derecho a vivir ante la eterna misericordia que ordena al trabajo ser duro y continuo, desde el alba hasta el poniente y desde el poniente hasta el alba; hasta que la interminable sucesión de noches y días turbados por el obstinado clamor de los justos, reclamando a grandes gritos el derecho a la felicidad bajo un cielo sin promesas, sea redimido al fin por el vasto silencio de dolor y trabajo, por el temor mudo y el mudo valor de hombres oscuros, olvidadizos y sufridos.

      Al encontrarse frente a frente, el patrón y mister Baker se contemplaron un momento con la mirada intensa y estupefacta de quienes se encuentran de improviso después de años de infortunio. Uno y otro habían perdido la voz; su diálogo fue, pues, un cambio de murmullos desesperados.

      —¿No falta nadie? —preguntó el capitán Allistoun.

      —No; están todos.

      —¿Hay heridos?

      —Solamente el teniente.

      —Iré a verle en seguida. Tenemos suerte.

      —Mucha —articuló débilmente mister Baker. Sus manos se crispaban sobre la batayola y sus ojos, inyectados en sangre, giraban entre sus órbitas. El hombrecillo cano hizo un esfuerzo para levantar su voz del murmullo sordo que hasta entonces fuera y miró fijamente a su segundo con ojo frío y penetrante como un dardo.

      —Ordene izar las velas —dijo autoritariamente, con un chasquido inflexible de sus delgados labios—. Hágalas izar tan pronto como pueda. El viento es bueno. Ahora mismo, sir . No deje a los hombres tiempo para que vuelvan en sí. Si llegan a sentirse apaleados, entorpecidos, no lograremos hacer nada de ellos… Se trata de salir de aquí.

      Se tambaleó en un fuerte bandazo. La batayola se hundió en el agua, brillante y sibilante. El capitán se agarró a un obenque, osciló y fue a dar contra el piloto en un choque maquinal.

      —Ahora que, por fin, tenemos buen viento… Haga… izar as velas…

      Su cabeza rodaba de hombro en hombro. Sus párpados comenzaron a pestañear rápidamente.

      —Y las bombas, las bombas, mister Baker.

      Sus ojos atisbaban el rostro del piloto, situado a un palmo del suyo, como si se hallase a una milla.

      —Mantenga a los hombres en movimiento para… para que podamos marchar —murmuró con tono soñoliento de un hombre que se adormece. Súbitamente se recobró—. No debo detenerme. No irían bien las cosas —dijo, esbozando penosamente una sombra de sonrisa.

      Soltó el obenque y, proyectado por el declive del barco, corrió a pesar suyo, en un trote menudo, hasta chocar con la bitácora. Apoyado allí, levantó la vista y lanzó una mirada vacía de objeto a Singleton, que, sin prestarle atención, observaba ansiosamente la punta del botalón de bauprés.

      —¿Maniobra bien el timón? —preguntó el capitán.

      En la garganta del viejo marinero se produjo un rumor como si las palabras, antes de salir, entrechocasen en el fondo.

      —Gobierna… como un barquichuelo —dijo por fin con ronca ternura, sin dirigir siquiera una ojeada al patrón; luego, vigilante, dio una vuelta a la rueda, se apoyó un momento y la volvió de nuevo atrás.

      El capitán Allistoun se arrancó a la delicia de apoyarse contra la bitácora, y comenzó a recorrer la toldilla, oscilando y haciendo eses para conservar el equilibrio.

      Ruidosamente, las bielas de las bombas se movían en pequeños saltos, acompañando el girar igual y rápido de los volantes al pie del palo mayor, arrojando de atrás adelante y de adelante atrás, con un ímpetu rítmico, a dos racimos de hombres exhaustos, agarrados a las manivelas. Se abandonaban, balanceado el torso sobre las caderas, convulsas las facciones, petrificados los ojos. El carpintero, sondando de tiempo en tiempo, exclamaba maquinalmente:

      —¡Relingar! ¡No aflojéis!

      Mister Baker, incapaz de hablar, recobró su voz para gritar, y, bajo el aguijón de sus reconvenciones, los hombres examinaron las amarras, sacaron nuevas velas y, sintiéndose incapaces de moverse, izaron las poleas de la arboladura y revisaron el aparejo. Treparon con grandes esfuerzos espasmódicos y desesperados. La cabeza les daba vueltas mientras cambiaban de lugar los pies, poniéndolos ciegamente sobre las vergas como si marchasen de noche, o confiándose al primer cable al alcance de la mano con la negligencia de la fuerza exhausta. Las caídas evitadas no apresuraban el palpitar lánguido de sus corazones; el rugido de las olas que hervían bajo ellos, resonaba en sus oídos debilitado y continuo, como un ruido indistinto venido de otro mundo; el viento llenaba de lágrimas sus ojos y, con pesadas ráfagas, trataba de desalojarlos de los puestos peligrosos en que se balanceaban. Con los rostros chorreantes y los cabellos en desorden, subían y descendían entre cielo y mar, cabalgando las puntas de las vergas, en cuclillas sobre las relingas, abrazando los amantillos para tener las manos libres o levantadas contra las ostagas encadenadas. Sus vagos pensamientos flotaban entre el deseo de reposo y el deseo de vivir, en tanto que sus entorpecidos dedos soltaban las empuñaduras, buscaban los cuchillos o se agarraban con un abrazo tenaz para resistir los choques violentos de las velas ondeantes. Cambiaban entre sí miradas feroces, hacían con una mano signos frenéticos, sosteniendo sus vidas con la otra, miraban desde lo alto la tirilla del puente inundado de espuma, gritaban a sotavento:

      —¡Afloja…! ¡Templa…! ¡Pronto!

      Sus labios temblaban, sus ojos parecían salirse de sus órbitas en su furiosa ansiedad de ser entendidos, pero el viento dispersaba sus palabras no oídas entre el tumulto del mar. En el exceso de un intolerable, de un interminable esfuerzo, sufrían como hombres a los que un sueño implacable condenase a una labor imposible en una atmósfera de hielo o de fuego. Ardían y tiritaban alternativamente. Innumerables agujas pinchaban sus ojos como en la humareda de un incendio; sus cabezas amenazaban estallar a cada grito. Sobre sus gargantas parecían crisparse dedos duros. A cada bandazo pensaban:

      «Esta vez caeré, nos iremos todos al suelo».

      Y, bamboleados en la arboladura, gritaban locamente:

      —¡Atención! ¡Atrapa ese cabo! ¡Laborea! ¡Vuelve esa corredera!

      Meneaban la cabeza con desesperación, sacudían los furiosos rostros:

      —¡No! ¡No! ¡De abajo arriba!

      Parecían odiarse unos a otros con un odio mortal. El deseo inmenso de terminar de una vez les roía el pecho, y el escrúpulo de hacer bien su trabajo los consumía como un fuego vivo. Maldecían su suerte, despreciaban su vida y derrochaban su aliento en mortales imprecaciones dirigidas a uno y otro. El velero, con su calvo cráneo desnudo, trabajaba febrilmente, olvidando su intimidad con tantos almirantes. El contramaestre, trepando cargado de pesadores y rollos de meollar, o arrodillado sobre la verga y dispuesto a dar vuelta al tope del medio, veía pasar visiones precisas y breves: su vieja esposa y sus pequeñuelos, en un pueblecito del país bajo. Mister Baker, próximo a desfallecer, tropezaba aquí y allá, gruñendo siempre e inflexible como un hombre de hierro. Ordenaba, estimulaba, reprendía:

      —¡Y ahora, a la gran gavia! ¡Tú, atraca ese andarivel! ¡Moveos, no os quedéis sin hacer nada!

      —¿No hay, pues, descanso nunca para nosotros? —murmuraron algunas voces.

      Mister Baker dio la vuelta iracundamente, con el corazón oprimido.

      —No, no hay descanso hasta que la maniobra quede hecha. Trabajad hasta caer. Para eso estáis aquí.

      Un

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